El año que cambiaste

spot_img

Nos habían mandado a baldear el patio temprano. Vos estabas raro, como si supieras algo nuevo, algo que yo no. Hacía mucho calor y aunque no esperábamos una gran fiesta de navidad, todavía manteníamos esa costumbre de tener todo limpio, ropa nueva para vestir y comidas poco adecuadas para la época del año. Además del asado, claro.

Y vos, no sé. Te había tocado traer los baldes mientras yo pasaba la escoba. No sé por qué me acuerdo de estas cosas. Esa vez tiramos mucho detergente y nos costó bastante sacar tanta espuma, especialmente en la parte del contrapiso del fondo, tan duro y áspero que se trababan las pajas y no me daba la fuerza para fregarlo. Se formaban pequeños charquitos en las imperfecciones de ese piso tosco en los que me gustaba hundir los dedos de los pies y sentir cómo el agua se había calentado tan rápido.

Era tanto el calor ese diciembre. Nos salpicábamos sin cuidado hasta el short. Habíamos dejado las ojotas a un costado y tiramos agua como si quisiéramos apagar un incendio, pero uno que olía a tilos y que envolvía con tibieza las espaldas y las piernas desnudas.

El agua nos trajo un poco de alivio, nos mojamos la cabeza en la canilla de atrás, la que se usaba para regar las plantas. Vos tenías el pelo bastante crecido, creo que la última vez que te lo habían cortado había sido antes de terminar las clases, así que las puntas se te pegaban en la frente, la cara redonda y colorada, agobiado por el calor y el esfuerzo de acarrear los baldes. No nos dejaban usar la manguera porque Nelita decía que hacíamos mucho barro en los canteros de alrededor.

A Luli le tocó limpiar adentro aunque era obvio que la cena iba a ser afuera, cerca de la parrilla, en la mesa de cemento y azulejos que tanto odiábamos porque siempre estaba cagada por los pájaros y limpiarla costaba un montón, especialmente en las juntas irregulares. Además, esos bancos pesadísimos siempre quedaban incómodos, demasiado lejos de la mesa para nuestros tamaños y, como eran tan duros, nos dejaban todas las rodillas magulladas. Bien entrada la noche, cuando bajaba el calor, los bancos se enfriaban y nos daba dolor de panza, pero Nelita insistía en cenar las noches de calor al aire libre y a nosotros nos tocaba baldear el patio y limpiar esa mesa horrible.

Como a las ocho todavía no había oscurecido del todo y ya se escuchaba la música en las casas cercanas. Los de la esquina iban a tener una gran fiesta, siempre era así: venían los primos, los tíos, los abuelos, una familia muy grande y todos vivían en el barrio, así que, si eran muchos todos los domingos, imposible que no lo fueran en las fiestas de fin de año. Los días de la madre, del padre, los primeros de mayo, siempre tenían un motivo para estar todos juntos y hacer grandes comilonas.

Nosotros no, siempre fuimos poquitos, los de cada noche, sólo que en navidad y año nuevo había más ensaladas, asado de achuras y bebidas diferentes. Casi nunca regalos ni nadie disfrazado de Papá Noel. No era ese tipo de navidad el que teníamos en casa.

Vos, ese año, ya estabas raro. Yo te había visto así desde hacía rato, en la escuela, cuando me tocó cambiarme a la que vos ibas porque en la mía no había secundaria. Creo que ahí te vi bien.

Eras distinto en la escuela, no te comportabas como en el barrio, con los amigos de la cuadra con los que jugábamos a las escondidas hasta tarde las noches de verano. O cuando nos enganchábamos a jugar al fútbol en el campito de enfrente de casa, en aquella época en la que todavía se veían luciérnagas de vez en cuando y se nos hacía la una de la mañana mientras corríamos entre destellos, las piernas y los brazos picados por los mosquitos, hasta que nos llamaban a los gritos para que entráramos. Era el momento de la desbandada, con chicos corriendo a sus casas en todas las direcciones.

¿Sería porque estabas creciendo? No tengo bien en claro cuál fue el episodio que te hizo cambiar ese año. Habrá sido aquella vez que te perdiste varias horas, te reconoció un vecino en el bar del barrio y le contó a Juan, que te fue a buscar echando fuego. Al rato llegaron los dos, muy callados. Vos no quisiste decirme qué había pasado, por qué te habías ido así, si todavía no teníamos permiso para salir solos tan tarde, tan lejos y a esos lugares que eran de grandes. No me quisiste contar y yo entendí que así era como empezaban los secretos entre nosotros.

Yo no sé qué fue, pero ese veinticuatro a la tarde vos ya no eras el mismo de siempre; no me habías seguido la corriente cuando quise mojarte haciendo el chiste del carnaval y te salpiqué a propósito. Estabas serio y supuse que estabas cansado de traer baldes.

Ese año fue el primero que no pasamos el rato con los chicos de al lado tirando cohetes. No sé muy bien por qué esa vez no habíamos salido a la vereda a encender peditos de vieja, triangulitos, huevitos de dragón y rompeportones. No nos correteamos entre nosotros por la calle de tierra empuñando estrellitas y no sacamos a volar las cañitas que salían disparadas de las botellas de sidra, ananá fizz y clericó que se habían ido descorchando desde temprano en las casas de los vecinos.

La cena de nochebuena empezó tarde, no iba a haber tiempo de hacer todos los pasos y de llegar a las confituras antes de las doce, para acompañar la sidra. Esa noche Juan vino, pero dijo que había salido tardísimo del trabajo y se pasó un buen rato poniendo excusas. Prendió el fuego cuando ya estaba de noche, la carne se arrebató y nosotros, que teníamos las ensaladas listas desde temprano, el patio limpio y la mesa puesta, nos entretuvimos escuchando la fiesta que llegaba de la calle, de la casa de la esquina, y que tenía la música tan fuerte que de vez en cuando podíamos tararear ese estribillo que insistía “nunca me faltes, nunca me engañes”.

