El calor aleteaba en mis manos, que se pegaban a las cosas, como si las tuviera untadas con miel. Yo andaba esos días a los tumbos. Sí, el sol no dejaba lugar para algo de aire. La cabeza golpeada por latidos. Los nervios por el trabajo: mi primer trabajo como empleada en una tienda grande, del centro, cuarenta minutos de ida, cuarenta de vuelta, mañana y tarde. Los ecos de un quinto año que ya se había terminado. Y levantarse temprano, no poder tocar el mar porque ya se sabe que el horario de comercio en verano en una ciudad turística… El cansancio. Muchos cambios. Y había algo más. Hacía una semana que no sabía nada de él. Ni un llamado, ni una visita. Se había borrado del mapa. Por eso, creo, venía un vértigo y se alojaba en el pecho. Respiraba profundo en las zonas de sombra, pero mi tórax se desarmaba igual. Era un alma opaca y fragmentada en mil doscientas veinte piezas de un rompecabezas. Piezas afiebradas que caían lento por una barranca interminable. Prendía la radio y aparecía el Indio, me cantaba Esa estrella era mi lujo. Entonces lloraba. No entendía nada.
Revolvía los pensamientos más felices. Los que habían nacido a partir de saber que podía amarlo hasta torcerme, como una rama de un naranjo joven en un tifón. Los encontraba, los sacudía y de vuelta el vértigo. Sospechaba que esas imágenes empezaban a parecerse mucho a los recuerdos y me dolía. No había chance para la memoria: él y la memoria no tenían nada que ver. Todo ese revoltijo era imperecedero. Tiempo presente rabioso. Un ya. Un dale que esto recién empieza, porque está siendo, ahora mismo. Sin embargo, su mutismo me raspaba. No verlo era una picazón. Un sarpullido. Más me rascaba. Más me lastimaba.
Tan metida en mi marisma veraniega, no podía ver. Ciega. Arregladita en la sección de Blanco, con mi camisa celeste y mi bermuda, doblaba las toallas de mano. Buscaba toallones y manteles en el depósito. Asesoraba sobre los repasadores más absorbentes y volvía a ordenar las fundas de almohadones, cuya pila se desvanecía como mi entusiasmo. Siempre eran las sábanas de dos plazas, que estaban baratísimas, las que se derramaban sobre los exhibidores. No podía ver. Doblaba y pensaba. Tenía que llamarlo. No me animaba.
La última vez que nos habíamos visto nos prometimos un paseo, un helado, más caricias. Siempre olía a prolija remera blanca con perfume de enjuague para la ropa. Flaco, narigón, reía y se le ahuecaban los cachetes. Nunca tenía un mango. Ni para el colectivo. Andaba en bici para todos lados. A veces hablábamos del comunismo. De lo desigual del mundo. De sus padres distantes. De Dios.
Abollada por tanta luz de enero, no ayudaban los cuarenta minutos de ida y vuelta, a la mañana, al mediodía, a la tarde temprano, a la noche. Un círculo. Una calesita enajenada. Un colectivo siempre lleno. Cuarenta por cuatro, más calor, más dolor de piernas. Mi día comido por el trabajo, por la espera, por su ausencia. ¿Iba a ser siempre así? Quince días desde nuestro último encuentro. Y no pude más. Las cosas claras, nene. Imperfectas, pero claras. Agarré el inalámbrico blanco, me encerré en mi pieza y lo llamé. Rogué que me atendiera. Lo hizo. Tenemos que hablar, le dije. Quedamos en vernos al otro día, a la noche, después de salir de la tienda. Ya no había vértigo en el pecho, sino una especie de lluvia brava inaguantable en la garganta. Hachazos y alfileres en los ojos. Un ejército de leñadores trabajaba en mi cuerpo. Y un candado amuraba mis amígdalas. Recordé al Indio con su vozarrón de fuego y su presagio: “Nuestra estrella se agotó”.