Entre libros

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En verano, ni tiempo para aburrirnos durante las noches templadas.

Entre la marea de gente que se movía por el local a puertas abiertas, responder preguntas de precio, embolsar ejemplares de oferta, pispear alguna turista interesante y estar atentos a que no se llevaran de canuto algún libro de la mesa de los importados.

En el invierno, eran largas las mañanas vacías y frías.

Amenizadas por interminables partidas de chinchón, interrumpidas ocasionalmente por la aparición de algún cliente excepcional en busca de alguna rareza cara y oculta, como aquella Historia de las Armas de Fuego, que dormía el sueño de los arcabuces medievales en el último estante del fondo.

En verano y en invierno.

Nunca faltaba el pedido de orientación que nos tentaba de risa, tan habituados a escucharlo, que lo habíamos adoptado como contraseña, guiño cómplice, broma hérmética de empleados de librería, con veleidades intelectuales.

Quisiera un libro que sea atrapante…

Forzados a adoptar el rol de rescatistas, nos sentíamos atravesando un paisaje sembrado de dificultades y amenazas, como tedio, desinterés, abandono de lectura en las primeras páginas de una recomendación que no resultara lo suficientemente… atrapante a las exigencias del cliente.

Aunque por fuera de la ambigüedad de género o estilo o autoría (o todo eso junto) y la ironía fantasiosa de nuestra interpretación, nos acostumbramos a asociarlo con la lista de best sellers que publicaban los suplementos literarios en su segmento de Ficción, hegemonizado por escritores industriales, entre los cuales se colaba eventualmente algún Nóbel pintoresco, como Gabriel García Márquez, y poco más.

La necesidad de recomendar esos libros atrapantes que ofendían nuestras sensibilidades literarias se justificaba comercialmente en la premisa “el cliente siempre tiene razón”, incluso si no sabía lo que quería, como era el caso.

Por lo demás, tampoco estábamos contratados en esa librería de saldos abierta por una cadena de Buenos Aires como una apuesta de temporada que se prolongó por las buenos resultados, para dictar cátedra o convertir almas innobles, sino para atender a un público más o menos lector de libros.

Más o menos.

En definitiva, no sé a quien se le ocurrió eso de armar una mesa especial con aquellas recomendaciones que considerábamos afines a tales gustos.

El rincón de los libros atrapantes, lo presentamos a la gerencia.

Como una contribución a la eficiencia en la atención al cliente.

Una contraseña, un guiño cómplice, una broma hérmética.

Entre nosotros.

Entonces, comenzaron a pasar cosas extrañas.

Cosas extrañas, más dignas de otras clases de libros y autores, pongamos un Lovecraft, por ejemplo.

Pero no nos dispersemos en devaneos, tan caros a aquellas veleidades que nos estimulaban a asistir a algún taller o soñar con una carrera literaria.

Al principio, la agrupación de títulos con una intención definida, incluso por encima de los géneros, resultó sino particularmente exitosa, al menos útil.

Sólo teníamos que conducir al interesado a la mesa ad-hoc y enseñarle algunos títulos, entre los más taquilleros del momento.

Una dedicación abocada a paladares literarios más sofisticados nos fue distrayendo de aquella responsabilidad profesional, relegando al potencial comprador a una decisión en solitario.

La desaparición del primer cliente nos tomó por sorpresa.

La visita de los detectives de la policía local (que no se parecían nada a Philip Marlowe, ni siquiera a Sam Spade) nos puso en la primera línea de sospechosos.

Nos eximió el testimonio de algún familiar, todavía conmocionado, pero lúcido.

No estaban tan incorporadas las cámaras de seguridad, todavía.

Tampoco hubieran aportado demasiado, se me ocurre.

Por un tiempo, mientras se evaluaban y se abrían distintas líneas de investigación, volvimos a trabajar, más o menos tranquilos.

Más o menos.

Y llegamos a pensar que lo peor había pasado.

Ilusos.

Ingenuos.

La segunda desaparición condenó a aquella librería céntrica a un ostracismo comercial del que ya no se recuperaría.

Alarmados, los dueños llamaron desde Buenos Aires para levantar el local, pagar las indemnizaciones correspondientes y deslindar responsabilidades.

Hubo una semana de liquidación por cierre definitivo, durante la que trabajamos a destajo.

Armando las pilas de ofertas, desarmando estanterías.

El rincón de los libros atrapantes se colmó de saldos y baraturas de todo tipo.

Ni nosotros mismos conocíamos el total de aquel rejunte.

Fue para ordenar mínimamente lo que los escasos visitantes se encargaban de desparramar, que metí la mano entre un montón de libros de tapas blandas con ilustraciones a todo color.

Acusé el primer tirón, con una sensación de espanto.

Plenamente conciente.

En un instante, pasaron por mi mente, muchas de aquellas recomendaciones hechas con íntimo desgano.

Definitivamente, un libro atrapante, pensé.

Antes de ser arrastrado a su vorágine de páginas y páginas y páginas que me devoraron con prisa y sin pausa.

Oscar Muñoz
Oscar Muñoz
Oscar Muñoz es periodista con décadas de experiencia en diarios y revistas. Practicó desde la confección del horóscopo hasta la entrevista política en profundidad, pasando por la crítica de espectáculos, la reseña gastronómica y las secciones de Negocios, Salud, Educación y Tecnología. Publicó Los ex -Historias con separaciones, separados & separadores y produjo los documentales Abril Norte, Calesitas -Una vuelta más y el corto de ficción Después de función. Viajado y viajero por los cinco continentes, comparte imágenes y vivencias en @elinfinitoviajar.

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