No viste Taxi Driver, dijo Miles.
No, no la vi, dijo Olivia.
Hablaban en el balcón de un cuarto piso en la ciudad de Terrazas, una tarde cargada de verano. Ella estaba acostada y el chorro intermitente de la manguera se colaba por debajo de la piel de su espalda, enfriando apenas la suave rugosidad de las baldosas. Él la miraba, sentado en una silla tipo director de cine, de lona cruda y caño blanco. A veces, hacía rodar sus ojos por una desordenada geografía de azoteas plateadas de membranas, juntas de alquitrán, macetas con malvones secos, ropa tendida, una pelota desinflada, antenas de televisión. La noche anterior habían visto desde la cama la entrega de los premios Oscar, se habían quedado dormidos con el televisor y los despertó un grito sobresaltado. Era Norma Aleandro, protagonista de La historia oficial, que se emocionaba: And the winner is… The Official Story! Más tarde, la frase iba a ser reemplazada por: And the Oscar goes for… Pero eso, ellos, aún, no podían saberlo.
Otro anochecer cualquiera, Miles le había enseñado a hacer esquina. Y se volvió una costumbre. Los dos parados en la vereda, él prendía un cigarrillo, otro para ella, se quedaban ahí un buen rato sin decir nada. A veces, tomaban una cerveza. De litro, del pico. Pero eso fue antes de haberse instalado en Aguas vivas.
Después, Olivia vio Taxi Driver diez veces. La escena en que De Niro le pregunta al espejo: Are you talking to me? Y lo repite con variaciones, o como un eco, que termina sonando casi como una sola palabra en japonés: ¿Tokinamí?
Diez veces, o más. Porque eran los 80. Y qué se podía hacer sino ver películas.
Lo habían encontrado en un mapa y les había gustado el nombre: Aguas vivas. Era un paraje costero al sur de la Provincia, justo en el centro de la bahía, antes de la pata y después de esa panza característica. Un paraje, todavía en los 80, bastante agreste y desconocido, solo con 600 habitantes, familiar, digamos, lindante al norte con el más exclusivo balneario de Lúcuma, y al sur, con la popular ciudad costera de Las Brótolas.
Les gustó saber que la temperatura era cinco grados más alta que en el resto de las localidades costeras de la zona. Miles recordó que un primo lejano (o un amigo del barrio de esos que siempre son primos) le había hablado de los médanos de Aguas vivas y del viejo hotel abandonado, a medio construir, tapado por la arena que lo había invadido todo a través de las aberturas sin cerrar, y del que se contaban historias de fantasmas, de borrachos que dejaban tetra brick de Termidor en los rincones y de amores clandestinos. Ese misterio, esa sordidez, esas cosas les gustaban a los dos.
Aguas vivas no se llamaba así en realidad. El nombre oficial era Dunas de Fuentealdaba, pero los habitantes se lo habían cambiado porque era notable la cantidad de medusas en el mar. Todo el mundo sabe, de más está decirlo, que aguaviva y medusa son sinónimos. Hay lugares en los que se las llama aguamalas o lágrimas de mar. Poético. Y la ciencia les dice cnidarios urticantes. Pero eso, al margen. A los lugareños, Dunas de Fuentealdaba les
resultaba demasiado español, demasiado antiguo, rimbombante, como de la conquista. Y tenían razón.
El pueblo había sido fundado por un supuesto noble español, el marqués de Fuentealdaba, en tiempos de Solís. Su embarcación había naufragado cerca de aquellas costas inhóspitas y el marqués decidió asentarse en ese Edén prolífico en extraños peces. Alguien, seguramente un mentiroso oportunista de la época, había ideado unos canastos de hierro que les permitirían llevar los peces vivos hasta España y comercializarlos a precio de oro. Se los había vendido a la monarquía española antes de fabricarlos. Es decir, vendió, a través del marqués, la idea, no los canastos. Los reyes de España, calculando el futuro del negocio, ofrecieron un generoso adelanto. Pero una invasión de medusas gigantes, de dos metros de diámetro, había terminado con todos los peces de la costa, infestando el mar de Dunas de Fuentealdaba. Rota toda esperanza de hacerse la América y volver millonario a su tierra natal, sin argumentos que justificaran el gasto que había generado a las arcas de la corona, el marqués se suicidó. Pero el pueblo ya existía y siguió con un crecimiento lento y desparejo a lo largo de los siglos, de espaldas al mar.
