Cielo de hilo rojo

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Primero fue el hilo rojo, del que tiré y tiré hasta que sin querer apareció el agujero, al principio era chiquito y apenas lo podía ver, pero de tanto meter y sacar el dedo, el agujero creció. No es que quisiera agrandarlo, porque yo adoro este buzo rayado que me regaló la abuela, pero la mano viaja sola hacia los hilos y a ese agujero tentador.  El buzo va conmigo a todas partes, lo lavan cuando estoy dormida, para que no empiece a gritar.  Es todo grande, porque la abuela dice que crezco rápido y que me tiene que durar, me gusta la capucha porque el cierre llega hasta el final y me tapa entera la cabeza. A veces lo subo del todo y me desaparezco dentro y camino sin ver, para probar si me acuerdo dónde están las cosas, como mi gato blanco y negro, que camina por la casa cuando ya no hay luz. 

Hoy vinimos a la playa, mi buzo y yo. También nos acompaña el viento, que sopla desde el faro y hace que el pelo camine delante mío. Yo me subo el cierre y me encapucho entera. 

Al rato se puso húmedo acá adentro, pero ya no hace frío en mi cueva de buzo rojo y gris. Apenas si escucho el viento, sólo mi respiración tranquila. Tampoco hay luz, pero no hay muebles que esquivar y entonces me aburro de jugar a no ver en la playa desierta. Es fácil darse cuenta hacia dónde queda el mar, porque las olas no se callan. Empujo con mis manos el buzo a la altura de la panza, lo estiro y mirando para abajo hago un hueco para ver mis pies. Mis zapatillas rojas van y vienen dejando huellas en la arena, camino en zigzag para hacer un dibujo que se parezca a una ola. Justo en el medio, aparece solitario un caracol grande rosa de rayas blancas, dibujo un corazón alrededor con la punta de mi zapatilla, pero no le pongo nombre para que Mariana no descubra, que es Pablo, quien en realidad me gusta.  

Cierro los ojos para escuchar el crujido fuerte de la arena mojada y los caracoles pisados debajo de mis pies. Así debe ser cuando uno es ciego, pienso sin saber por qué, pero me da miedo y por las dudas, rápido los vuelvo a abrir. 

Por el agujero que se hizo en la tela, entra algo de luz. Lo acomodo un poco sin salir de adentro y de pronto es ventana, para mirar desde ahí. Pedacitos de cielo e hilos cruzan por mis ojos, un cielo cosido de hilo rojo, pero no llego a ver el mar. 

Se cruza una gaviota por delante de mi agujero, me parece que planea o quizás la empuja el viento. De repente no la veo y buscándola aparece caminado un personaje extraño, que no entiendo bien qué es.  Llego sólo a ver sus botas y una máquina cuadrada que no deja de mover. Para por un instante y apoya la máquina en la arena, pero al llegar la otra ola, rápido como la gaviota, en un segundo desaparece otra vez. Cambio de ojo y vuelvo a mirar, ahora cierro el izquierdo y abro el ojo derecho para espiar por el agujero, pero no lo encuentro.

Me acomodo el buzo y me enfrento de nuevo al ruido de las olas.  Siento sobre mi cabeza el borde de la capucha y uno de mis dedos se enreda entre los hilos del agujero. Saco algunos con fuerza y abro más el hueco y entonces cuando miro veo más claro un círculo de mar. Hay una laguna grande muy cerca de la orilla, después muchos metros de arena y más allá, lejos, recién están las olas. Laguna, arena y mar y atrás de todo el cielo, sin hilos rojos esta vez.

Me quedo quieta, estática en la arena, y por esa ventanita cruza de nuevo el señor que vi hace sólo un rato. Ahora lo veo entero, está todo vestido de blanco y tiene unas antiparras transparentes que le tapan hasta la nariz. ¿Qué escucha en sus auriculares grandes? ¿el ruido del mar? Parece un astronauta marino, o un buzo antiguo. Camina a favor del viento, con los pies metidos en el agua, mueve el brazo todo el tiempo sin dejar de caminar. Para por delante de mi agujero apoyando por momentos ese aparato en la arena, que ahora recuerdo, vimos el invierno pasado con mi mamá.  Tiene una campera grande, botas de goma hasta las rodillas y con el brazo donde no tiene el detector de metales lleva una pala agujereada que usa para cavar. Por momentos va y viene con insistencia el detector por ese pedazo de arena y entonces vuelve a pasarlo encima de la montaña de arena que sacó con la pala. Se agacha, agarra algo, lo enjuaga con el agua de las olas, lo mira acercándoselo casi hasta los ojos y se lo mete en el bolsillo de su pantalón. 

Quiero correr y preguntarle, qué es lo que estaba escondido, qué hay debajo de la arena, pero me aguanto quieta en el lugar en el que estoy. El señor sigue caminando sin dejar de mover el brazo con el detector, va de un lado al otro varias veces en el espacio en que lo puedo ver, pero parece que no encuentra nada, o se da cuenta que lo espío, porque de golpe sigue caminando rápido y entonces sólo vuelvo a ver ese pedacito redondo de mar.

Claudia Pose

Claudia Pose
Claudia Pose
nació CABA, pero desde siempre Mar del Plata fue su lugar. Vive en la ciudad hace más de 30 años, es artista plástica, psicóloga y recientemente publicó Sangarropo, su primer libro de cuentos escrito, encuadernado e ilustrado por ella misma, produciendo de este modo un encuentro entre la plástica y la escritura. En el último año fue ilustradora del libro La sensualidad de la física, de José Gallo, publicado por Eudem, donde elaboró a través del dibujo nociones físicas volcadas a la dimensión social. Fue seleccionada para ser parte del libro de microrelatos Homenaje de escritores argentinos a David Lagmanovich, así como también de la Antología de Cuentos Caperucita feroz, de la editorial española Apeiron.

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