Casa de campo

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Vamos a la terraza a ver la noche y fumar. La noche sin luna, fresca. Cerca de las doce la Flaca vuelve adentro. Nati duerme desde temprano. Pienso cómo seguirá el viaje. Hace más de una semana que estamos amontonadas en la oficina de Gus, en casa de sus padres. 

Llegamos por mar. La sala oscila. Una alfombra de pana color durazno a lo kitsch y nosotras alrededor de una mesa en cómodos sillones de terciopelo verde y azul. Una mujer delgada y mayor se acerca con un vaso de whisky dentro de la mano derecha, la izquierda se agarra del pilar y gira hasta sentarse alrededor de la mesa en que estamos ubicadas nosotras hablando sobre los tragos de la otra noche en Luz de Gas, un boliche onda teatro al que nos llevaron los catalanes amigos de Gus.  

Lleva un vestido azul eléctrico largo. El pelo lacio a los hombros. Pienso en mi mamá. Debe tener la misma edad, incluso se parece, algo en los rasgos, el corte de pelo. Ella también tomaría whisky, aflojaría el tabaco, el cigarrillo entre los dedos, el vaso un cilindro generoso, el choque de los hielos entre sí camino al sillón esos días estresantes en que los números no cerraban y no había dinero que alcanzase. 

A las seis, el amanecer empieza a clarear el horizonte como un faro de luz sobre el agua. Veo la isla. Las tres celebramos. Es donde queremos estar, donde planeamos pasar los próximos dos meses. El cielo parece fuego hasta que se instala la luz del día uniforme sobre las cosas. El mar retorna amable, ya no amenaza con seres gigantes. El puerto con incontables mástiles de velas como agujas, yates y veleros blancos, el faro sol se abre en abanico de luz dorada.  Detrás, la catedral enorme, siguen las agujas, esta vez tostadas, podría decir que Mallorca pincha, pero es mentira. Mallorca es suave como el Mediterráneo, parece en calma. 

Andamos calles de adoquines en Soller y Valldemossa. Se oye inglés y alemán. Vamos a Cala Deià, playa pequeña entre murallones de piedra, bordes de isla, con su rampa para los llaut, unas embarcaciones de madera típicas, con la vela como cruz que reposa horizontal, las usamos para volver del mar y acostarnos al sol hasta que absorbe el agua gota a gota y vuelve el calor seco sobre la piel y de regreso al mar, transparente, cálido y así en loop. 

Palma parece Barcelona en tamaño chico. No logro apreciarla. Nadie nos alquila departamento en nuestras condiciones. Sin papeles europeos, sin trabajo, ni garantías. Estamos en la isla como si aún estuviéramos de camino, como si nos hubiera fallado la apuesta. Otra ciudad europea de viejas construcciones sólidas de piedra. Una belleza que me es ajena.

 

La Flaca se quiere quedar a buscar trabajo, Nati y yo tener la libertad de un espacio pago. Queremos playa y bailar, desarmar la mochila para usar los vestidos que esperan en el fondo. No hay caso. Ni con el diario, ni con conocidos o amigos. 

A Ari lo llamo un poco porque me lo propuse y otro poco a ver qué nos dice de la zona donde está. Es amigo de la adolescencia. Compartimos montones de juergas, mates y salidas. Me dice que si acaso hay lugar en casa de ellos. Vive con Gastón, su mejor amigo a quien también conozco de entonces y con otro chico de Buenos Aires que no tengo ni de nombre. El pueblo se llama Cas Concos, tan pequeño que no figura en el mapa ni llegan los micros. Dice que de ir nos tendrían que buscar en Felanitx, un pueblo mucho más grande. 

Vamos en un colectivo de línea al mediodía. Ahí recupero ese sentido de libertad que da moverse por medios propios. La distancia no es mucha, 40, quizás 50 kilómetros desde Palma pero para en todos los pueblos. Estoy sentada de cara a la ventanilla y veo campos de olivos petisos de tronco torcido a los lados de la carretera y me lleno de curiosidad por esos otros árboles que no conozco. Tienen hojas grandes de puntas redondas y ramas grises retorcidas. Nati y la Flaca tampoco los conocen. 

