Creo que lo vi, dijo uno.
Otro.
Porque todos creían verlo.
Al Colorado, subraya, por si hiciera falta,
El Colo, toda una leyenda.
O un fantasma.
Que volvía en las conversaciones de los fotógrafos que hacían la temporada en la Rambla de Mar del Plata.
Hablo de otra época, claro.
De fotógrafos y de la Rambla.
Cuando el Colo ya no estaba.
Pero todos lo recordaban.
Todavía.
Y eso que había pasado… cuánto tiempo.
No importaba, porque el tiempo transcurría de otra manera en aquella época, y no hablo con ninguna nostalgia, pero qué van a saber ustedes de lo que hablo.
El Colo era, había sido, el asistente del viejo Juárez en muchas fiestas de casamiento y le había ido enseñando el oficio para el resto del año, porque la temporada era para levantar dinero grande y rápido, pero se terminaba en seguida y después había que seguir viviendo, en esta ciudad que no es fácil.
Ni buena.
Ni feliz.
Pero al Colo eso no lo incomodaba, a él, lo único que le importaba eran las minas, y las tenía a montones. Que digan lo que digan que los colorados son los hijos del diablo o traen mala suerte, todas se volvían locas por él.
Tanto, que el viejo Juárez, que era canchero y lo quería como a un hijo, el hijo que no había tenido (o no había reconocido) le tenía prohibido dar el número de teléfono del local de fotografía de la Rambla, porque lo llamaban todo el tiempo, y eso al viejo, lo terminaba por hinchar.
Aunque en el fondo, le gustaba.
Y se ve que hablo de otra época, tan lejana, porque ni siquiera se había inventado la palabra “celular”.
Y los fotográfos de la Rambla no paraban de disparar sus cámaras a pedido de los turistas que querían llevarse un recuerdo de sus vacaciones y así pasaban después por el local de Todo Foto, donde los recibía el Colorado para entregarles las copias que habían encargado.
El primer revelado era a la una de la tarde, el segundo a las cinco y el último, ya casi con las sombras pisándole la cola a los lobos marinos, porque los fotógrafos no se iban hasta que no quedaba nadie en la playa. Esas se entregaban a partir del día siguiente, si mal no recuerdo, porque a mi memoria también le están sobrando años.
Eso, en plena temporada, que comenzaba en diciembre y se estiraba hasta fines de marzo, con un manotazo de ahogado para Semana Santa, que siempre funcionaba bien, y después, olvidate.
Hasta el año que viene.
Pero el Colo siguió yendo, a aprender también el oficio de copiador que le enseñaba el viejo Marcos, el socio de Juárez, y cuando le salía un trabajo en un casamiento, una fiesta de 15 o un evento empresario, porque Juárez tenía muchas conexiones, lo llevaba y lo presentaba como su asistente y así se iba metiendo en el ambiente.
Pero al Colo, con 19 recién cumplidos y exceptuado del Servicio Militar por número bajo, no parecía interesarle mucho el futuro, no parecía interesarle nada, en realidad, excepto las mujeres, algunas bastante más grandes que él, que lo llamaban al teléfono del local, aunque Juárez protestara, de puro compromiso nomás, para conservar las formas, que todavía eran importantes.
Lo quería mucho al pibe.
Por eso, le dolió tanto lo que pasó después.
Que no confiara en él, si tenía algún problema.
Sucedió a fines de un verano demasiado irregular para ser tan bueno como los de antes, pero como nunca se sabía bien que tan buenos habían sido los de “antes” ni en qué pretérito se conjugaban, pasó por ser uno más, simplemente.
El año en que pasó lo del Colo, dirían entonces los habitués del local de la Rambla, en voz baja, temiendo conjugar un espíritu, o algo peor, un mal recuerdo para el viejo Juárez, que ya veía minar su fortaleza en estudios médicos que no le resolvían nada.
Había sido una buena primera quincena de febrero y el resultado estaba guardado en la caja fuerte del entrepiso del local, que Juárez cerraba con la llave que llevaba siempre en un llavero con motivo campero que remitía a sus orígenes pueblerinos, criollísimos y humildes para el módico bon vivant que era a su apacible y soltera madurez, amante del buen whisky y la buena mesa.
Había sido una buena quincena y alguien le llenó la cabeza al Colo, dijeron después para exculparlo, que valía la pena arriesgarse a manotear la recaudación, él que tenía la llave del local y conocía los hábitos de los dueños y podía mandarse mudar de ese sucucho donde nunca entraba el sol e iba a terminar con anteojos culo de botella como el viejo Marcos, de tanto fijar la vista en las lentes de la máquina de copiado.
Fue al día siguiente de su desaparición de los sitios que solía frecuentar, que la familia del Colo citó a Juárez a un conciliábulo privado para prometerle la devolución en cuotas del importe total, a cambio de no hacer la denuncia, y él aceptó con pocas palabras y ninguna condición.
Le cumplieron al pie de la letra y sin regatearle una moneda a una suma que no era menor.
Aunque con el tiempo, la leyenda indexó la cifra a valores de cuenta off shore.
Del Colo, ni noticias, nunca más.
Juárez siempre malició que no había ido muy lejos con la plata, que lo habían usado y ensuciado y el muchacho se engañó a sí mismo.
Después, cada tanto, alguno de los fotógrafos más veteranos juraba haberlo visto, muy cambiado, pero reconocible, fugaz y esquivo, y no era para menos.
Como un fantasma que volvía todas las temporadas a pisar la Rambla.
O todavía no adivinaron quién cuenta el final de la historia.