Enero

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Minuto siete. Siete minutos con cuarenta y un segundos, para ser exactos. Ahí es cuando aparece, y permanece en la pantalla unos veintidós segundos. Un par de siluetas la ocultan por algunos instantes, pero siempre regresa, hasta el minuto ocho con tres segundos. De ahí en adelante, la nada, pero eso es lo de menos: el día me ha regalado una inyección de fuerza que ayer no tenía. Bien por eso.

La playa en enero existe sólo de mañana. Mi playa, debería decir, esa con el sol al frente, mientras miro el mar y el poco viento apenas se anima a agitar las páginas de este pseudo diario en el que vuelco locuras y tinta sin sentido. Después, cuando el hechizo se esfuma debido al peso del ruido que provocan ellos, los invasores, decido pasar otra página, guardar todo y escapar. A pesar de la hora, siento que el día en sí, aquello que lo hace valioso, ha terminado.

Cámara en mano, decido enfocar con su lente mi camino de regreso y construir un resguardo visual de aquello que sostiene mis pasos en este recorrido que, inevitablemente, desembocará en el hogar, dulce hogar. Comienzo, como pensaba, por filmar las baldosas, a veces la punta de mis pies, en un camino de no más de veinte cuadras por la avenida que une la playa con mi casa. Empiezo por ellas y luego voy notando que, tal vez por la falta de costumbre o la simple incapacidad de sostener la cámara en una posición fija, empiezan a surgir nuevos elementos en la pantalla. De la punta de mis zapatillas paso al dobladillo del pantalón, luego a los charcos, y así como así salto a enfocar piernas y espaldas y a empezar a seguirlas. Pero sin rostros. Enero no tiene rostros. Es la época del cuerpo, de mostrar el cuerpo y no los rostros. También es la época de esconderse o de limitarse a enfrentar al sol como lagartos que, impertérritos, dejan que todo suceda frente a sus ojos, sin moverse, casi sin pestañear.

Abandono por un rato el abrazo del sillón para adentrarme en las profundidades de la heladera y buscar algo que me permita engañar al deseo y al estómago, ambos igualmente vacíos. Enero vive en las calles y aquí apenas golpea la puerta, sólo por compromiso. Voto porque todo enero se mantenga estático en un, digamos, día estándar soleado, algo fresco, como entre las 8 y las 9 de la mañana. Que aguante las 24 horas así y luego se eternice repitiendo el proceso hasta ese febrero que aún no se asoma tras el horizonte del almanaque.

En la pantalla, las piernas le han dejado su lugar a las espaldas, con algunos temblores, producto de mi falta de costumbre en eso de filmar en movimiento, esquivando baldosas rotas, perros molestos, autos, ciclistas en contramano y demás infractores cotidianos. Y ahora, entre todas las espaldas, descubro la tuya. Mordiendo un insulto que casi se escapa de mi boca, retrocedo la imagen y constato que sí, ahí estás, igual que siempre. Sos vos, es tu espalda, puedo jurarlo, es tu paso, es el vaivén, el baile de tu pelo al golpear tus hombros y caer luego, lentamente. Es la imagen que se nubla, problemas de no saber hacer foco con esta cámara nueva que no se adapta a mis lágrimas, o tal vez son sólo esas gotas saladas que han comenzado a nublar todo haciendo que deba detener imagen, respiración y tiempo.

Una breve incursión al baño para mojarme el rostro deja que lo filmado siga corriendo, así que cuando vuelvo a sentarme frente a la pantalla ya no te veo. La calle es la misma, pero las espaldas han dado paso a cabezas nuevas, a peinados extraños, a sonrisas y muecas de aquellos que vienen y a algún que otro tatuaje semiescondido de aquellos que van. El camino ya se acaba, deduzco al reconocer el barrio y las siluetas de las casas frente a las que paso cada día, hasta que al fin todo gira y se detiene frente a la puerta, enfocando primero una mano, luego un manojo de llaves y finalmente un poco de la oscuridad que yace del otro lado, anunciando un silencioso the end.

No hay un mejor final que éste para un día de este enero que vive en blanco y negro: con las pruebas en la mano, sé que sólo queda salir a buscarte. Y mientras vuelvo a poner la película por enésima vez, me preparo para encontrarte en un nuevo escenario, sin reparar en que la noche ya ha ocupado todo el terreno. Allá afuera, esa selva sin color que te esconde entre sus pliegues continuará llamándome hasta que otra vez, cámara en mano, ojos atentos, salga a atrapar tu rostro una vez más.

La habitación queda en silencio para cuando logro dormirme, acunado por el reflejo de esos veintidós segundos que, incansablemente, siguen repitiéndose una y otra vez en la pantalla del televisor.

Jorge Alejandro Pittaluga
Jorge Alejandro Pittaluga
Nació en Mar del Plata en 1973. Es músico y profesor de música en el Colegio Illia, dependiente de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Se ha desempeñado como tecladista y bajista en distintos grupos de música popular. En 2016 publicó su primer libro de relatos, Temporada de huracanes.

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