Cuando nos sentamos a comer, los mismos de siempre, las mismas caras de siempre y el mismo aburrimiento de siempre, vos preguntaste con mucha soltura si teníamos permiso para emborracharnos. En cuanto te escuché, me di cuenta de que lo habías estado practicando todo el día.

Ahora imagino que en ese instante no te tomaron en serio. Nelita lo miró a Juan porque, aunque la pregunta era para ella, no parecía dispuesta a responder. Lo habilitó con la mirada y Juan no lo dudó: te dijo que si, que dale, que empieces con la cerveza. Parecía que te estaba desafiando. Y vos aceptaste.

Me serviste un poco en el vaso de la promoción de Coca Cola, la espuma subió rapidísimo y se te encendieron los ojos. Yo dudé y te seguí, como había sido siempre, hasta entonces.

Luli estaba en otra. Ya había avisado que después de las doce venían sus amigos y se iban a quedar en el living. Yo recién ahí entendí por qué le había puesto tantas ganas a la limpieza en la parte de adentro.

Levantaste tu vaso y se te enrojecieron los cachetes como a la tarde, cuando el calor nos había abrasado por horas, cuando la refrescada en la canilla nos había salvado de una muy probable insolación. Lo miraste con ansiedad, un poco hipnotizado por las burbujas.

Hasta ese día, sólo nos habían permitido terminar los culitos de las copas de sidra. Nelita siempre nos hacía brindar con Manzanita de los niños, una gaseosa algo espesa, que venía en una botella con motivos navideños bastante burdos y que no nos interesaba jamás más allá de las fiestas de fin de año.

Te tomaste todo el vaso, parecías cómodo con el desafío. Yo le di un sorbito corto que alcanzó para que se me frunciera la cara completa, pero decidí no quedarme atrás y lo di todo para llegar hasta el final. Dejamos los vasos en la mesa y dimos un pequeño gritito, los dos a la vez, y nos empezamos a reír como si de nuevo nuestras voces vibraran en la misma nota. Dije “más” con una especie de rugido que me rascó la garganta. Nos reímos otra vez. Me serviste y te serviste agarrando la botella oscura y transpirada con las dos manos. Luli nos miraba entre escéptica y aburrida, Nelita tenía la vista perdida, a lo mejor estaba entretenida con las chispas que saltaban de las brasas, mientras Juan iba y venía de la parrilla, renegando con la carne.

Aunque me esfuerce, todavía hoy no me acuerdo cómo siguió la noche, si la comida estaba rica o, inclusive, si comimos algo. Sí tengo grabada la imagen de tu espalda alejándose hacia la puerta, entrando a la casa donde se escuchaban las voces de Luli, sus amigos y su música, que nada tenía que ver con la nuestra, ni con la de los vecinos de la esquina que ahora habían subido un poco más el volumen y cantaban a los gritos “como los unicornios, van desapareciendo”, alargando esa o mucho más de lo que el compás requería, y a eso seguía un montón de murmullos atropellados.

Lo siguiente que me acuerdo es que los bancos de cemento ya estaban muy fríos, las confituras estaban sobre la mesa, el pan dulce acuchillado sin sentido: nadie había probado ni una porción. Nelita rumiaba un pedazo de turrón, todavía con la vista perdida. Seguramente Juan se había ido a dormir cinco minutos después de las doce, como todas las nochebuenas, las navidades y los años nuevos desde que lo conocíamos.

Como pude me levanté del asiento duro y helado, creo que el portátil de arriba de la parrilla parpadeaba al ritmo de la cumbia. Pregunté por vos, no sé si Nelita me respondió. Ayudándome con las paredes que parecían de gelatina entré por la cocina, crucé entre los sillones donde Luli, Matías y unos cuantos chicos más se reían a carcajadas y no sé por qué estaban en patas. Intentaba llegar hasta el baño azul, pero vi la puerta de tu habitación abierta. Me asomé muy despacio, como si fuera a salir una bestia rabiosa de esa oscuridad y traté de parpadear buscando fijar la vista y entrever en el negro del aire algo que me dijera si estabas ahí, si vos sí estabas bien.

Te vi sentado en la cama, con la espalda muy derecha y los ojos en blanco. El mundo entero me da vueltas, dijiste, y entendí que no hablabas de la borrachera.

Triana Kossmann

Triana Kossmann
Triana Kossmann
Es comunicadora social. Nació en La Plata en 1981 y desde 2010 vive en Mar del Plata. Es co-fundadora de la plataforma digital www.revistaleemos.com, un portal periodístico dedicado íntegramente al mundo editorial. También trabaja en prensa institucional y realiza diferentes intervenciones radiales vinculadas con la literatura.

Cuatro noches

El alojamiento que contratamos por una de esas plataformas...

Lunar

Me harté de enganchármelo con el peine, me harté...

Un milagro

En mi casa nunca fuimos muy practicantes que digamos,...

Ver bailar

Ella rozagante, sonrisa que achina, pelo negrísimo, bucles grandes....

También te puede interesar

En la playa

   –¿Quiere tiburones? –dijo el chico, pero la mujer, que...

Hotel Catarata Palace

Supongo que es inútil buscarlo en las guías de...

La persiana

Pudo ver que la mujer se corrió el pelo...

Poemas

¿habrá podido llevar don edgar bayley, en su inventario último, cada palabra...
Publicación Anterior
Publicación Siguiente