Ernesto, como si hubiera sospechado que le quedaba poco tiempo, había llegado antes de las nueve. Vestía un pantalón gris liviano; la remera azul, lisa, apenas le tapaba la panza. Y calzaba zuecos. La cara blanca, recién afeitada, el pelo canoso. Hacía tres años que compartía la noche buena en el restaurante que estaba en la esquina de la municipalidad con su hijo, Ismael, que otra vez había llegado tarde.
A Ismael nunca le habían gustado las imposiciones y sentía que la navidad tenía algo de eso: la obligación de juntarse, de celebrar. Siempre le había tocado pasarla con su padre y fin de año con la madre. Tenía veinte años y llevaba jeans y una camisa azul por fuera del pantalón.
Estaban sentados frente a frente junto al ventanal que daba a la calle. Sobre el mantel, una panera, dos botellas de agua con gas de las pequeñas y dos copas. El sitio no estaba lleno, un par de familias ocupaban otras mesas. En las paredes brillaban botas de papá Noel, bochas y estrellas doradas. Ismael miró hacia afuera, la calle también lucía deshabitada. No había nadie en la plaza ni en la feria de artesanos de enfrente. Ya todos estarían en familia, soportándose, pensó.
Parecía que Ernesto guardaba un secreto cuando le dijo que quería contarle una historia sobre la mamá. Así la llamó. Ismael se sorprendió: era la primera vez que no se refería a ella como tu madre. Después la llamó por el nombre: el recuerdo de Luciana fue lo que lo salvó en los días de la clínica, le dijo. Ismael no sabía cómo era que su padre había terminado allí, internado. No podía saberlo si nunca hablaban de lo que importaba, si nunca hablaban del pasado.
Ismael ya ni siquiera preguntaba. Ernesto contó que había una puerta blanca que se cerraba con un golpe seco, tan hermética como la de una cámara que guarda frío y aislaba a la clínica del resto de la ciudad. El aire no tenía dónde ir, casi que podía verlo, se volvía tibio y en él se mezclaban el olor de las personas, los desinfectantes y las comidas. Las únicas ventanas estaban en la punta del primer piso y del segundo. De los costados salían dos pasillos: de un lado las habitaciones y del otro, el vacío que daba a la planta baja tapado con rejas.
En el cuarto tenía un baño, la cama, el placard en la cabecera, una mesa de luz, algunos libros y un equipo de música. Compartía el piso con otras personas como el hombre que pasaba horas llamando al enfermero: Miguel. Lo repetía tanto que en un momento sonaba al revés: Guelmi. Carlitos era otro de los pacientes. A cualquier hora escuchaba sus pasos. Iba y venía con el mate en una mano, el termo en la otra y murmuraba, ensimismado, cosas que nadie entendía.
Él se encerraba en el cuarto, ponía un cd de Mozart o Bach y trataba de imaginar la costa que estaba enfrente, la estatura de las olas, cómo rompían contra el acantilado, el color del agua que se desparramaba por el choque y la espuma desarmándose en las rocas.
Una noche, tal vez porque ya no le daban tantas pastillas o porque él creía que Luciana era, todavía, una especie de sitio donde podía anidar, pensó en ella. En realidad, la recordó con los ojos azules, el pelo negro y corto, la cara afilada, la sonrisa de labios finos que le marcaba las mejillas. La pollera larga, roja oscura con dibujos de rosas que llevaba la noche de una navidad que pasaron juntos.
Estaban en la casa de ella. Ernesto había llegado después de las doce. Había niños que corrían y dibujaban el aire con las estrellitas que llevaban en las manos. Un vecino había sacado los parlantes a la vereda y ya se había juntado algo de gente. Los autos les tocaban bocina, algunas personas se detenían y saludaban.
Luciana le dio un beso en la mejilla y apenas lo miró. Ernesto se sentó en un costado. Alguien le alcanzó una copa de vino. Después volvió a acercarse pero ella lo ignoró: sacó a bailar a una amiga y luego charló y se rió con una prima y con la madre. Era como si todos supieran algo menos él. Sintió que Luciana lo esquivaba; hasta que ella le pidió que la acompañara a la playa.
