Siempre que prepara la sopa lo recuerda. Revuelve, y en el caldo, reconoce su vida como si fuera un museo de miniaturas acuáticas. Ese espejo turbio no refleja, atrae.
Olvido comenzó pelando cebollas en lo de un magistrado. Sus lágrimas bañaban la mesada de su señoría por una paga miserable. Ahora agita un costoso cucharón. Si la vieran, tan fina y rodeada de manjares. Asistida por expertos.
Cada mañana solicita una lista de ingredientes contradictorios a un joven aprendiz que recorre la ciudad en distintas direcciones. Los productos son depositados puntualmente sobre la mesa de cortes. A las once, se cierra la puerta. Nadie puede deambular por su acerada cocina. La soledad resguarda el misterio. Y el misterio alimenta a las figuras ilustres. Olvido les anestesia la lengua.
Ni yo conozco los ingredientes, las proporciones. Olvido me llama mientras llena la sopera. Cuando el humo espeso disimula su sonrisa, saboreo una minúscula cucharita, mi único bocado.
La escucho tararear una melodía y los labios se me adormecen. Sabe que voy a olvidar, que mi memoria divaga. Entonces me habla de aquel amor del que sólo conoce las manos, algunos retazos del cuerpo.
Cuando anochecía en lo del juez, se asomaba por un ventanuco interno. Desde ahí contemplaba a su vecino. Un provinciano, que al anochecer pasaba un tenedor por su torso desnudo mientras cantaba una milonga. Durante meses, aquella música oscurecida y sus dedos representaron para Olvido la imagen de la existencia. Con la llegada del invierno, el joven desapareció. Ella comenzó a preparar esta sopa: un éxito. El dolor es un garfio invisible.
Cuando no sé quién soy, me confía la sopera. Salgo en dirección al salón donde me reciben excitados. El presidente y su comparsa esperan en la sala principal la llegada de la sopa. Necesitaron espadas, genes magníficos o ironías. Ella alcanzó notoriedad gracias a una pena.
Las damas primero, exige el presidente.
Hacia ellas voy, con la mirada cautiva. Abren sus boquitas pálidas con devoción y yo deposito la hipnosis en los labios perfectos. Los señores aguardan impacientes el feliz brebaje, haciendo esculturas con migas negras.
Las ofensas, los agravios, el propio ser, los vericuetos de la mente se disuelven en la sopa. Nadie sabe con exactitud qué hace ahí y se lanza con suavidad a la deriva contemplativa de su propio meollo.
Una mujer pelirroja acaricia furtivamente el mentón de un desagradable caballero que a los ojos de la sopa parece digno. Un joven patricio se ve en el reflejo de la cuchara como una amarga soltera. El mismísimo presidente se distrae de su dignidad y a gatas recorre el alfombrado. La evasión se apodera del salón principal. Una dulce anarquía muy parecida a la tristeza. Pero tiene límite horario. Con la digestión, se extingue. Entonces, todos volverán a sus maniáticas rutinas. A su mansa enfermedad de vida.
Olvido aguarda nerviosa junto a la puerta. Cuando restan unos minutos para que se disipe la locura, entra al salón y revisa los dedos, desabrocha las camisas, tantea los cuerpos. Pero no. Aquel joven nunca está entre los invitados.
Entonces se hunde en el fondo de sí misma, se vuelve inconsistente. Si pudiera se auto mordería. Bocados lentos con cucharita. Cada noche la misma cena
Yo escondo las manos bajo los guantes para consolarla. Oculto mi tronco imperfecto. Los surcos violetas del tenedor me atraviesan la piel como rutas sin destino.