—Vamos al comedor a tomar un café.
Su marido tenía la expresión que ella, malignamente, había previsto.
—Tengo sueño —respondió el hombre. Acomodó los kilos de más en el asiento—. En todo caso, andá vos.
—En todo caso. Siempre lo mismo. —La voz de la mujer apenas pudo disimular la cólera repentina. Se puso de pie, sacudió la melena pelirroja y alisó mecánicamente la falda del vestido verde oscuro, con un cuello grande, un tanto extravagante.»Al fin y al cabo», pensó, «es mejor.» Tenía la revista y los cigarrillos.
Tres vagones más adelante, cruzaba la puerta del coche-comedor. Estaba casi desierto. Un mozo parecía conversar con nadie en el fondo, al lado del bufete. A la izquierda, una pareja cuchicheaba con las manos enlazadas. Eligió una mesa del costado derecho y se sentó junto a la ventanilla. El mozo caminó hacia ella despacio, hurgándose la boca con un escarbadientes. Pidió un café doble y sacó la revista de la cartera. Miró el reloj: la una de la madrugada. En ese momento, la pareja se levantó. Pasaron a su lado y desaparecieron. Como surgido de la nada, sentado en diagonal a ella, un hombre ocupaba la mesa posterior a la de la pareja que acababa de irse. La sorpresa la dejó envarada en la silla. Por unos segundos se quedó mirándolo. Agachado sobre el vaso y la botella de Quilmes parecía hundido en oscuras cavilaciones; la imaginación de la mujer borroneó velozmente la imagen de un convicto en una película en blanco y negro. «Demasiado bien vestido», reflexionó. El mozo capturó otra vez su atención: volvía por el pasillo, la bandeja exageradamente en alto; descolgó la servilleta del hombro y, como si azuzara a un caballo, golpeó a un lado y a otro las seis mesas que iban de la que ocupaba el hombre a la ocupada por ella. Los golpes secos, inesperados, restallaron en el aire mustio del comedor. Displicente, el mozo parecía ejecutar un ejercicio de equilibrio y malevolencia destinado a sus dos pasajeros. El hombre ni parpadeó. Permaneció inmóvil, reconcentrado en el vaso o en algún punto sobre la mesa. La mujer evitó cualquier gesto que el mozo pudiera interpretar como una respuesta a su demostración. Sacó la billetera y pagó en el momento.
Echó azúcar en la taza y revolvió el café. «Por bueno», pensó, mientras se llevaba la cucharita a la boca: «Me casé con él por bueno». Bebió despacio dejando que el café le calentara la boca y miró de reojo la otra mesa: alto, pelo negro, flaco. Se entretuvo imaginando un flirteo sin importancia. Con gesto mecánico acomodó el pelo rojo y ondulado mientras pensaba qué pediría en el caso de que él la invitara. La cerveza le daba sueño y el whisky la alegraba demasiado. En esos casos, su marido solía decir que parecía una cualquiera. De todos modos y viéndolo bien, el hombre no le gustaba. Hacía un movimiento extraño con la boca, un violento tic nervioso. «Parece clavado a la silla», pensó la mujer, sintiendo que la alcanzaba otra vez la ola aceitosa del aburrimiento. Contuvo un bostezo. Algunos chispazos por mínimos que fueran, como lo del mozo un momento atrás, la hacían esperar algo que se saliera, por fin, del carril. Era un reclamo, una sorda ansiedad. La mujer no hubiera podido precisar qué esperaba, sólo sentía que la realidad se arrastraba opaca a su alrededor. Abrió la revista y pasó unas páginas humedeciéndose el dedo índice con la lengua. Con brusquedad la cerró. Decidió mirar por la ventanilla. Matorrales oscuros traspasaban su propia cara y se abalanzaban sobre el tren, súbitamente vivos a la luz del vagón-comedor. La noche no tenía luna y lejos, en el horizonte negro, descubrió un resplandor. Pegó la cara al vidrio: fuego. Fuego que se acercaba por el campo a toda velocidad. Una larga curva de fuego ondulaba perpendicular a la vía, recostando las llamas altas en la dirección del viento. La fantástica serpiente llegaba ahora a su altura lanzando chispas en todas direcciones. Su cara se mezcló con las llamas y sus manos sobre la mesa se volvieron rojas. Por un segundo vertiginoso presintió mundos extraños y amenazantes, pero el fuego ya había desaparecido. En el vidrio apagado, una cara sin rasgos se inclinaba sobre ella. Se dio vuelta.
