El mantel era de hule, el día que mamá lo trajo y lo desplegó sobre la mesa de la cocina se desató un olor que ya jamás olvidaría y que cada vez que lo siento me lleva a esta escena: estoy sentado, hecho un ovillo, sobre la silla de madera, una mano sostiene la cabeza caída sobre una taza de café con leche, la otra mano destruye unas galletitas de sémola. No recuerdo la marca de esas galletitas, sí que se vendían sueltas y que el almacenero las extraía de unas latas que tenían una suerte de ojo de buey en su cara frontal. Sólo las Criollitas, las Lincoln y las Manón venían en esa época en paquete, las demás eran todas de lata. Pararme frente aquella pared de ladrillos de latón y observar por las ventanitas vidriadas cada una de las delicias que se ofrecían y de las cuales debía elegir una, a lo sumo dos, ocupaba una de las actividades más excitantes de las compras que hacía con mi madre.
También puedo traer el momento en que fuimos por el mantel, que se vendía por metro. Era una tela que de un lado estaba cubierta por goma y que generalmente tenía impreso un motivo de flores muy grandes. El hule era agradable al tacto sólo el primer o segundo día, después con su uso comenzaba a ofrecer una sensación pringosa que llegaba después de un tiempo a ser insoportable. Tanto, que debía ser removido y cambiado por otro nuevo aunque no presentara a la vista roturas o desgarros. Pienso que todas las cosas en la infancia tenían una vida muy limitada en el tiempo, los juguetes, los libros de la escuela, los cuadernos, los lápices de colores, rápidamente se tornaban en siniestros objetos del desuso.
La escena del recuerdo evocado por el hule se completa con una persona más que entra en cuadro, una muchacha. La “muchacha”, le decía mi madre, que era incapaz de llamarla “sirvienta” o “mucama”. No puedo recordar su nombre pero si su rostro, su pelo que le caía lacio sobre los hombros y un cuerpo demasiado robusto para la edad que debía tener, quizás unos 18 o 20 años. Yo no había cumplido los nueve y estaba descalzo.
De pronto escucho su risa y levanto la mirada, baila provocativa frente a mi, recién en ese momento me doy cuenta que la radio está sonando y que un tema con mucho ritmo vicia con su ruido la cocina. La miro como un hombre adulto hubiera mirado a una mujer que se le ofrece en un bar de copas. Mi cabeza se inclina de lado, como lo hacen los perros cuando se preguntan sobre algo que no entienden, y este gesto mío le provoca a ella mucha gracia y mientras me imita, se levanta la pollera para mostrarme sus piernas y su ropa interior. Da dos giros y desaparece.
Yo no siento miedo, ni inquietud, sólo pienso por qué esa mujer hace eso frente a mi. ¿Lo haría también frente a mi padre? ¿Frente a mi hermano mayor? ¿Ellos también se quedarían impávidos o la tomarían del talle y bailarían con ella?¿Mi madre bailaría así frente a mi padre? ¿Tendría que haber bailado?
Su ropa interior no era como la de mi hermana, tan flaca y sin gracia. Su ropa interior estaba como dibujada. Imaginé que yo podría haberla pintado con los dedos, embadurnados en pintura deslizándolos sobre su piel.
Al correr la taza, parte del café con leche se volcó sobre el mantel de hule, comencé a componer su cuerpo, o más precisamente el contorno de sus piernas, pero no había alcanzado a dibujar la primer línea que ella volvió trayendo el diccionario Sopena.
Como un mago, con un solo movimiento, sacó la taza, quitó las galletitas, pasó un trapo al hule, me hizo volar por los aires, se sentó, abrió el Diccionario Sopena al medio y me ubicó en su falda. Sin vida, como un muñeco de trapo, la dejé hacer, mis piernas se encontraron con las suyas, los pantalones cortos dejaban que el contacto fuera directo, sentí el calor de su piel. La dejé hacer, la situación no era de cariño sino de sumisión, sentí placer ante el sometimiento.
El Diccionario Enciclopédico Ilustrado Sopena venía en cuatro tomos, de la A a la CH, de la D a la LL (este era el que se encontraba sobre la mesa de la cocina), de la M a la R y de la S a la Z. Un cosmos encerrado entre dos letras. Sus tapas eran de color verde y tenían realces dorados. Cuando yo nací ya estaban en la biblioteca de la casa, o al menos desde que tengo memoria estaban ahí, puede ser que los hayan comprado en los años de mi infancia también, pero de una manera u otra estaban ahí, ya gastados por el uso y las mudanzas –mis padres se mudaban a cada rato- y a uno de ellos, el de la M a la R le faltaba el lomo, cosa que dejaba ver las tripas del libro y los detalles de su construcción interior. Esa falta me llenaba de desasosiego, como si fuera una herida infamante o una úlcera expuesta de una enfermedad que pudiera ser contagiada a otros libros y a otros objetos.
Ella se río, su risa era un ventilador en mi oído, hizo pasar las páginas del diccionario hasta llegar a la que buscaba, fue para adelante y para atrás, y frenó con violencia en la G, buscó y rebuscó, dando vuelta las hojas con descuido, yo entrecerraba los ojos porque sentía que en cualquier momento se rasgaría el papel. El estruendo de una carcajada me rebeló que habíamos llegado a destino, los dos nos echamos para atrás como para ver mejor, y su mano que olía a lavandina me señaló la imagen de un gorila a punto de golpearse el pecho. Entonces extrajo, no sé de dónde, una lapicera. Nunca pensé que lo fuera hacer, pero lo hizo, un acto de rebeldía tan brutal como inocente, escribir el Diccionario Enciclopédico Ilustrado Sopena de sus patrones, la muchacha, la que limpia, a las risotadas hizo un globo -como los de las historietas- sobre la cabeza del gorila y dentro de él escribió: ¡Viva Perón! ¡Viva Perón!. Si bien no podía entender a esa edad lo que significaba ese nombre, sentí en ese momento que había algo que se había desplazado de la normalidad, que la historia se conducía a veces de forma anómala, que todo tenía un significado oculto.
Un sonido exterior, quizás el auto de mi padre, desarmó instantáneamente la escena. Al segundo todo volvía al cauce, la taza sobre la mesa, la galletita de sémola, el mantel de hule, la muchacha con el haragán y el trapo de piso ahorcado del cuello y yo hecho un ovillo sobre la silla de la cocina. Luego el sonido de las llaves y mi padre que entraba y se iba directo a su habitación.
La muchacha me miró con seriedad, llevó su índice a la boca y fue con él.
Sobre el mantel de hule logré armar el rompecabezas de una galletita de sémola rota en diez partes y oculté hasta hoy estos dos secretos.