Hace años, en un taller literario, conocí a una chica que tenía mucha plata. Mejor dicho, sus padres tenían mucha plata. No se llamaba Verónica, pero la voy a llamar Verónica por discreción, aunque ella ya no viva en la Argentina. Verónica escribía cuentos que sucedían en París, en New York, en Amsterdam, con personajes que estaban siempre invitados a grandes fiestas. El taller quedaba en Callao y Córdoba y a la salida yo la llevaba en mi bicicleta hasta Las Heras. No nos dábamos cuenta de lo peligroso que era, o quizá sí y eso nos divertía. Una sola vez casi nos pisa un 60; estuvimos muy cerca. Yo frenaba apretando el pie contra la rueda. A veces nos metíamos en librerías y ella se compraba un libro pero después, cuando le preguntaba si le había gustado, me decía que no lo había leído. No le gustaba mucho leer. Se cruzaba todo el tiempo con ex-compañeras del colegio y después me hablaba mal de ellas. Viven en una burbuja, me decía, están siempre hablando de ir a esquiar o de Punta del Este, no se dan cuenta de que la cosa va un poco más allá. Como suele pasar, Verónica despreciaba a la gente que se le parecía. No tengo ninguna foto de ella, pero me acuerdo de que era lacia, sobre todo eso. Era más lacia que linda. Y me acuerdo también de su olor a shampoo, cuando iba sentada en el marco de la bicicleta. Sin que yo siquiera la hubiera besado, ella me incitaba y me depreciaba, iba alternando esas dos cosas con sutileza, manteniéndome apartado pero, al mismo tiempo, a tiro. Si me lo hubiese pedido, yo la hubiese llevado pedaleando hasta Brasil.
En una de esas vueltas, me invitó a su casa en la calle Galileo; iban a ir sus amigos de cine (estudiaba cine en no sé qué instituto). Dale vení, no me banco esperar sola, me dijo. Llegamos y nos abrió la puerta de calle un guardia de seguridad, con uniforme gris. Debe haber sido de los pocos edificios en Buenos Aires que en esa época ya tenían seguridad privada las 24 horas. Subimos. El departamento era enorme, decorado como en las revistas. Y ella vivía sola porque sus padres siempre estaban en algún lugar exótico del mundo. Había una mucama vieja dando vueltas por la cocina, con la que tenía discusiones feroces que la avergonzaban. En media hora me mostró su cámara nueva, me mostró fotos de un viaje a la India, me mostró algo en la computadora que yo no entendí hasta tiempo después cuando se popularizó internet, puso un compact en un equipo súper Hi-Fi, dio vueltas por el departamento, me mostró el arma del padre, comimos helado, y al rato fueron llegando los amigos.
No me acuerdo del nombre de todos. Había una chica que se llamaba Fabiana y un chico pelilargo que se llamaba Pablo, que yo pensé que eran novios porque se hacían masajes en el sillón. Todos parecían estar muy habituados al lugar, se tiraban en el living sin problema, abrían la heladera y le pedían licuados a la mucama. Los vi varias veces y me fui mimetizando con esa actitud de confianza.
Hacían «base» ahí y después se iban a fiestas en otras casas. Yo fui una sola vez a una de esas fiestas donde hicieron lo mismo pero con otra gente y con otra marca de cerveza: sentarse y hablar de la fiesta a la que iban a ir después. Lo mejor, la fiesta ideal, siempre estaba en el próximo lugar.
En alguna de esas charlas de sillón, salió la típica pregunta: si pudiera tener cualquier cosa en el mundo, ¿qué te gustaría tener? La mayoría quería tener otro cuerpo, o mucha plata. La respuesta de Verónica me llamó la atención. Yo quiero tener un hipnotizador personal, dijo, un «hipno», existen, te juro que existen. Un tipo que me hipnotice en los ratos aburridos, que me despierte sólo para los ratos de acción, que me anule el tiempo muerto. Eso es lo que quería Verónica, alguien que le editara la vida. Le preguntaban cómo sería y ella explicaba que el hipnotizador tenía que dormirla, por ejemplo, antes de salir de viaje a París. La subía dormida al auto, la llevaba al aeropuerto, le hacía los trámites, la subía al avión y la despertaba un rato durante el vuelo para comer; después la volvía a dormir y la despertaba en el taxi, en las calles de París, camino al hotel. Tenía que ser un tipo fuerte que pudiera llevarla en brazos.
Me sorprendió la expresión «tiempo muerto». Se la había escuchado decir a sus amigos cineastas, pero no la había entendido del todo hasta que ella la dijo. Y me hizo acordar a unos vecinos de carpa en la playa en Pinamar: dos matrimonios que jugaban al bridge después del mediodía, jugaban durante horas bajo la sombra hasta que uno de los hombres miraba el reloj y decía «¡Uy, las seis ya, che. Matamos la tarde», pegaba uno de esos aplausos con ruido a sopapa y se frotaba las manos porque la tarde había muerto; la habían matado ellos.