—Dame fuego.
Sintió una alarma instintiva y le alcanzó el encendedor con la punta de los dedos. Desde el fondo, el mozo los miró. En realidad, no había imaginado que el hombre pudiera levantarse de su silla y caminar. Los ojos fijos, opacos, dominaban una cara alargada y cadavérica donde la boca húmeda era lo único que tenía color. Encendió el cigarrillo y empujó el encendedor que se deslizó hasta chocar con la taza de café; con el mismo impulso se sentó frente a ella como si pretendiera quedarse allí toda la noche. Cruzó las manos sobre la mesa; eran unas manos inesperadamente finas y hermosas. Giró la cara hacia la ventanilla, pero no miraba nada. Lo único expresivo en la cara del hombre era el tic: el labio superior bajaba acuciado por una picazón de la nariz y allí producía un resuello corto, feroz. Un segundo después la cara volvía a la impasibilidad. Ella asimiló todo esto de golpe.
—Escuche…—empezó a decir pero el hombre la interrumpió con el ademán de espantar una mosca.
—Traigo la Quilmes y te escucho —habló en voz baja, sin sacarse el cigarrillo de los labios.
No la miró ni se movió. Los ojos fijos como los de un muñeco mecánico, estaban clavados en los pechos de la mujer. Ella se tiró para atrás.
—Vuelva a su mesa —dijo—. Quiero estar sola. No me interesa hablar con usted.
Su instinto de coqueteo de hacía un momento fue sofocado por un florecimiento de pánico y las palabras le salieron roncas desde el fondo de la garganta. El hombre la miraba ahora a la cara. Mostró los dientes, largos y amarillos, en una especie de sonrisa. No parpadeaba.
—Vamos —dijo y se inclinó un poco hacia adelante—. Ya sabemos cómo son, pobres animalitos. Andan buscando siempre un poco de fiesta, algo de alegría. —La mueca se amplió como si fuera a reírse pero no lo hizo—. Te dejo ser por un rato lo que de verdad sos. No es un juego, es una oportunidad.
—Váyase de mi mesa o llamo al mozo —la voz de ella sonó tensa, todavía con cierta autoridad. Él se había quedado otra vez inmóvil, con la mirada fija en el pocillo de café.
—Nadie quiere ser lo que en realidad es. Por eso el tedio. Vos te aburrís —dijo—. Podemos hacer un viaje entretenido. —Consideró un momento el borde de la ventanilla. El tic volvió a desfigurarle la cara. —Los hombres quieren ser violadores, las mujeres quieren ser violadas. Alguna vez, quiero decir.
La mujer echó hacia atrás la melena pelirroja. Se había puesto pálida. Esto pareció complacerlo porque mostró otra vez los dientes.
—Nos juntó la casualidad y ya se sabe que la casualidad es una forma de la necesidad —extendió una mano y tocó apenas el borde del cuello del vestido—. El viaje es largo, podemos entretenernos.
—Váyase —repitió ella con voz débil.
—Todo se sabe —dijo el hombre—, pero ellas… —con el índice se cruzó la boca-…silencio. Sí señor, silencio. No quieren mostrar cómo son.
De repente se levantó como si se tratara de cambiar de lugar o como si hubiera estado hablando solo. Caminó erguido hasta su mesa y, sin vacilar, se sentó. Al cabo de un minuto o dos, la mujer pudo aflojarse y respirar otra vez con normalidad. Volvió a percibir el traqueteo del tren, como si el momento que el hombre había pasado en su mesa hubiera estado bajo una campana de vidrio. Su cabeza giraba alocadamente buscando insultos. Se daba cuenta de que la estaba mirando. Las luces del vagón se le volvieron crudas, como de quirófano. La mujer asoció quirófano con cuchillo. «Los tipos así son capaces de llevar una navaja», pensó. Abrió la revista, pero las fotos le bailaron delante de los ojos. Por hacer algo, prendió un cigarrillo. Asoció cuchillo con loco. Decidió levantarse e irse; pero muy despacio, para no demostrarle que la había asustado. Miró el reloj. La una y cuarenta. Recordó que a la una apagaban las luces del tren y que le quedaban tres vagones hasta su asiento. Enroscaba y desenroscaba del índice la cinta de celofán del atado de cigarrillos. Estaba rígida; como si esa mirada tuviera el poder de galvanizarla. Guardó la revista y los cigarrillos en la cartera con deliberada lentitud que se convirtió en torpeza. Antes de levantarse lo iba a mirar con asco, de arriba a abajo; ella lo iba a mirar. Con enorme esfuerzo, colgó la correa del hombro y levantó la cara. El hombre la miraba con la mueca horrible que le descubría los dientes. Se puso de pie y caminó hasta la salida del vagón; de un tirón abrió la puerta, pasó al otro lado y cerró.
