Lo recuerdo todos los días. Lo percibo claramente. Es como si estuviera acá, en este momento. Es ese perfume y no otro. Esa estela de indescifrables aromas que todos los domingos se movían etéreos entre los cuartos de toda la casa y que, transportados por el viento, llegaban inmaculados a mi pequeña nariz de niño. Y allí, en ese preciso instante, esa estela, dejaba su marca. Indeleble. La tengo todavía.Recuerdo los vidrios de la cocina empañados. Recuerdo el perfume a limpio de la piel de mi padre. Recuerdo que nos invitaba a mi hermano y a mí a acercarnos a la mesa de la cocina. Subíamos a un banquito y bajo la atenta mirada de mi madre nos explicaba como teníamos que ayudar en la preparación de los ingredientes que, al cabo de pocas horas se habrían transformado en una comida deliciosa. Mi padre y mi madre nos enseñaron en esos domingos felices, de auténtica y verdadera vivencia familiar, cómo usar un cuchillo, cómo limpiar un pescado, cómo picar cebollas, zanahorias y apios, cómo hacer una salsa… En definitiva, cómo respetar y amar la comida. Evidentemente, era el idioma que les gustaba, que entendían y conocían. Recuerdo las ollas de aluminio. Perfectas. Enormes. Brillosas. Listas para recibir los vegetales que habíamos picado gracias a las enseñanzas y a los consejos de nuestros padres. Verlos ahí dorándose dentro del aceite de oliva nos enseñó que la comida se transforma y si la tratás con respeto y amor esa metamorfosis da lugar a una comida exquisita. Todas las veces que paso cerca de una cocina y percibo ese perfume, ese olor de comida de casa y de esas recetas en particular, recuerdo la sensación de felicidad que me inundaba. Desde lapunta de los pies hasta el último de los pocos pelos de mi cabeza. Era domingo. A pesar de los años, de la vida y del olvido es suficiente un segundo de ese olor. De ese perfume que sale de alguna cocina encontrada por casualidad o de alguna puerta semiabierta de un restaurante y esos domingos de amor reviven de inmediato. Sentados en la mesa. Los cuatro. Sin peleas. Hablando de cosas simples. De la escuela. De las vacaciones. Del partido de fútbol que se aproximaba. O de nada. En silencio. Comiendo y nada más. Pero unidos. Con las caras serenas y felices. Era familia. Era amor.
Mi padre hoy no está pero todas las veces que visito a mi madre y nos reunimos con mi hermano, sin necesidad de hacer planes previos, mágicamente nos dirigimos hacia la cocina y nos preparamos algo de comer. Cada uno sabe lo que tiene que hacer. Sin darnos cuenta revivimos esos momentos. Momentos de comida. Momentos de amor.
No es casualidad que yo sea periodista enogastronómico y mi hermano chef de cocina.
Pietro Sorba