La idea de Verónica también era matar el tiempo, matar el tiempo muerto. Ella tenía intolerancia al tiempo real. No soportaba el tiempo que mediaba entre los momentos supuestamente relevantes de su vida. No soportaba el tiempo muerto frente al semáforo o en las salas de espera o haciendo cola. Los momentos en que no pasa nada.
Cuando me llegó el turno de decir qué quería, yo pensé que quería tenerla a Verónica, pero no lo dije. No me acuerdo con qué traté de zafar. Tampoco sé si fue esa misma noche que conseguí darle un beso. Me acuerdo que seguimos de largo caminando por Galileo hasta que nos sentamos en la escalera de la Plaza Mitre y, como yo había tomado bastante cerveza, me animé. Pero era difícil. Se me escapaba. Como si no estuviera ahí. Vivía desfasada del presente, un poco corrida hacia el futuro, siempre pensando en algo bueno que iba a pasar después, hablándome de eso, una fiesta, una película, algo que iban a filmar, algo de ropa que le iban a traer los padres de New York, siempre en ese declive de la ansiedad, cayendo hacia adelante.
Yo iba seguido a la casa. A veces estaban Pablo y Fabiana viendo videos. Un sábado a la noche la había invitado a Verónica a San Telmo a tomar algo pero me había dicho que estaba cansada. Al rato cayeron Pablo, Fabiana y unos amigos de Puerto Rico que querían ir a bailar salsa. Trajeron ron «La negrita» y lo mezclaron con coca-cola. Yo veía que Verónica se preparaba para salir, muy divertida, y me puse a tomar ron. Un vaso tras otro. Ella quería que fuera con ellos pero yo, enfermo de literatura, prefería la tristeza del perdedor. Terminé tocándole el timbre a las cuatro de la mañana totalmente borracho, diciéndole que quería ser su hipnotizador personal. Y ella ni siquiera estaba. El guardia de planta baja, que ya me conocía, me paró un taxi y me mandó a mi casa.
Le escribí cosas a Verónica. Poesía. Una vez fuimos al cine a la trasnoche, después a tomar algo, después caminamos y en un kiosco, de madrugada, compré el diario recién salido para mostrarle que en el suplemento cultural habían publicado un poema mío dedicado a ella. No me quedaban más ases en la manga y todavía no había logrado pasar de los primeros besos. Yo le había dicho que ella me gustaba y ella me había dicho que yo era «un tipo muy intenso». Desde entonces, ese adjetivo –aplicado a cualquier cosa- me da un poco de vergüenza.
Una tarde subí pedaleando la barranca de Galileo. El guardia del edificio me dijo: ¿Qué hacés, Pedrito? No está Verónica… Che, el otro flaco, el pelilargo… ¿Quién Pablo?, dije. Sí, te ganó de mano. Se queda a dormir y todo. Yo el otro día le tiré la lengua a Verónica, viste, le digo ‘¿con cuál te quedás con el pelilargo o con Pedrito?’, y me dice ‘con el pelilargo’.
Me despedí de él con una sonrisa bastante digna teniendo en cuenta que acababan de romperme el corazón. El guardia me había dicho la verdad, así, dura y directa. Lo odié pero hoy creo que me hizo un favor porque, si no, yo hubiese seguido dando vueltas, cada vez más enredado.
Me volví caminando al lado de la bicicleta, sin subirme. Tenía ganas de ir sacándome la ropa y tirarme desnudo en medio de la calle. No sé si fue exactamente ese día, pero la bicicleta fue a parar a la baulera. No volví a ese taller literario, ni volví a ver a Verónica. Supe, por un amigo de un amigo, que se casó y vive en Estados Unidos.
Hace un par de años escribí un cuento corto con ella como personaje. En alguna pila de papeles debe haber quedado. El narrador era el hipnotizador, el encargado de hechizarla cuando ella se aburría. Él iba contando lo que había hecho esa tarde. Estaba ambientado en México porque me parecía que quedaba mejor. Y él hablaba de «la niña». «A las dos, la niña me ha pedido que la duerma y la lleve a una fiesta en Cuernavaca». Entonces contaba cómo la dormía en su silla, la cargaba en el auto y se sentaba al volante, para manejar despacio. Ella dormida en el asiento de atrás, él fumando, con la ventanilla abierta. Describía el viaje y cómo por el camino se veía venir una tormenta de verano, y después llovía y caía granizo. Estaba contado en presente, porque él estaba atrapado en el presente, viviendo el tiempo muerto que ella no quería vivir. Entonces llegaban de noche a Cuernavaca y unas cuadras antes el hipnotizador despertaba a «la niña». Le contaba que había granizado y ella se enojaba porque decía que cómo no la había despertado para ver eso; le hubiera gustado ver granizar. La niña lo «regañaba» mucho y se bajaba del auto hacia la fiesta, dando un portazo. Él estaba enamorado de ella.