Se sabe que María Marta, madre de Lucio, el primer retornante, pospuso el parto para que su primogénito fuera del mismo signo zodiacal que ella, Virgo, conocido por el metodismo y la manía detallista de los nacidos bajo su dominio. Pasados cuatro minutos de la medianoche del 23 de agosto, luego de tres horas de agonía y lucha contra la cruda admonición de los médicos, dio a luz a un niño sano, fuerte, con ojos de atormentado.
Quienes lo conocieron afirman que recién a partir de la apropiación del lenguaje comenzaría a manifestar los signos de su personalidad, aunque, según dicen, en los balbuceos guturales ya estaba presente el germen de la interrogación. Cierto es que una vez que empezó a hablar encerraba la mayoría de las oraciones entre signos de pregunta, provocando augurios de ciencia y filosofía entre los familiares. ¿Por qué vuelan los pájaros? ¿Y qué dicen los perros cuando ladran? ¿De dónde sale la lluvia? Paciente, amorosa, María Marta le respondía que a los pajaritos no les gustaba caminar o que la lluvia era el llanto del cielo, desconsolado por la eterna disputa entre la noche y el día.
Pero a medida que pasaban los años, Lucio llevaba sus preguntas hacia terrenos cada vez más escabrosos, como la guerra o la desigualdad. María Marta, que lo sabía muy pequeño para conocer ciertas caras de la vida, cambiaba de tema o se hacía la desentendida, lo que, sin embargo, producía un efecto catalizador en el niño, que empezó a embutir las incógnitas con relleno existencial. María Marta, naturalmente, pensó que se trataba de una etapa de la niñez. Por eso, bajo la recomendación de una amiga que, decía, había pasado por algo similar, lo sentaba en la cama a explicarle que ciertas preguntas no tenían respuesta.
Era esperable, entonces, que el niño buscara en otro lado lo que no obtenía de la madre. Por eso acometía a los compañeros, escribía pupitres, paredes y pizarrones e interrumpía a los maestros con sus interrogantes. Esto derivó, naturalmente, en una citación a María Marta, cuyo llanto en la oficina de la directora delataba una preocupación silenciosa. A la semana, como resultado de aquel encuentro, Lucio tuvo su primera sesión de terapia. Cada martes y jueves se sentaba en un sillón a liberar sus inquietudes, estimulado por los asentimientos del especialista sentado frente a él. Y aunque a veces solo obtenía un silencio medido e incómodo, solía regresar a casa con fundamentos que amordazaban muchas de las preguntas, como cuando el terapeuta le dijo que las personas son cuadernos vacíos que los años llenan de garabatos.
Pronto reinó otra atmósfera en la casa y no tardó en advertirse una mejora en su desempeño escolar. Comenzaron a aparecer notas de felicitación en el cuaderno de deberes y fueron cada vez más frecuentes las invitaciones de compañeritos para jugar a la pelota.
Ya para los catorce, edad en la que conoció a Albertina, Lucio era como cualquier otro joven. Según el terapeuta, no solo había aprendido a contener las preguntas en su fuero interno, sino a generar mecanismos para responderlas por sus propios medios. Sin embargo, le advirtió a María Marta que el progreso de su hijo tenía una contraparte, y es que la crudeza de ciertas respuestas lo habían hecho propenso al cinismo y la melancolía.
La mañana que la directora presentó a Albertina ante el salón, las preguntas simplemente se desvanecieron; al menos eso le diría a su madre y al terapeuta, cuando, semanas después, investido de una convicción que doblegó las insistencias de ambos, decidió ponerle fin a la terapia. En realidad, la fiebre interrogadora no se había desvanecido, más bien había entrado en un estado de hibernación que duraría poco más de tres años.
Ella era una jovencita avispada que lo llevó de paseo a los floridos escondrijos del amor adolescente. Si las preguntas habían cesado, era porque Albertina se convirtió de pronto en la respuesta a todos los por qué. En una de sus anotaciones de aquellos años — por consejo del terapeuta escribía asociaciones libres en un cuaderno—, Lucio describe cómo la percepción que ambos tenían del tiempo, en vez de individual y subjetiva, estaba de alguna manera sincronizada, “como latidos acompasados”.