El estruendo de la marcha del tren la ensordeció y quedó un momento aturdida en medio del viento que le voló el pelo y la envolvió en el olor acre del campo nocturno. El tren corría en la noche con desaforado alborozo.
Cruzó el enganche de los vagones y abrió la puerta del siguiente. En el fondo del túnel, la luz de la otra puerta. Atravesó el vagón tanteando a ciegas los respaldos de los asientos. Distinguía apenas formas oscuras de cuerpos que dormían. La puerta del segundo vagón estaba atascada. Con una explosión de ansiedad, la mujer forcejeó hasta quebrarse las uñas. Al fin, la puerta cedió, pero no terminaba nunca de empujarla. Enfrentó el segundo vagón azuzada por un escozor en la espalda que la hacía adelantar el cuerpo como un nadador buscando aire. Hacia la mitad del coche una luz individual perforaba la oscuridad. El alivio casi la hace gritar. «Alguien despierto por fin en este tren», pensó la mujer. Miró hacia atrás. La cara y la mano del hombre se adherían al vidrio redondo de la puerta en un gesto de ahogado aferrado al ojo de buey. Corrió. El asiento iluminado estaba vacío. Un hormigueo de calambre le subió por las piernas. Reaccionó y avanzó aferrándose a los respaldos de los asientos. Se estiró sobre la anteúltima puerta y la cruzó como si fuera un puente; al llegar a la de su vagón, el hombre la había alcanzado y estaba detrás ella.
La mano la sujetó por la mata de pelo tirándola brutalmente hacia atrás. La cartera voló por el aire. La mujer gritó, pero como en las pesadillas, su grito quedó sepultado bajo el fragor indiferente del tren. Con un violento empellón el hombre la empujó dentro del baño. Permanecieron jadeantes bajo la cruda luz cenital, las palmas de ella presionando el cuerpo del hombre que la inmovilizaba. Durante unos segundos, frente a frente, sus cuerpos siguieron por inercia el vaivén de las ruedas en las vías. El hombre le aferró una muñeca y, despacio, le fue bajando la mano. La garganta de la mujer produjo un ruido ahogado, trunco. Tenía los ojos muy abiertos fijos en los ojos del hombre. Intentó zafarse, luchar, pero él se lo impidió. El hombre mostró los dientes.
—Te dije que no era un juego —susurró—. Era una oportunidad. Con el índice le rozó lentamente la boca de un lado al otro. —Silencio—, dijo. La otra mano del hombre rodeaba con firmeza el cuello de la mujer. —La señora acaba de perder su oportunidad, por farsante. —Enarcó exageradamente las cejas como si se le hubiera ocurrido algo muy gracioso. —Sí —dijo— por farsante y embustera. Presionó más el cuello. La cara se le arrugó en un gesto parecido a la risa.
De repente, como si la escena hubiera perdido total interés, bajó los brazos, dio media vuelta y desapareció en la oscuridad. Con mano insegura, la mujer recogió las cosas de la cartera; casi sin verse, se acomodó la ropa y el pelo en el espejo sucio de los lavabos.
El vagón olía a lana mojada y al aliento concentrado de personas durmiendo. Contó siete respaldos y se sentó. Temblaba, la mano derecha agarrotada sobre la cartera. Su marido se movió en el asiento. Pasaron unos segundos interminables en los que la mujer fue calmando la respiración.
—¿Qué hora es? —murmuró su marido mientras estiraba la mano hacia la luz individual. Ella extendió la suya para impedírselo.
—Tardaste —dijo él en la oscuridad, un poco más despierto. La mujer se recostó en el asiento abandonándose al traqueteo del tren. En ese momento él encendió la luz. Se incorporó y la miró:
—¿Pasa algo?
La mujer estaba pálida y tenía los ojos agrandados. Tardó un momento en contestar.
—Nada— dijo. El tono volvía a tener algo de apático—. Qué va a pasar. Voy a dormir un poco.
Sylvia Iparraguirre