Aquéllos días habían estado teñidos de un clima raro. Las conversaciones en voz baja, las miradas cómplices y las sonrisas esquivas no eran gestos habituales en mis padres. Al contrario, por lo general, eran transparentes conmigo, o al menos así lo creía en mis años de infancia.
Y llegó el sábado. Me despertaron temprano y me dijeron que uno de mis tíos nos pasaría a buscar para llevarnos a dar unas vueltas en su auto. Tampoco era ése una situación usual. Y mucho menos lo era que, para dar unas simples vueltas, mi familia llevara una valija.
Pero decidí entregarme a la sorpresa sin hacer preguntas que intuía no querían responder.
Y fue así que luego de un viaje de muchas horas, aunque hoy sé que el tiempo en la mente de un chico de cinco años suele tener un registro particular, llegamos a destino. Mis viejos se bajaron apresurados del auto y casi me arrastraron de la mano, hasta que se detuvieron frente a un horizonte que hasta entonces me era desconocido.
– Mirá, Negro – me dijo mi papá. – Éste es el mar.
Y yo, que jamás habían visto otro paisaje que las calles de tierra de La Matanza de mis primeros años, y las cuadras humildes, aunque asfaltadas del barrio de Liniers, me encontré frente a un universo diferente.
Maravillado, levanté la vista buscando sus ojos… pero sus miradas no eran para mí, sino para ellos. Con lágrimas que no podían contener mis padres se observaban y sonreían, como diciéndose: lo logramos.
En esos tiempos, las vacaciones eran un lujo que las familias humildes no podíamos darnos. Para mí, apenas representaban una semana en la que papá, en lugar de irse a la madrugada a trabajar a la obra, dada su profesión de albañil, se quedaba arreglando algo en casa.
Pero aquélla vez fue distinta. Sólo dos días, pero dos días que marcaron para siempre mi vínculo con Mar del Plata. Un vínculo que se extiende hasta hoy. Un vínculo que tiene que ver con momentos inaugurales.
Porque no sólo fue mi primer viaje, ni la primera vez que vi el mar, sino que, muchos años después, iniciaría aquí una de las etapas más importantes de mi vida.
Recuerdo que un domingo, casi como al pasar, mi amigo Alejandro Dolina llamó y me invitó a participar en “La venganza será terrible”. Estaban haciendo temporada en la ciudad y se le ocurrió que yo podría cubrir al querido Guillermo Stronatti que debía ausentarse por una semana del programa.
Era la posibilidad de cumplir un sueño, hacer radio junto al Negro, y no iba a desperdiciarla. Sería sólo una semana, pero una que no olvidaría jamás. Lo cierto es que esa semana duró catorce años. Un tiempo en que fui feliz, compartí escenario con los mejores artistas de la patria y en el que aprendí una estética y una ética que, espero, sigan formando parte de mi esencia.
Con esto bastaría para justificar ese amor extraño que me une a esta ciudad y sus habitantes. Pero no sería todo. Porque tiempo más tarde, Nacho Iraola, director del Grupo Planeta, me propuso que escribiera un libro para ellos. Acepté de inmediato y arremetí la escritura de mi primera obra literaria: “Historias de diván”. Y, como estábamos haciendo el programa desde Mar del Plata, casi la totalidad de ese libro que cambiaría mi destino, se escribió aquí, mirando el mar en los breves espacios de descanso.
Y recuerdo todavía la primera vez que fui invitado al ciclo de escritores “Verano Planeta”. El salón que me habían adjudicado era enorme y tenía temor a estar solo cuando llegara el momento. En un instante, antes de bajar de la habitación del hotel, miré por la ventana y vi más de mil personas que caminaban en una silenciosa procesión y me dije: qué hermoso sería si toda esa gente viniera a escucharme a mí. Y era así, aunque me costara creerlo.
En la mitología griega se cuenta que, en cierta ocasión, Heracles debió enfrentar a Anteo, un guerrero invencible. Sin embargo, dada la fuerza del héroe, lo tuvo varias veces al borde de la muerte. Pero ocurría algo extraño; cada vez que Anteo caía al suelo derrotado, de un modo inexplicable recuperaba las fuerzas y volvía a la lucha aún más peligroso que antes. Hasta que Heracles comprendió lo que ocurría. Anteo era hijo de la tierra y por eso, cada vez que caía, su madre le insuflaba una energía que le permitía enfrentar la contienda con nuevos bríos. Al tanto de esto, Heracles optó por llevarlo en andas lejos de los dominios de esa madre tierra, donde pudo por fin darle muerte.
Creo que es una hermosa metáfora para explicar cómo hay ciertos lugares que nos devuelven el deseo para enfrentar la dura batalla de la vida. Y es lo que me pasa con Mar del Plata. Por eso siempre elijo empezar o terminar aquí mis obras teatrales y mis proyectos literarios, y por eso vuelvo cada vez que necesito recuperar fuerzas para seguir adelante.
No creo en energías extrañas, pero sí en la pasión que da el afecto. Y para mí, esta será siempre esa tierra querida. La de mi primer programa de radio, la de mi primer libro, pero, sobre todo, la del recuerdo de la mirada conmovida de mis padres. Por eso, algunas veces, cada vez que puedo, me arrimo a aquél murallón de Punta Iglesias donde empezó este amor que no cesa y, con lágrimas en los ojos, murmuro para mis adentros: lo logramos, viejo… lo logramos.
Gabriel Rolón