Brindis con Witold

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Todo transcurría del siguiente modo: el pequeño Lucas jugaba con las avellanas sobre la alfombra mientras mi prima Andrea, tardía pero irreprochablemente convertida en madre, explicaba las ventajas comparativas de los pañales descartables y su esposo, el culeiforme Antonio, volvía a llenar las copas. Poco a poco Andrea iba ganando la atención de todos y las tías la auxiliaban con oportunas interrupciones, añadiendo anécdotas y recuerdos pañaleriles, de manera que el asunto de los pañales empezaba a cobrar asombrosas dimensiones y la conversación se pañalizaba irremediablemente, a pesar de los esfuerzos que hacía mi padre desde su rincón para proseguir con el relato de las peripecias en la Argentina de cierto escritor polaco que, por desgracia, sólo él conocía.

   Igualmente, creo que en el fondo todos sentíamos alivio de que hubiera por fin un bebé en la familia porque ahora podíamos dejar la conversación a cargo de Andrea, que ya era toda una madre consumada, para que entre ellas y las tías se ocuparan de que la charla fuese inofensiva y aseguraran, sobre todo, que no se discutiera de política, para que pudiéramos llegar sin sobresaltos al brindis de las doce.

   Mi madre, convenientemente ubicada, vigilaba con disimulo el ir y venir de los platos y notaba con desesperación que su torta de ricotta no había podido competir con la tarta de frutillas de la tía Carmen. Inesperadamente pródiga, trataba de convencernos a mi hermano y a mí de que comiésemos un poco más de la suya y sufría como si la estuviésemos traicionando cuando tía Carmen nos ponía en el plato, solícitamente, amorosamente, triunfalmente, más y más tarta de frutillas.

   Confinada por su diabetes, la abuela, lejos de la mesa, contemplaba con desconsuelo el pan dulce distante y menguante, las tortas y garrapiñadas fuera de su alcance y roía con avara lentitud el único pedazo de turrón al que había condescendido la caridad de mis tías, mientras el viejo Mauro encendía la pipa y desde su silla de ruedas iba anunciando con la vista clavada en el reloj: Ahora faltan siete minutos. Ahora faltan seis…

    Sólo Teresa estaba como fuera de sí: apenas podía disimular su rencor cuando miraba al pequeño Lucas. Tal fuera porque la criatura le hacía recordar que a los treinta y cuatro años, ella, infatigable en romances y amoríos, permanecía soltera, o quizá porque por primera vez nadie le prestaba atención, pese a que estaba más escotada todavía que el año anterior, aun cuando apelaba a todos sus tics de diva y cruzaba y descruzaba las piernas y cada tanto permitía que los breteles del vestido se deslizaran por sus hombros con promisoria negligencia. También yo había dejado de mirarla, en parte porque resultaba un poco deprimente el espectáculo de la belleza en retirada, los últimos arrestos del rimmel y el maquillaje; en parte porque ya había tenido ocasión de cerciorarme de que también ella, después de todo, se había puesto corpiño, con lo cual perdían algo de interés los vaivenes de sus pechos, pero sobre todo, sobre todo, porque yo no podía quitar los ojos de mi primita Maite, oh Maite, Maite, sin poder creer todavía que fuera verdad que se había puesto de novia, pero sí, cuando el corcho golpeó en su silla alguien dijo candidato ya tiene y ella había enrojecido y luego rió feliz, era cierto, bien cierto.

(blanco)

