Examen de conciencia

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En 1992, un odontólogo de la ciudad de La Plata, Ricardo Barreda, asesinó a su familia: esposa, suegra y dos hijas. Dieciséis años después de su condena se le concedió la prisión domiciliaria y en 2011 la libertad condicional. «Al fin se hizo justicia», expresó entonces. Hoy, en Internet, circula una estampita que lo glorifica y le solicita protección contra las mujeres despóticas. 

Dicen en el vecindario que ahora es un viejo inofensivo, amable, cortés en sus saludos de buenos días y buenas tardes. Atildado en el vestir. No anda con una escopeta o un cuchillo. No molesta. Los vecinos más desprejuiciados, cuando se reúnen en el bar y sostienen conversaciones de hombres, hasta lo aprueban, mitad en serio, mitad en broma. Dicen que estuvo bien, que les dio una buena lección a sus mujeres. Mientras permaneció detenido, como era un preso famoso y de conducta intachable, le permitieron conceder entrevistas a algunos medios. En esas ocasiones hablaba gustosamente sobre su vida en la cárcel, pero se mostraba renuente a confesar lo que todos querían oír (para la propia tranquilidad), que estaba arrepentido. No obstante, a veces murmuraba con voz triste que algún remordimiento sentía por la menor de sus hijas. Simplemente ella cayó en la volteada. Por lo general no vuelve sobre el pasado, pero si lo hace considera que ella no merecía morir. Era muy joven y de carácter débil. Ella no lo agraviaba. Claro que tampoco se oponía frontalmente a las otras, a esas mujeres de la casa que lo humillaban aun en presencia de extraños. Lo atacaban en las virtudes que más apreciaba, su virilidad, su inteligencia. Se prohibía recordar los términos: crueles, soeces, el desprecio. Y las acciones: un plato de comida fría después del trabajo, sin cubiertos ni mantel, sin una copa ni una bebida. Solo esperaba un paso más: que le pusieran el plato en el suelo, como a los perros. Y sin embargo, lo soportaba. Comprendía que algo en él les resultaba irritante. En la convivencia basta poco, cierta costumbre de no secar el baño después de la ducha, de dejar gotas de orina sobre el piso, y aun menos: la manera de carraspear para aclararse la voz, el tic de un parpadeo frecuente… ¿Qué era? Él se cuidaba. Trataba de no ser odioso, de actuar con gestos que propiciaran la benevolencia. Todos los días, cuando llegaba del trabajo, su sola presencia las alteraba. Apenas lo veían en el umbral, un poco agobiado de hombros de tanto inclinarse sobre la boca de sus pacientes, exaltadas y a los gritos lo expulsaban de la casa, le pedían que desocupara su roña —eso decían— y se marchara a la calle. Ellas solo querían vivir en paz, las cuatro, felices de saberlo lejos, distante, aniquilado incluso. Él comía su comida fría sin una palabra de respuesta, en apariencia imperturbable, apenas una sonrisa, él también, de desprecio. No abandonaría la casa —la suya por herencia— dejándoles el campo libre, victoriosas. A pesar de todo, trataba de conquistarlas, de congraciarse (con gestos que ellas invariablemente rechazaban) porque no era un mal hombre, solo un hombre lastimado que no comprendía el desamor. Compraba flores, un día para su mujer, otro día para su suegra, alguna vez para sus hijas. No escarmentaba: las flores jamás eran dispuestas en un jarrón, con agua hasta rebalsar para que mantuvieran su lozanía. Ni aun la menor, que era buena, poco agresiva, mostraba gratitud. Si eran para ella, con una mirada incómoda las abandonaba sobre la mesa, como si las hubiera olvidado. Las otras no, simulaban aceptarlas (y cómo se aceleraba su corazón entonces), acercaban el ramo a la nariz aspirando el perfume de las flores con exclamaciones de deleite, y de pronto, cuando ya la emoción lo vencía, cesaba el fingimiento. La elegida en la ocasión, con el ramo bien sujeto en el puño, lo sacudía contra la mesa, golpeando y golpeando hasta que caían los pétalos, se marchitaban las flores compradas con amor, que aparecían después en el tacho de basura. Él se decía: mañana. Mañana entregaría a su mujer el ramo o ramillete, las rosas, los jazmines olorosos y el rostro de ella se iluminaría como cuando eran novios: ¿para mí?, y agradecería el presente besándolo en la boca. Las dos bocas juntas, las dos salivas y las lenguas, la mano de él acariciándola bajo el vestido aunque observaran las hijas y su suegra, una mujer detestable a la que, sin embargo, él compadecía porque era muy vieja. Y el beso encendería la pasión y se irían al dormitorio como dos criaturas lascivas o celestiales. Las hijas, en el comedor, se tomarían de las manos y bailarían en torno de la mesa celebrando la reconciliación —tan esquiva— y hasta incluirían a la abuela en el festejo, bailaría ella también con su gordura fofa, transpirando el maquillaje que lucía desde hora temprana, ajena al ridículo, ella, que siempre había proferido en su contra las palabras más hirientes. Y cuando su mujer reapareciera en el marco de la puerta con el aspecto felizmente agotado de quien ha hecho el amor, detendrían el baile alrededor de la mesa, la abuela sonreiría con una sonrisa entre lúbrica y cariñosa, ¿dónde está él?, preguntaría, y ese «él» condescendiente e insultante por lo común, sería por fin lo que ella siempre había pretendido para su hija, no el ser ínfimo, despreciado y humillado en la casa, sino el amo y señor, el que decidía con inteligencia, proveía las necesidades —siempre lo había hecho trabajando duramente, pero eso no contaba si faltaba lo otro, la dignidad. Soy el que soy. Pocos defectos, muchas virtudes. Pero nunca sucedía lo que esperaba. Ofrecía afecto y recibía escarnio. No resultó casualidad que esa situación insoportable tuviera fin. Precisamente a causa de las flores que él no se cansaba de ofrendar con el empecinamiento de quien, en realidad, no espera nada. La causa, sí, fue ese ramo de rosas que él había comprado en un puesto de la calle, como si su esperanza (el empecinamiento) fuera inextinguible, un ramo de capullos rojos, aún con gotas de rocío o con el aspecto de haber sido asperjadas con agua fresca de un vaporizador hacía apenas un instante. Después, cuando pudo pensar tranquilamente, se dio cuenta de que esas esperanzas eran las últimas y que por algún motivo, como quien se prepara para un viaje y piensa en lo que debe llevar, en los días anteriores a la compra de esas rosas lo había rondado el pensamiento de un objeto imprescindible para el viaje. Y cuando su mujer dijo: qué romántico, y no la conmovieron las rosas ni el rocío ni el agua fresca sobre los pétalos, y oyó apenas, en segundo plano, las risitas de las otras —ya no tenían nombre, definitivamente eran «las otras»— supo lo que debía llevar: una escopeta de caza —porque iría de caza— e inmediatamente tanteó la llavecita del armario donde la guardaba, llave, llavecita tanto tiempo ociosa en el llavero de su bolsillo. Sacó la escopeta de su soporte, controló si estaba cargada —y lo estaba, comprobó, reprochándose su imprudencia— y fue su mujer, su novia virgen, la que cayó primero. Empapado en sudor, un poco nauseado, descansó un segundo apoyado en la pared. Luego se secó las manos en el fondillo del pantalón, recargó el arma y apuntó hacia la vieja detestable que profería en su contra las palabras más hirientes; no registró su rostro, blanco y tan demudado que hubiera podido producirle asombro. Ella no intentó huir, solo gritó a último momento y él casi lamentó su muerte demasiado rápida. Abandonó el cuarto y persiguió a sus hijas; la mayor subía las escaleras huyendo hacia el primer piso y disparó desde abajo, el pulso firme como cuando extraía una muela y el paciente preguntaba con sorpresa: ¿ya está? Ni siquiera contempló el resultado (previsible) y finalmente enfrentó a la menor, la que solo lo agraviaba porque no reaccionaba como debía. Ella no lo miraba, gemía agachada en el suelo cubriéndose la cara con las manos, y él deseó desesperadamente que lo mirara para que él pudiera dejar la escopeta y no disparar. Entonces todos sabrían que tenía buenos sentimientos, que el odio no avasallaba su alma, que era capaz de discernir entre todos los seres quién merecía castigo y quién no. Pero ella no lo miraba, qué pena.