La primera gran migración está vinculada a la anécdota más famosa del lugar, que le valió una referencia en el principal periódico de Terrazas. Un delegado municipal de apellido Orellana, ya en la década del 60 del siglo XX, decidió colocar redes cerca de la orilla para detener la invasión de aguavivas. Lo hizo con pompa, corte de cinta y foto, y gran difusión. El primer día fue un éxito: después de casi cinco siglos de prohibiciones, todo el mundo se bañó en el mar, y salió sin picaduras. Pero a la mañana siguiente, algunos bañistas crédulos tuvieron que salir corriendo por la invasión descontrolada de cnidarios. ¿Qué había pasado? Según una versión, las aguavivas se auto regeneraron: como las lagartijas a las que vuelve a crecerles la cola cuando se les corta, pudieron reconstruirse a partir de un mínimo fragmento de su tejido vital, una forma de reproducción asexual. Trasponían fragmentadas las redes y
restituían sus tentáculos del lado de la orilla. Es decir (y casi parece una cita nietzscheana): en vez de morir atrapadas en las redes, retornaban fortalecidas y hambrientas. En cambio, almejas, caracoles y mejillones de frágiles conchas terminaron destrozados por las olas furiosas que los empujaban con fuerza contra las sogas. Otra de las versiones, más ligada al sentido común, sostenía que los pescadores a quienes se les encargó la confección de las redes no apretaron lo suficiente el tejido, de modo que las aguavivas más pequeñas lograban pasar sanas y salvas, tal como Dios, o mamá medusa, las había traído al mundo. Como sea, ése fue el final de la gestión de Orellana como delegado municipal. No llegó a suicidarse pero abandonó Aguas vivas, como suele decirse, con una mano atrás y otra adelante, humillado y escapando de una multitud de pueblerinos con imperiosos deseos de lincharlo. Muchos lo siguieron en su exilio, ya que el funcionario, como suele suceder, había hecho crecer de manera pavorosa el empleo público, y su sucesor llegó con el mandato de limpiar de corruptos el pueblo, y como efecto secundario, en adelante los delegados municipales guardaron un perfil notablemente bajo.
Dicen que desde entonces nadie más se bañó en las aguas de ese lugar. Se contaban historias de medusas que alcanzaban proporciones gigantescas. Vengativas, salían del agua y atacaban, sobre todo a la hora de la siesta. Si Aguas vivas fuera una ciudad, el relato hubiera escalado a la categoría de leyenda urbana. Pero era un simple paraje costero, bastante olvidado de la mano de Dios.
Olivia y Miles no sabían nada de todo eso cuando eligieron Aguas vivas, aunque de haberlo sabido hubieran reconfirmado su decisión. Tampoco sabían que en unos años las mismas, amenazantes y terroríficas medusas, que se alimentan de peces pequeños, pasarían a engrosar la larga lista de especies marinas y de las otras en peligro de extinción, justa y paradójicamente, por haber acabado con casi toda la fauna marina de la zona. Por más auto
regenerativas que fueran, de algo tenían que alimentarse, el drama del vampiro. Para entonces, la ecología apenas se consideraba una pseudo ciencia del futuro: eran los 80.
Viajaron en un micro que tardó más de cinco horas en llegar, un lechero que paraba en todas las playas y además, en los 80, todavía las rutas no eran autopistas.
Ni bien llegaron al antiguo parador en desuso que oficiaría de vivienda dejaron bolsos y valijas en la casilla y corrieron por la arena caliente hasta un médano apartado y se recostaron de cara a la bajamar: las olas lamían la arena y dejaban líneas gruesas de espuma marrón por el yodo. Prendieron un porro.
Olivia lamentó que el sol no se pusiera en el horizonte, y Miles le dijo que se fijara en el cielo fundido a violeta, antes de prometerle que una de esas noches iban a quedarse despiertos hasta el amanecer, para observar desde ese preciso lugar al astro rey -esas palabras usó Miles cuando surgía, empapándolo, dijo, todo de fuegos.
Cuando la luna ya se abría como un paréntesis inclinado vieron, cerca de la orilla, a un viejo con un palo que usaba de bastón, a paso lento, murmurando algo. Decía: Se encuentra lo que no se busca.
Miles le había enseñado el 69. Olivia venía siendo, para él, una chica cero calle, a la que hay que presentarle el asfalto. Una chica de vuelta de nada. Su opuesto. Lo pusieron en práctica esa noche, cuando los violetas se habían apagado en el horizonte y el paréntesis de la luna estaba más alto, más brilloso, más blanco. Olivia extendió un pañuelo con manchas en batik debajo de su espalda. Me gustás horizontal, le había dicho Miles. Luego, abría las orillas de Olivia y encontraba otros sabores, otros frutos de mar, más ricos, decía, por comparar. Olivia,
de cara a la costa, terminaba tragando esa mega ola de Miles, su espuma salada, para seguir con las metáforas marinas. Ineludibles.
Miraban el cielo imposible de estrellas. Un fenómeno de superpoblación estelar nunca imaginado desde el pasado inmediato de la pareja en Terrazas. Miles dijo: hay que concentrarse para ver detrás de las estrellas. Olivia dijo: ¿detrás? No hay nada detrás, solo negro. Miles dijo: por eso, detrás. Después de las estrellas está el infinito. Tengo hambre, dijo Olivia.
Se levantaron con pereza, se sacudieron la arena, caminaron hasta el pueblo para ver qué encontraban de comer. Y dónde lo encontraban.
Mi reino por una cerveza, dijo Miles mientras dejaban atrás los lengüetazos del agua sobre la arena.