Gajes del oficio

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Le dicen “el viejo”. Es un sobrenombre que le pusieron los más nuevitos y que tiene que ver más con sus años de servicio que con la edad. Los veteranos todavía lo llaman Jefe. Está sentado frente a su escritorio y recuerda la primera vez. Ya pasó mucho tiempo y reconoce que está cansado, sin embargo es un cansancio distinto al que vio en otros, cada vez más agrios e impacientes. En él es todo lo contrario. Ahora se toma las cosas con calma. Si se tratara de otro oficio diría que es un poco más sabio pero sabe que esa palabra le queda grande. Se conforma con pensar que es un buen profesional.

Se pone de pie y comienza lentamente a arremangarse las mangas de la camisa. Sabe que Paredes y Estévez se están empezando a poner nerviosos. Lo respetan pero les molesta un poco su parsimonia. Les dice que esperen, que antes tiene que ir al baño. Los otros dos asienten con un gesto.

Finalmente abren la puerta del cuartito del fondo. En una silla está sentado un pibe, más que sentado atado al respaldo, con las manos esposadas y un grillete en los tobillos. El viejo lo mira y ve en sus ojos ese miedo animal que tanto conoce. Piensa que debe tener la misma edad que su hijo menor. Pasan los minutos y no deja de mirarlo, en silencio. Los otros dos, unos pasos más atrás, no pueden ocultar su ansiedad. Finalmente el viejo hace una mueca de resignación, ladea la cabeza hacia un costado y comienza a hablar.

-Bueno… ¿vas a decirme o no?

-Yo no hice nada -balbucea el pibe.

– ¿Me estás cargando?

-Yo no los maté. Yo no quería.

-Mirá… a los dos que estaban con vos los bajamos adentro de la casa. Ni siquiera tuvieron tiempo de sacar el chumbo. Es decir que, no habiendo ningún otro testigo, te doy crédito.

-Yo no los maté.

-Ya te dije que te creo. Listo. El problema es que me importa un carajo quién mató a ese par de viejos bufarrones. Lo que quiero que me digas es dónde escondiste la guita.

-Yo no hice nada.

-La guita, pibe… ¿dónde la encanutaste?

-No sé, yo no fui.

-Te voy a explicar cómo funciona esto. Aquí estamos sólo nosotros cuatro. No hay fiscales, ni jueces, nadie. Vos hablás, te desatamos, te vas a tu casa y asunto terminado.

-Pero…

-Esperá, dejame terminar. Lo que te dije recién es una alternativa. ¿Vos sabés porqué me llaman “el viejo”?

-No…

Paredes y Estévez contemplaban la escena en silencio pero ya estaban comenzando a cansarse del jueguito. Era su jefe y lo admiraban pero cada vez la hacía más lunga.

-Bueno -continuó el viejo- me apodan así porque ya llevo cuarenta años en esto y calculo, más o menos, que debo haber visto sentados en esa silla… no sé, cien, doscientos pendejos como vos. Ya perdí la cuenta. Lo que puedo asegurarte es que los más piolas hablan de una, otros terminan cantando cuando le bajan de una trompada todos los dientes, algunos cuando le arrancan con una tenaza las uñas y están los que aguantan hasta que le meten doscientos voltios en los huevos. Los únicos que no hablan son los que les falla el bobo… y ahí perdimos todos.  ¿Ves esos dos que están atrás mío? Se salen de la vaina por empezar a desfigurarte.

-Yo no hice nada… no sé nada.

El viejo meneó la cabeza, se retiró hacia el fondo del cuarto y bastó una mirada para que Paredes y Estévez se lanzaran sobre el pendejo. Era duro. Se bancó las patadas, la manopla reventándole los pómulos y hasta la tenaza en los dedos. Gritaba como un marrano pero no hablaba. Cuando le bajaron los pantalones y vio a Paredes acercarse con el cable y los dos alambres de cobre echando chispas levantó la mano…

-Basta -dijo largando sangre hasta por las orejas.

Y habló. Les dijo el lugar exacto donde había enterrado la plata.

-Viste boludo -le dijo el viejo.

Estévez salió a buscar la guita. Al poco tiempo regresó con una mochila llena de dólares y monedas de oro.

-Con razón no quería hablar el hijo de puta -dijo sonriendo Paredes.

-Te dije que los más piolas hablaban de una -le dijo el viejo- ¡Mirá todo lo que te hubieras ahorrado! ¿Sabés quién es Borges?

El pibe no contestó y los otros dos no dijeron nada pero pensaron al unísono, con cara de embole, que tendrían que bancarse una vez más la misma historia de siempre.

-Con esos tatuajes de mierda y esa cara de troglodita qué carajo vas a saber vos de Borges -le dijo con desprecio-. Bueno, el asunto es que escribió un cuento que se llama “El Muerto”. No te lo voy a contar todo porque sé que estos dos están repodridos de escucharlo… así que vamos derecho al final. Resulta que había un boludo, Otálora se llamaba, que se la creyó… y todos los boludos que se la creen terminan igual. Recién al ver que lo apuntaban con un revolver comprendió, antes de morir, que desde el principio lo habían traicionado, que ya había sido condenado a muerte. Borges lo dice mejor pero, para el caso, da lo mismo.

El viejo sacó la nueve milímetros que tenía en la cintura, corrió el cerrojo, miró al pibe por última vez y le voló los sesos de un disparo. Estévez y Paredes metieron el cuerpo en una bolsa y se lo llevaron. El viejo se quedó un rato mirando el charco de sangre que se había formado debajo de la silla, los dientes y el par de uñas ya inútiles. “En última instancia es un trabajo, como cualquier otro”, pensó mientras se alejaba para contar los billetes y el oro que había en la mochila.

Roberto Daniel Ferro
Roberto Daniel Ferro
Desde 1983 reside en Mar del Plata. Como periodista se desempeñó en distintos medios de la ciudad y, a principios de la década del 90, colaboró con Página 12. Hasta el año 2015 ocupó el cargo de Secretario General del Sindicato de Prensa de Mar del Plata. Se autodefine como un buen lector y un escritor aficionado.

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