Albertina murió cuando Lucio acababa de cumplir los diecisiete. Un accidente vial, de camino a la costa, que también se llevó la vida de su madre y, meses después, víctima de la depresión y la culpa, de su padre. María Marta, el terapeuta y dos de sus mejores amigos le dieron la noticia en el living de la casa. A los gritos, abrazado de su madre, preguntaba por qué, una y otra vez por qué, a nadie en particular, en todo caso a una fuerza mayor, al corazón del universo, a la existencia misma. Permaneció dos días en el hospital, sedado y en observación por un potencial colapso psicológico. Ni los fármacos, el retorno a terapia o las disimuladas visitas de sus amigos alteraban el ánimo de Lucio, que vivía recluido dentro de sí mismo.
El destino de Lucio comenzó a forjarse la tarde que su tío, el hermano mayor de su madre, se presentó en la casa y pidió hablar con él. Menos sorprendida que rencorosa, María Marta, que lo había visto por última vez cuando llevaba siete meses de embarazo, le negó la entrada. Pero Lucio, que escuchó el alboroto desde su habitación, le pidió por favor que los dejara solos. Sin preámbulos, inclinado hacia adelante en el sillón, su tío le dijo que había depositado una importante suma de dinero en una cuenta bancaria a su nombre, y le recomendó que saliera de viaje, solo, a cualquier destino mientras fuera lejano. Más tarde, María Marta volvería a contarle la vez que su hermano huyó de la casa familiar —la carta escueta junto al velador, la década con noticias en miga, el tormento de los padres—, pero con el agregado de que había sido producto de un desamor que lo arrojó al foso del desconsuelo.
Sin embargo, como en Lucio ya había germinado la idea que lo santificaría a los ojos del mundo, ni siquiera consideró la posibilidad de viajar. En todo caso, la inesperada dádiva vino a confirmar, de manera casi providencial, que esa idea podía concretarse. De modo que una tarde después de la escuela se dirigió al consultorio del cirujano Franco Rossetti, de quien había leído suficiente como para saber que consideraría la intervención. Luego de escuchar sus razones durante cincuenta minutos, acaso sabiendo que lo que sucedía en ese consultorio no solo no tenía precedentes, sino que poseía el espíritu de los acontecimientos que sacuden la historia, el doctor Rossetti le prometió estudiar los pormenores del caso.
En las pocas entrevistas que concedió, María Marta dijo haberlo notado extraño esa noche, durante la cena, cuando Lucio, convencido de que la operación sería posible, le transmitió su voluntad. Extraño porque, por primera vez desde la muerte de Albertina, había demostrado signos de animosidad, como quien sabe que se aproxima un día festivo. Si en la mesa había tenido sospechas, terminó de confirmarlas en el momento que, cruzados los cubiertos sobre el plato, la miró a los ojos, la tomó de las manos y le dijo que le dolía la existencia. Los gestos, la mirada imperturbable, el mismo tono de su voz, entre resoluto e implorante, eran la manera que el cuerpo traducía el sentimiento. Le dijo que le dolía la existencia en algún lugar indefinido, un dolor que, por incorpóreo, estaba en todo lo que comprendía su Ser. Le confesó que quería dejar el mundo, bajarse de él como de un tren, pero no quería morir. Por eso deseaba regresar al único lugar donde reinaba el sinsentido, donde estuvo a salvo y fue feliz por ignorancia: el útero. Lejos de escandalizarse, María Marta halló en las palabras de su hijo la solución a una incomodidad, también existencial, que comenzó pasada la medianoche de aquel lejano 23 de agosto. Por eso, sin decir una palabra, lo abrazó en consentimiento.
