-Es la fiebre ‘ña Matilde, le agarró fuerte.
La mujer hablaba más para sí misma que para la madre del chico que esperaba inmóvil, junto a la cama, que la curandera le dijera que todo iba a estar bien.
-Es la fiebre – repetía sin levantar la vista del vientre de Martín – y ya van dos días.
El murmullo de alguna oración la apartaba por momentos de la realidad.
Sus manos dibujaban círculos completos para uno y otro lado sobre la panza hinchada. Desparramaba con cuidado la clara batida a punto nieve. El contacto con el cuerpo ardiente la volvía tibia y pegajosa. Un trapo limpio, recién planchado, cubría panza, mezcla y fiebre para que nada se escapara.
El niño suspiraba aliviado. La mueca de dolor desaparecía por unos segundos bajo las gotas de sudor.
-Hay que esperar que el emplasto haga efecto. En dos horas lo cambiás. Las claras tienen que estar recién batidas. Guardá la gallina en la casa, que no le dé el sol. Los huevos tienen que ser frescos.
Matilde asentía a cada recomendación como cuando iba a misa y el cura hablaba de los niños y de que Jesús los amaba y los quería cerca.
Los animales y los chicos tienen la misma inocencia, pensó y puso la gallina bataraza cerca de la mesa bajo un cajón de madera dado vuelta, a modo de jaula.
Pasó las siguientes dos horas mirando por igual la respiración de su hijo y a la gallina echada. Metió la mano por debajo del plumaje hasta sentir la cáscara tibia. El animal prestaba resistencia haciendo fuerza con todo su contraído cuerpo. Cacareaba suplicando pero la determinación de la mano que sujetaba el huevo fue tan férrea en su arrebato que empezó a correr dando alaridos y chocándose con las breves tablas del cajón.
-No es para menos- pensó Matilde- le estoy quitando un hijo.
Partió el huevo y guardó con culpa la yema. Los dos tenedores crearon rápido la espuma blanca y esperanzadora.
Martín se convulsionaba de terror en medio del delirio y el sueño. Parecía que se escapaba de alguien que terminaría con su vida apenas lo alcanzara. Su cuerpo se movía inútilmente de este lado del sueño, en la vigilia en la que su madre cambiaba el emplasto y le pasaba la mano por el pelo empapado mientras le rogaba a la virgencita que desata nudos, a San Expedito y al Gauchito Gil que se lo salvaran, que le hicieran el favor a ella que no era digna ni de que entraran en su casa. La curandera sí había entrado, primero, y después la gallina y nadie más.
Quizás no lo había hecho bien y los círculos tenían un orden que ella desconocía. Uno para cada lado, completo con la mano abierta. Pero capaz que no, que había que hacer uno primero y otro después y el siguiente en sentido contrario. No lo sabía. Lo único que sentía era la espuma inútil que se hacía líquido apenas tocaba la piel enferma, ardiente y desesperada.
El delirio y la fiebre atravesaban de lado a lado el cuerpo de Martín hasta llegar a ella. La bataraza la miraba quietita. Si hasta le parecía que comprendía su dolor.
Se iba para el pueblo. Aunque fueran las tres de la tarde y el sol se sintiera como sentencia sobre las cabezas, ella cargaba a su hijo en el carro y se lo llevaba al doctor para que lo viera. Acomodó con cuidado el cuerpo pequeño entre unas frazadas que hicieron de colchón y no dejó de repetir en voz alta un rosario de promesas al primer santo que se lo salvara. Cargó también la bataraza. Era lo único que tenía para pagar la consulta.
El camino se hizo rápido. Hasta se sintió aliviada de no tener que ser ella la que lo tocara nuevamente para comprobar si el cuerpo seguía ardiendo o si la fiebre había comenzado a ceder.
Apenas vio el carro y la cara de Matilde, el doctor salió de la salita en la que hacía rato esperaba la llegada de algún paciente. No dijo nada y ella tampoco. Para él fue fácil cargar a Martín como si fuese una pluma y llevarlo corriendo para dentro, no supo a dónde porque la enfermera le cerró la puerta en la cara. Ella entendió, así actúan los doctores. Nada de espera, ni emplasto, ni huevo fresco. Así, directo a lo que hay que hacer.
Y ella a lo suyo que al hombre que le salva la vida a un hijo hay que pagarle.
Fue hasta el carro y tomó del cuello a la bataraza. Con un giro certero de la mano y un movimiento de muñeca preciso y seco, el cuello del animal se hizo de pronto flácido como su cuerpo entero. Estaba hecho. Ella no le debía nada a nadie y no sería esta la primera vez.
Se sentó, gallina en mano, en la sala de espera.
¿Qué es una gallina (aunque sea la única que tiene) para una mujer que paga con ella la vida de su hijo? Matilde acariciaba con paciencia el animal muerto sobre su falda. Estaba contenta.
Se puso de pie apenas sintió que la puerta del consultorio se abría y le hubiera dado la gallina ahí mismo, en ese instante, si la expresión del médico no la detenía como estatua de sal.
-No se pudo doña Matilde, si lo hubiera traído hace unos días era otra cosa.
La mujer sintió que algo la abandonaba. El cuerpo se le aflojó como un disfraz grande y pesado. Cada uno de sus miembros se sentía atraído hacia abajo por una fuerza bestial. Abrió la mano que sujetaba la gallina, que apenas tocó el piso corrió desesperada un par de metros, cuello colgando, antes de caer.
Silvia Catino