Sale el sol. Pinta de cobre las tierras y el perezoso río. Los árboles recobran lentamente su verdor. En el cielo incierto vuelan en círculos tres caranchos. Un chalet blanco de tejas color lacre parece olvidado en el silencio. La puerta principal está abierta. La madera presenta tres agujeros astillados. Son los huecos dejados por balas de un arma de grueso calibre.
Frente a la casa, entre unos rosales, pueden verse dos perros muertos a tiros. Sin embargo, los caranchos sobrevuelan un cuerpo inerte a pasos de la ribera del río. Si nos acercamos, descubrimos que se trata del escritor Miguel Mendel. Está muerto. Tiene un balazo en la frente.
Miguel Mendel vive solo en las afueras desde que enviudó. A los cuarenta años era un escritor que empezaba a ser reconocido, sobre todo por su última novela Con los ojos en la noche.
Faltan cerca de veinte horas para que hallen el cadáver, mientras tanto trataremos de averiguar qué sucedió durante sus últimas horas.
Mendel escribe de noche. A las veinte horas se sienta frente a su Mac. Ha puesto el CD de “Mishima”, la ópera de Phillip Glass. Prende un habano, dos pitadas y lo deja que se consuma en el cenicero sin tocarlo más. Relee un extraño mail que le han mandado a la tarde. Ha conseguido inquietarlo. Escucha el siseo, dice el mail.
A las veintiuna alguien apaga el home theater, cosa que sobresalta al escritor. Se asoma al living y cree ver una sombra fugaz desapareciendo por el pasillo.
Se sienta y escribe unos minutos. Se detiene cuando escucha el aullido doloroso de uno de sus perros. Se asoma a la ventana. La noche sin luna y estrellas ha sepultado el planeta. Es difícil mirar dentro de la noche –piensa- es otro mundo el que evoluciona dentro de ella”. Toma una linterna y sale al jardín. El haz de luz rebota en el césped, en los árboles y regresa al césped. Llama a sus perros y sólo escucha el ladrido de Leda.
Circunvala su casa como un satélite torpe y ciego. Cuando se encuentra en la parte posterior, escucha tres detonaciones que parecen sofocarse en una madera. Del susto, se le resbala la linterna de la mano. Tiembla, ¿qué carajo fue eso? Es una pesadilla que se desenrosca muy lentamente, una serpiente ciega hecha de sombra. Cree ver algo en la negrura, como siluetas grises que corren, se entrecruzan o saltan en una serie de gestos misteriosos. Como una danza macabra del medioevo.
Recupera la linterna e ilumina en abanico donde vio las sombras. Nada. Un nuevo estampido le congela el corazón. Los ladridos de Leda se apagan. En más de una ocasión había pensado que comprar un revólver no era una excentricidad.
De pronto, escucha un sollozo. Es un lamento humano. Entonces grita: ¡Hey! ¿Qué quiere, amigo? ¿Qué está pasando? La respuesta fueron unas ramas frotándose con la brisa. Un siseo.
Decide huir, escapar de esa oquedad habitada mortal. Empieza a correr en dirección del río. Imagina que podría alejarse nadando. Siente sus propios pasos sobre la hierba. Tropieza con el cuerpo muerto de Kurt, su ovejero alemán. Cae y sigue corriendo. La noche lo lleva por delante, como si fuera un pantano de almas perdidas en la vasta soledad.
Cuando divisa el lomo del río, una silueta negra se interpone en su carrera y le mete un balazo en la frente. Antes de perder la conciencia, siente el crujido de su hueso frontal astillándose. Silencio, grillos y rumor de río. Como una brisa, pasa un siseo.
Es todo lo que sabemos sobre la última noche de Miguel Mendel. Aún faltan horas para que lo encuentren.