Relatos reunidos. Ediciones Alfaguara. Año 2016.

Griselda Gambaro

Griselda Gambaro
Griselda Gambaro
Nació en la ciudad de Buenos Aires en 1928 y residió siempre en Argentina, a excepción de un año en Roma y tres años de exilio en Barcelona durante la última dictadura militar. Su obra, caracterizada por un fuerte compromiso tanto con la literatura como con las circunstancias sociales y políticas, abarca novelas y cuentos, textos teatrales, literatura infantil y juvenil, artículos periodísticos. Sus piezas teatrales han tenido vasta repercusión en Argentina, el resto de América y el mundo. Fue una de las primeras autoras latinoamericanas representadas en Irán, con obras traducidas y publicadas en farsi. También en Europa. Algunos títulos de su producción dramáticas: Los siameses, El campo, La malasangre, Antígona furiosas, Decir sí, Penas sin importancia, Es necesario entender un poco, Lo que va dictando el sueño, La Señora Macbeth, La persistencia, Querido Ibsen: soy Nora y El Don. Es también autora prolífica de novelas, cuentos y artículos periodísticos. Su novela Ganarse la muerte – prohibida durante la dictadura militar – fue incluida actualmente en la Colección de Libros que conformar parte del Tesoro de la Biblioteca Nacional de la Argentina y acaba de ser re-editado al cumplirse el 40 Aniversario del Golpe Militar que marcó a fuego y sangre nuestra historia. Reparando una injusticia histórica, ha sido la primera mujer de las letras, en treinta años, elegida para inaugurar la Feria del Libro Del Autor al Lector en el año 2005 en Buenos Aires. Declarada por la Legislatura, Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, es Doctora Honoris Causa de la UNA, Universidad Nacional del Arte de Argentina. Posee Maestrías Honoríficas en varias universidades argentinas y del mundo. Es Miembro permanente del CELS, Centro de Estudios Legales y Sociales de Argentina.

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