Era un muñeco de goma que había traído a casa un amigo soltero de mis padres para Navidad. El hombre, que ignoraba las reglas básicas de la política infantil, lo trajo sin aclarar para quién era. Entonces yo supuse que sería para mí y mi hermana pensó, al mismo tiempo, que sería para ella.
Era un muñeco de goma, con esa piel macilenta de casi todos los muñecos, ojos de vidrio celeste postal, manos abiertas, labios colorados y una ropa que no se pondría nadie. Pero como era muñeco y no persona, su ropa era perfecta. Tenía la ropa típica de un muñeco. Un muñeco grandote y, según mi madre, de mala calidad.
El hombre lo dejó a los pies brillantes del árbol sin raíces. La cabeza redonda asomaba por la hendedura del paquete. Como no venía en caja, debió ser muy difícil envolverlo. El invitado lo dejó entre los regalos y compartió con nosotros la comida, el tedio y los consabidos comentarios de mis abuelos y mis tíos. Parecía que estábamos en una lancha, por el ruido que hacía el ventilador.
No me sirvan tanto; un poco de champán para mojarme los labios; esta torta parece una esponja; las chicas tendrían que ir a Misa de Gallo; mis regalos son modestos, no quise desentonar. Comentarios habituales en la mayoría de las familias, indistintamente benévolos o maliciosos, ponderaciones crueles, dardos lingüísticos. Por suerte, el hombre celebraba cada frase porque para él, que no tenía familia, eran originales y nosotros descubrimos, halagados, que alguien podía sorprenderse con ellas. Así que, no sé si en su favor, nos esmeramos cada uno en su turno, en su papel, con su infaltable manía navideña.
Cerca de las doce, mi tía recomendó, como siempre, que apenas acercáramos los vasos al brindar. Mi padre aprovechó y le dijo a su primo militar que esa noche no hacía falta que tirara su copa contra la chimenea. Comentamos que la ensalada rusa era argentina y criticamos la torta seca de la panadería. También le dimos pie a una tía que trabajaba en una agencia de turismo para que contara sus anécdotas internacionales de escritorio y el pase de letra fluyó como ensayado, tranquilo y natural.
Desde la tele la voz de un coro de niños invisibles cantaba Noche de paz. Pero después del brindis de rigor, se desató la guerra. El invitado se fue de casa con una bolsa repleta de regalos: tres frascos de colonia Old Spice, un estuche con jabones de lavanda de James Smart, dos pañuelos bordados con bonitas iniciales que no coincidían del todo con las suyas. Un poco abrumado por nuestra generosidad, se despidió mientras nos agradecía la invitación, sin darse cuenta del conflicto que había provocado.
A la derecha, mi hermana se aferraba al muñeco. Del otro lado yo, imbatible, resistía. Crujían las articulaciones de alambre del cuello. Los brazos, encastrados a presión, se estiraban de manera formidable. Mi madre asegura que el sonido era exasperante. Uno de mis tíos tomaba las apuestas. Ni los otros regalos ni todas las sugerencias y amenazas lograban disuadirnos. El muñeco de goma seguía en el medio; yo, firme en mi puesto; mi hermana, inamovible, en el de ella.
No cantamos villancicos porque mi abuela, antes de abrir el misal, tuvo la mala idea de abrir sus labios arrugados.
–Miren cómo se estira. No parece un muñeco, parece un monstruo.
Y empezaron a discutir. Es gracioso, es un monstruo, es pintoresco, debe tener su encanto, me hace acordar a Mickey Rooney, de dónde lo habrá sacado ese hombre que invitaron. En medio de la confusión, alguno se animó a ir más lejos.
–Maldita la hora en que lo invitaron.
Todos miraron a mi madre que levantaba, sin ayuda, los platos de la mesa.
–Me dio lástima porque está solo y no tiene familia —se limitó a decir, pero nadie la escuchaba y nosotras seguíamos compenetradas en el forcejeo.
Entonces mi padre tuvo una idea salomónica. Nos dijo:
–Muy bien, vamos a partirlo al medio.
Le guiñó el ojo a mi abuela y por una vez en esa noche se hizo un silencio unívoco y expectante. Pero de Salomón a entonces las cosas habían cambiado. Mi hermana y yo, al fin de acuerdo en algo, coincidimos.
–Por supuesto, hay que dividirlo.
Ante la indignación de mi padre y la contrariedad de mi tío, que devolvía las apuestas, nos dispusimos a la justa operación.
