“Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros”.
Juan Rulfo, “El llano en llamas”
Lo primero que sintió fue el zafarse de la cuerda, luego la subida de adrenalina y por último, el golpe. Tendido boca arriba, con las articulaciones de las piernas destrozadas, un golpe en la cabeza y un dolor en la columna que lo castigaba como un hierro candente. Oyó los gritos de su compañero, desde arriba de la saliente rocosa. Intentó abrir los ojos para evaluar sus circunstancias, pero lo único que logró fue cegarse con el sol del mediodía. Emitió un sonido animal, que por más inteligible que fuera le recordaba que aún seguía vivo, dominando sus facultades. Una vez superada la conmoción inicial entendió que estaba en problemas. No podría levantarse ni movilizarse por sus propios medios, probablemente tendría rotas las piernas y la columna. Por suerte no estaba solo. Didier, su compañero de escalada, podría volver para pedir ayuda, creía haber visto un puesto no muy lejos.
Intentó serenarse y respirar, la suerte estaba echada y nada podía hacer para volver el tiempo atrás. Era inútil culparse por no verificar las condiciones de la cuerda antes de iniciar el rapel. Exceso de confianza, error por distracción, no tenía sentido ahora analizar los sucesos. Volvió a gritar, por dolor, rabia e impotencia, en iguales proporciones.
El sol andino calentaba impasible. El hombre, bañado en sudor, tragó saliva, junto con sangre y tierra. Su compañero llevaba ya un tiempo recorriendo el páramo, buscando asistencia. En breve llegaría, eso lo animaba. Confiaba en su amigo y en su español chapuceado, sin dudas mejor que el suyo. Intentó, en vano, regular su respiración mientras las manos y los pies se le adormecían y sus pulsaciones se volvían cada vez más débiles. El calor y la altura le saturaban las sienes. Su dolor era tan intenso que había dejado de sentirlo.
El viento comenzó a soplar con fuerza, formando enormes nubes de tierra y pedregullo. Intentaba no aspirar el aire viciado, pero era imposible. Ni siquiera podía cubrirse la cara. Sintió la necesidad de toser, y lo hizo. Una sacudida de dolor agudo invadió su espalda, avanzando como un relámpago a través de su columna vertebral. Y una vez más sintió en su lengua el gusto dulzón de la sangre. Sólo se oía el viento, jugando revoltoso entre los cerros y dibujando espirales entre las rocas y las grietas. Le recordaba que estaba solo, a merced de la montaña. Notó que en ese mismo sitio había estado esa mañana, tal vez recostado en una posición parecida, riendo con Didier y descansando. Abrió los ojos, pestañeó para quitarse la tierra y pudo ver en el aire a un cóndor volando en círculos, libre y sereno.
Creyó oír, a su derecha, un tímido eco de voces. Ansioso, intentó girar la cabeza. El dolor se lo impidió y lo obligó a desistir. Efectivamente, las voces se acercaban. Casi podía distinguir el acento gangoso de Didier, hablando en castellano. La otra voz sonaba gruesa y pausada. Su amigo gritó su nombre, llamándolo. Hubiese querido levantarse, saludarlo, responderle, agradecerle que haya vuelto a tiempo, pero solo fue capaz de exhalar un grito ahogado, que se perdió con el viento.
Un jadeo constante y cercano lo obligó a abrir los ojos. Un perro negro y enorme lo miraba de cerca, con ojos curiosos. Ya podía distinguir claramente las voces, y hasta
el sonido inequívoco del trote de las mulas. El animal se acercó y comenzó tranquilamente a lamerle la cara, quitándole la tierra de la nariz y la boca. El hombre recibió la caricia como una bendición, se relajó bajo la humedad de la lengua y, aun sonriendo, dejó de respirar.
Alejandra Dabel