   Así, digo, transcurría todo, cuando impensadamente Andrea dio por agotado el plácido tema de los pañales y empezó a discurrir acerca del… del… frenillo, sí, del frenillo del pequeño Lucas, pero no el frenillo del labio, no, no, si no del frenillo de la lengua, la pobre criatura no podía sacar bien la lengua, habría que operarlo más adelante. Imagínense, decía Andrea, cuando en primer grado los demás nenes le saquen la lengua y él no pueda contestarles. Todos nos imaginamos y nos reímos, el tema del frenillo también parecía inofensivo después de todo. Además, intervino tía Carmen, puede tener dificultad para pronunciar algunas letras, la t por ejemplo. O la d, añadió mi madre y hubo aquí un momento de silencio porque todos recorríamos aplicadamente el abecedario. Entonces, y sin que a nadie se le ocurriera impedirlo, Teresa levantó al pequeño Lucas con un canturreo: A ver Lucas, Luquitas, qué pasa con su lengüita y de pronto, empezó a suceder: Teresa sacó la lengua, su propia lengua, pero el pequeñín no quería imitarla, la boquita del nene seguía tercamente cerrada, la lengua de Teresa quedó allí, colgando, y era una lengua lasciva, una lengua de beso desaforado, que se contorsionaba con desparpajo, pero eso sólo fue el principio, porque enseguida acudió para convencer a la criatura la lengua amarillenta, estreñida, de Andrea, y luego la del culeiforme Antonio, que irrumpió de la boca con un mugido, pero no había modo, el pequeño Lucas no entendía qué querían de él y miraba absortos las bocas sucesivas, las lenguas que iban apareciendo una por una, hasta que estuvieron todas afuera, y entonces yo vi… yo pude ver… la lengua incauta, la lengua algo torpe de mi hermano menor y delante de él, al acecho, vi… vi… la lengua de la tía Carmen, que se curvaba como un índice, incitante, experta, ofreciendo algo que no era de ningún modo tarta de frutillas. Pero esto fue otra vez sólo el principio porque vi… lo que allí se revelaba sin disimulos, en las mismas narices de la maternal Andrea: que la lengua de su esposo, que la gruesa lengua del culeiforme Antonio y la lengua envilecida de Teresa no eran absolutamente extrañas; que, muy por el contrario, había una turbia concertación en aquellas lenguas que salían de ambas bocas al unísono, como burlándose de todos. Y luego vi la lengua de la abuela, seca y correosa, y vi la lengua carcomida por el tabaco del viejo Mauro, y aunque quisiera no haberlo visto, vi que aquellas lenguas desenterradas parecían reconocerse después de años y años y se tendían obscenamente una a la otra y yo no quería mirar más, sobre todo no quería mirar la lengua de Maite, pero era imposible no verla, allí estaba, exhibiéndose desafiante frente a mí, oh Dios, era una lengua inusitada, enorme, que contradecía con brutalidad su boquita diminuta, pero había algo mil veces peor: aquella lengua… aquella lengua… no tenía ya nada de inocente.

   Y aún me sacudía esta última revelación cuando llegó el llanto providencial del pequeño Lucas. Todos rieron, las lenguas retornaron a las bocas, el viejo Mauro anunció las doce, se alzaron las copas, y entre los besos, primero que todos, vino el beso de Maite, suavísimo, muy tierno: insospechable.

Guillermo Martinez
Guillermo Martinez
Es autor de los libros de cuentos Infierno grande, y Una felicidad repulsiva, de las novelas Acerca de Roderer; La mujer del maestro; Crímenes imperceptibles (traducida a 40 idiomas y llevada al cine por el director Alex de la Iglesia); La muerte lenta de Luciana B., elegida en España entre los diez libros del año, y Yo también tuve una novia bisexual (todos publicados por Planeta). En 2019 ganó el premio Nadal de España con la novela Los crímenes de Alicia (Destino). También escribió los libros de ensayos Borges y la matemática, La fórmula de la inmortalidad, Gödel (para todos), en colaboración con Gustavo Piñeiro y La razón literaria (todos publicados en Seix Barral). Obtuvo entre otros el premio del Fondo Nacional de las Artes, el premio Planeta 2003, el Premio Konex de novela, el Premio Hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez (2014), el Premio Milovan Vidakovic en Serbia (2016). Fue jurado de los principales premios literarios: Alfaguara, Planeta, Emecé, La Nación-Sudamericana, Fondo Nacional de las Artes. Dio clases de literatura en la Universidad de Virginia, y en la Universidad de Columbus, en los Estados Unidos, y también talleres literarios en el Malba, la Fundación Antorchas, la Fundación Tomás Eloy Martínez. Dicta actualmente cursos de narrativa en la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF. Es uno de los escritores argentinos más traducidos en el mundo. Uno de sus cuentos ha sido publicado en The New Yorker. Su nouvelle Una madre protectora fue llevada en 2019 al cine por Sebastián Schindel con el título El hijo.

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