Lo había visto la tarde anterior pero no le había dado importancia. Era sólo un auto azul de techo vinílico detenido al borde de la barranca, a unos cien metros de su carpa. Era una mañana fría y los vidrios del auto se veían escarchados o lo parecían. Sonrió. Las parejitas suelen estacionar de noche. De día es otra cosa. No les venía mal el panorama del río a los tortolitos. También le pareció extraño que se mantuvieran en el sitio tantas horas y sin dar señales de vida.
El mochilero empezó a caminar rumbo al auto. Las barrancas en Empedrado son altas, de greda firme, rojizas. Las playitas son lamidas mansamente por el río.
El Paraná corría somnoliento y arenoso. Se precipitó cuesta abajo, hundió sus borceguíes en la arena húmeda y trepó sin dificultad la barranca hasta llegar al costado del coche. Era un viejo Falcon de techo vinílico, tal vez del ’72, azul y bastante abollado. Se asomó.
No vio a nadie dentro. Limpió con su mano la escarcha para ver mejor. Tocó el capó y le llamó la atención que pareciera estar tibio. Desde su carpa, a cien metros, no había escuchado ningún motor encendido. Haciendo visera con una de sus manos volvió a asomarse al interior. Creyó escuchar una melodía y una vocecita cantando. Miró alrededor y los únicos sonidos provenían del viento y del rumor de la correntada. Regresó a mirar adentro. Fue entonces que se dio cuenta que la radio del auto estaba prendida. La ventana se había vuelto a empañar y la limpió con el codo. En la butaca del conductor se veía un fajo de dinero, una hoja blanca escrita a mano y una cajita negra de condones abierta. Las cuatro puertas del vehículo estaban trabadas.
Sus ojos se clavaron inquietos en el asiento trasero. Limpió el cristal y lo primero que descubrió fue un pulóver celeste enroscado como una víbora. Había algo más. Ladeó entonces la cara y entre la confusión y el terror, distinguió los ojos helados de una muchacha rubia. Era una chica joven y estaba muerta. Su cara estaba semitapada por el pulóver celeste. Pegó su cara al vidrio y alcanzó a escuchar a un locutor hablando del clima. Se echó hacia atrás, retrocedió unos pasos, escudriñó los alrededores, la soledad era absoluta. Muy lejos se distinguía una canoa inmóvil bajo el resplandor de la mañana.
Tomó de su cintura un cuchillo de caza y empezó a tratar de abrir una de las puertas. No lo consiguió. El sonido de su corazón lo mareó, unas arcadas lo doblaron en dos y vomitó. Sentía un terror cerval por la muerte y allí, dentro de un auto, tenía una mujer muerta. Desistió del intento de abrir la puerta. Sería mejor llamar a la policía.
Buscó su celular en uno de los bolsillos del pantalón y cuando estaba por llamar, una voz lo detuvo:
– Momento, momento, guardá ese teléfono.
Giró y se encontró con un hombre canoso, muy tostado, el sudor lo hacía brillar como si lo hubieran lustrado con betún; vestía una bermuda verde y una chemise amarilla. Lo apuntaba con una pequeña pistola.
– A ver, pibe, vamos al grano. Agarrá estas llaves – el tipo le arrojó un juego- son las del auto.
– Oiga, ¿qué le pasa? – dijo el mochilero con las manos en alto.
– Yo hablo, vos no hablás, ¿sí? Si hablás te meto un tiro en la frente, ¿sí?
– Sí –dijo el mochilero.
– Ahora abrí el auto, la puerta trasera, ¡dale! – el canoso ahora temblaba, su mirada en cambio era firme, atemorizante.
El joven abrió la puerta y vio claramente el cadáver de la chica: estaba desnuda, las piernas semiabiertas, como si se estuviera por desarmar. Se escuchaba la voz de Madonna en la radio encendida.
En ese momento, el pulóver celeste se deslizó y pudo ver el rostro completo de la muerta, había sido muy linda. Aún lo era a pesar de que su piel parecía de papel maché gris.
– Sacate los pantalones y los calzoncillos – dijo el canoso- ¡no jodás, ahora, ya!
El mochilero quedó desnudo de la cintura para abajo.
– Ahora, hacé lo que tengas que hacer para que puedas tener sexo con ella, ¡vamos! ¡Hacélo ya!
– No puedo, señor…
– Hacélo o te hago pedazos a tiros.
– Entrá al auto y hacélo, dale, no tenemos toda la mañana.
El mochilero, desesperado, no podía concentrarse en ningún pensamiento. El miedo lo había puesto a temblar. Jadeaba mientras el canoso le gritaba que montara a la muchacha muerta.
– No puedo, señor, por favor, no…- el mochilero lloriqueaba y cerraba los ojos para no ver el cadáver que tenía casi debajo de su cuerpo.
– No seas pelotudo, es tu regalo de cumpleaños…
El canoso avanzó y con fuerza intentó cerrar la puerta del auto. El muchacho la detuvo con un pie y se enredaron en un forcejeo. El canoso perdió la pistola y el mochilero empezó a sacar su torso del interior del auto. Sentía la carne blanda de la muerta debajo de sus rodillas.
De un salto, el canoso se abalanzó sobre el arma, giró y abrió fuego.
El mochilero recibió el impacto en el cuello y cayó lentamente bañado en la catarata de sangre que, como un sifón, disparaba su arteria. Quedó tendido con la mitad del cuerpo fuera del auto y la otra mitad sobre el cadáver de la chica.
El hombre canoso se recostó en uno de los guardabarros del Falcon y prendió un cigarrillo. Se puso a mirar el río. Observó su reloj, del bolsillo de la bermuda extrajo su celular y marcó.
– Hola, ¿Destacamento? Le habla el prefecto Medina Loria, tengo un 10-36, necesito refuerzos, acabo de impedir una violación, que vengan también los forenses, hay dos muertos.