Atravesamos varios pueblos de tamaños diversos. Felanitx es el más grande. Ya cruzamos dos plazas. Está a mayor altura que los anteriores con calles que suben y un cerro ancho de nombre San Salvador, nos dicen. Imaginé sino barrios, zonas diferenciadas donde habitarlo. Después nos contaron que es uno de los más grandes de la isla con más payeses locales que turistas. Distinto de los pueblos de la costa con salida al mar que crecen y se amplían a tono con los extranjeros veraneantes. Payés dicen los mallorquines a la gente que vive en el campo. 

A medida que nos adentramos en la isla siento los hombros relajarse. La Flaca se pone a contar un chiste malísimo sobre los indios de la llanura y nos reímos porque hace una mueca que le deforma la cara y parece un pez globo justo cuando una señora bastante gorda la golpea al pasar con la cartera en la cabeza.  

Nos espera Ari en coche con otro amigo. Ambos de alpargatas con yute por suela y bermudas. Ambos de sonrisa amplia. Nos abrazamos fuerte. Hay gente que querés enseguida de conocerla y ese cariño se mantiene vaya a saber por qué. No importa lo que después traiga la amistad, los momentos compartidos, los favores, los desencuentros, el modo en que empezó el vínculo. Esas cosas. Contar con él fue como tener un rastro de casa, como recuperar algo olvidado y querido. 

Diego también es argentino. De Buenos Aires. Tiene un tono indefinible al hablar, la piel oliva y los ojos verdes.  Nos cuentan que en el pueblo hay una pequeña comunidad de argentinos. Que son unos siete, ocho a veces. Que últimamente las visitas suceden unas tras otras entonces llegan a diez, poco más. 

Cas Concos se ve vacío si no fuera por un viejo sentado en un portal que dormita con su boina encaramada. Me recuerda a Coronel Dorrego, pueblo de la provincia de Buenos Aires a la hora de la siesta. Había ido un montón de veces de chica al reencuentro familiar con mis tíos abuelos que cumplían sueños de andar a caballo, sostener pollitos o bañarse en el estanque de agua helada. Allá todos se conocen. Acá también. Paramos en el almacén de ramos generales de María Mel y compramos frutas y verduras, junto con mermelada y galletas para el desayuno. Al lado un local con un cartel enorme que dice “Abraxas”. Preguntamos qué es y los chicos dicen “el bar, podemos venir esta noche, se pone bueno”. Alzamos los brazos alternando uno y otro al compás de la cintura. Habría fiesta.

Tomamos un camino de pedregullo fino en buen estado muy angosto que sube y se curva sin muro. Un campo sembrado y amplio. Un par de fincas. Había espacio para lo que fuera a venir. Dejamos pasar a un grupo de cabras que atravesaban el camino con sus campanas al cuello y berreos. Nos interrumpíamos para hablar con Nati y la Flaca decía, “cállense un poco, delen”.  

Diego estacionó en la subida. Una casa enorme de paredes anchas té con leche de dos pisos.

El tiempo como si no existiera. Había el cálido sol de media tarde. El silencio del campo naranja, la belleza rústica de los cactus, la sorpresa de que este fuera el sitio al que quería llegar y que me gustara tanto, los mates del Gastón que salió a recibirnos, las risas, la habitación que nos tenían preparada y parecía tener espacio para todo, incluso para el tiempo con una ventana de cortinas bordada blanca y antigua, sábanas limpias dobladas a los pies de la cama, portal a ambos lados, la tierra seca color tostado.

Ayelén Casanovas

Ayelen Casanovas
Ayelen Casanovas
Nació en Mar del Plata en 1977. Es comunicadora social, fotógrafa y escritora. Trabajó en la producción de programas de radio sobre educación y coordinó talleres multimedia para jóvenes de secundarias. Actualmente se desempeña como docente.

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