Caminaron sin hablar y Ernesto pensó en el verano anterior cuando se habían conocido. Los dos iban con sus grupos de amigos a escuchar música a la rambla, en Mar del Plata. Había un hombre que tocaba la guitarra y cantaba a dúo con una mujer.
Ismael encendió un cigarrillo. Ya había oído sobre esas noches en la rambla. Las amigas de Luciana contaban que tras el espectáculo, se quedaban charlando mientras el sol se desperezaba como un brote en el horizonte o la seguían en un bar. Ernesto nunca había contado de aquello, por eso Ismael lo estudió como cada vez que sospechaba que había bebido. Comprobó que los ojos no estuvieran colorados, que las manos no le temblaran, que no tuviera ese olor rancio. Quería saber más así que no lo interrumpió, no fuera cosa que se callara.
Que Ernesto viviera en Buenos Aires y Luciana en Mar del Plata, no fue un problema. Será que la distancia le ponía a la relación que apenas empezaba la épica, el pesar del que hablaban las canciones. En ese primer año se veían cada quince días. Cada vez tenía la intensidad de una reconciliación. Debían recuperar el tiempo perdido. Salían a cenar, iban al cine, a los bares, a bailar. Pero no era eso lo que le quería contar, dijo Ernesto, sino cómo había terminado la madrugada de aquella navidad. Estaban en la playa que les gustaba, la nuestra le decían. Allí solían caminar por la escollera, apoyando los pies de piedra en piedra para no caerse. Llegaban hasta la punta y veían el reflejo de la luna en la oscuridad del océano, los barcos que recién salían del puerto, las luces de la ciudad que se metían en el mar.
A veces fantaseaban con huir. Sería en un velero. Llevarían lo necesario para un viaje en el que cruzarían casi todo el Atlántico. Pararían en Salvador de Bahía, en Cartagena, en La Habana. Irían a Lisboa y después al mundo. Tendrían hijos y solo trabajarían cuando se acabara el dinero vendiendo collares o tomándoles fotos a los turistas o sirviendo jugos de frutas en alguna isla.
Pero parecía que aquella madrugada no había lugar para planes y que la fuga ya no sería posible. Estaban sentados en la escollera. Luciana con los ojos fijos en el mar. Ernesto preguntó si se aburría, si quería ir a otro lado o que volvieran a la casa y ella respondió a todo que no.
Él no volvió a hablar y ella, como si hubiera estado juntando el coraje que se necesita para decir, preguntó si seguirían así, lejos. Se levantó y se sentó delante de Ernesto. Quedaron los dos mirando al horizonte. Luciana le tomó las manos para que la abrazara y luego las puso en su vientre y en voz baja, como si le hablara al oído, le pidió que ya no los abandonara, que no se fuera a ningún lado, que si había algo que no podían tener era otra despedida.
Ernesto sintió que no necesitaba nada más que aquello, la abrazó más fuerte, apoyó la cabeza en su hombro, los labios en su cuello y se quedaron en silencio. Él todavía ignoraba que el tiempo era todo lo que vendría después y traería la acumulación de desencuentros y las discusiones y la distancia que se volvería sólida.
Pero eso, las imperfecciones, la vida empecinada en lo común sucedería más tarde y en la soledad de la clínica no le importaba, en aquellas noches solo estaba Luciana con la pollera roja oscura con dibujos de rosas y las manos de él en su vientre, dijo Ernesto y se pasó una mano por la cara. A Ismael le pareció que lloraba. Ya eran más de las doce. En la mesa descansaban las dos copas de champán que les habían dejado para el brindis. Ernesto las miró, las burbujas subían y se deshacían en la superficie. Se levantó y fue al baño. Ismael bebió un trago y encendió otro cigarrillo.
Ezequiel Casanovas