Mi madre se abalanzó sobre el muñeco para salvarlo. En la carrera sacrificó un plato lleno de almendras, que se volcaron en la alfombra. Así y todo, era tarde. Estaba decidido y cortamos por lo sano.
Era incómodo dormir con él. El muñeco de goma era hueco. Por evitar desagradables impresiones, lo acosté de perfil. Mejor dicho, como era puro perfil, me tiré al lado de su perfil repleto y le esquivé la delantera para salvarme del impacto y la decepción. Esa noche soñé que era un buzo y me cruzaba en la profundidad celeste con uno de esos peces tropicales finos de cara, planos y enormes de costado.
Como era de esperar, una vez iniciada la bisección de goma, las cosas no quedaron ahí. A la mañana, mi hermana me provocó. Tomábamos el desayuno cuando me dijo, blandiendo con la mano derecha su mano derecha de muñeco:
–Mi parte es mejor que la tuya.
Yo no me quedé atrás.
–No creo –dije–. No hay parte mejor porque las dos sin iguales.
Y ella:
–Entonces, ¿por qué preferiste quedarte con ésa?
En ese momento mi madre se levantó de la mesa y llamó al hombre por teléfono, lo puso al tanto de las derivaciones nefastas del regalo y le preguntó dónde lo había comprado porque quería conseguir dos réplicas exactas para acabar con el problema. El hombre habló de un puesto de vendedores de la calle Pasteur y se ofreció a acompañarla para ubicarlo. Quedaron en encontrarse en un bar, frente a la parada del colectivo.
La búsqueda fue inútil. Los vendedores habían migrado y no pudieron ubicarlos. En los negocios, los muñecos se habían agotado por las compras navideñas. El muñeco vulgar ahora era irrepetible, se había convertido en pieza única. Mamá y el hombre entraban en un negocio, daban sus señas personales, los vendedores asentían pero les ofrecían muñecos que no tenían nada que ver. El empeño de mi madre y la buena voluntad del invitado eran admirables. No se dieron por vencidos y lo intentaron al otro día. Ella volvía cansada y muerta de calor, dueña de un silencio concentrado.
Un día mi hermana declaró que le faltaba su ojo de muñeco. En vez de defenderme, le respondí con un silencio tan irónico como incriminatorio. Habíamos pasado a la etapa del talión. El muñeco no tenía dientes pero mi hermana secuestró mi brazo de muñeco, así que el de ella quedó tuerto y el mío quedó manco —si puede ser tuerto un cíclope y manco alguien que tenía un solo brazo. Mi madre y el señor siguieron buscando pero descubrían, asombrados, que el muñeco típico era también irrepetible.
El que le puso fin al asunto fue mi tío apostador. El día de Reyes vino a casa con un paquete llamativo. Antes de sentarse a la mesa para comer la ineludible rosca, empuñó el trofeo y dijo:
-Lo encontré. Lástima que quedaba uno solo.
Entonces, rodeando la rosca circular, empezó la otra asamblea. ¿A quién le pertenecía este nuevo espécimen de muñeco? Yo defendía mis derechos y mi hermana reclamaba los suyos, mientras mi tío aprovechaba para comerse lo mejor de la rosca y tomábamos el té.
El nuevo ejemplar fue intervenido por las tijeras precisas de mi tía.
–Nos encontramos ante el mismo problema— reflexionó mi padre—. Lo más lógico es, entonces, repetir la solución.
Después mi madre unió la mitad derecha del muñeco nuevo con la parte izquierda del muñeco que era mía, y la parte izquierda del muñeco nuevo con el medio muñeco de mi hermana. La sutura –prolija, la verdad– distorsionaba un poco la fisonomía original pero estaba rematada con tanto esmero, con tanta voluntad, con tanto hilo y pegamento que al fin tuvimos cada una su muñeco entero, atravesado por esa cicatriz que denotaba y subsanaba al mismo tiempo el entredicho.
La Navidad siguiente, el hombre llegó a casa con puntualidad y con un ramo de flores para mi madre. Aleccionado por la experiencia, trajo dos paquetes iguales, que nosotras miramos con desgano. Saludó a los parientes y a los muñecos duplicados antes de sentarse a la mesa para compartir con nosotros la comida, el tedio y los comentarios. Estaba de muy buen humor. Hasta aceptó, conmovido, la tarea de trinchar el pavo. Yo me senté a la izquierda y mi hermana se sentó a la derecha. Habíamos coronado el árbol con una estrella fluorescente que se prendía y se apagaba y se prendía con un ritmo regular, como un semáforo.