Cuatro meses después, el cirujano Rossetti los recibió en su consultorio médico, acompañado de su abogada. Luego de una breve introducción que ponderaba el caso como un verdadero hito de la medicina moderna, Rossetti les explicó el procedimiento, que consistía en una serie de pasos indispensables para garantizar el éxito de la intervención, comenzando por un exhaustivo chequeo médico a la progenitora, entrada ya en sus cincuenta, que incluía el implante de una bolsa amniótica artificial para estudiar la respuesta de su organismo. Lucio debía alcanzar un peso corporal imprescindible —entre cuarenta y cincuenta kilogramos—, para luego ser sometido a diferentes pruebas de exigencia física que medirían la actividad de sus sistemas cardiovascular y nervioso. La intervención quirúrgica, entre otras especificidades, implicaría la amputación parcial de ambas piernas —entre diez y quince centímetros encima de las rodillas— y la remoción de ciertas vértebras y costillas para una adecuada posición fetal. Finalmente, sería introducido en el útero mediante una cesárea invertida, el estadio más complejo de la operación por el riesgo de daños a los órganos de la madre y la delicada labor de acoplar el cordón umbilical. Luego de explicarles el procedimiento, el cirujano Rossetti y la abogada los dejaron a solas para que leyeran y firmaran un documento de cuarenta y seis hojas que certificaba la voluntad de las partes y excluía la responsabilidad del equipo médico y el sanatorio en caso de fatalidad.
Para el día de la operación, el caso había tomado repercusión mundial. El propio Rossetti, consciente de la oportunidad, concedió entrevistas a los principales medios de comunicación del país, de quienes se hizo eco la prensa internacional. Los esperaron en la puerta del hospital, los micrófonos abarrotados, batiéndose detrás de las vallas, mientras Lucio, cabizbajo, y María Marta, rodeándolo con el brazo, caminaban entre medio. Sobre ellos caía la sentencia moral de los programas de televisión, los pasillos y las mesas familiares; detractores que atacaban la iniciativa por aberrante, que la acusaban de contranatural, un descrédito a la vida, un pobre eufemismo de suicidio. Pero cuando, veintiún días después, María Marta abandonó el hospital con una preciosa panza de embarazada, la indignación pública no solo había atenuado su vehemencia, sino que, gracias a ciertos referentes e intelectuales del medio, había comenzado a revertirla. ¿No es la existencia, acaso, una fatalidad?, se preguntaban. ¿No predomina el dolor sobre la dicha? ¿No es el llanto más duradero que la sonrisa? Si existir no es una elección propia, sostenían, por lo menos puede serlo retornar al útero.
De esta manera, con el correr de los meses, Lucio pasó de ser considerado un bárbaro, un cobarde, un sacrílego, a convertirse en mártir. Pero lo que terminó de santificarlo fue la pronunciación de un grupo de jóvenes teólogos católicos que compararon el suceso con la venida de Jesucristo. Toda su teoría se basaba en el útero como metáfora del Reino de los Cielos. Una instancia entre la vida y la muerte; un lugar cálido donde no se padecen las debilidades de la carne, donde se vive a través de los sueños puros, donde se está a salvo de la depredadora existencia. Si el útero es el cielo y Lucio había regresado a él para dar un mensaje redentor, la comparación con el hijo de Dios era absolutamente legítima. Por eso se pegaba su foto en las paredes, junto al cuadro del propio Jesús; por eso se le reservaba un rezo en los reclinatorios de las iglesias; por eso se prendían velas a su nombre y los fieles se arremolinaban fuera de su casa para poder tocar, siquiera ver, la panza.
Por eso, también, lo imitaban. Al año de la intervención, había un centenar de retornos registrados solo en nuestro país, la mitad de ellos realizados en el quirófano del cirujano Rossetti. Hombres y mujeres que vendieron automóviles, departamentos y joyas familiares para regresar al útero. Sin embargo, el aumento exponencial de retornantes se produciría a partir del segundo año, cuando una universidad japonesa modificó el procedimiento quirúrgico, disminuyendo significativamente los costos de la operación.
A partir de entonces, el mundo padeció la fiebre del retorno. Se vaciaban las aulas. Se aligeraba el tránsito en las ciudades. Se producían huecos en los estadios. Se desocupaban edificios enteros. Y no faltaron hermanos que llevaron la posición de privilegio a instancias legales—el caso de mayor repercusión fue el de un mellizo que asesinó a su competencia para asegurarse el lugar. De modo que se normalizó ver a mujeres de sesenta, setenta u ochenta años con panzas de embarazadas. Mujeres que acogen en sus úteros a los maridos, a las propias madres. Mujeres, como María Marta, que llevan en sus hombros el destino de la humanidad, la carga de una existencia que muchos, la mayoría, ya no pudo soportar.
Ivo Marinich