Me despierto cada mañana pensando qué haré con mi día, qué haré con mi vida. Qué haré.
Vuelvo atrás.
Me despertaba cada mañana pensando qué hacer con ese día, qué hacer con mi vida. Qué hacer.
Hoy sé qué voy a hacer.
Al fin y al cabo, no elegí vivir aquí, en esta villa de verano con poca gente y mucho silencio, paz, cierta soledad, sólo por cambiar de ritmo, dejar atrás el estrés, la gran ciudad, reconstruirme. Lo hice para buscar el espacio, el tiempo y la oportunidad para consumar aquello que vengo pergeñando desde hace tiempo, mucho, siempre.
Tengo que sentir y ver cómo muere alguien por mi decisión, sólo por mi decisión. No por un destino manifiesto, ni por alguna loca pasión, ni por una brutal consecuencia del ego. Por mí. Porque lo he determinado como un úkase. Porque lo necesito y lo deseo.
De tal forma, desperté esta mañana pensando cómo aprovecharé el día para hacer de mi vida otra, qué haré para que esa nueva vida contenga la de un alguien que se someta a mi decisión.
Hoy seré el que quise ser.
Buenos Aires es demasiado grande para un hombre solo que se ha negado el teatro y el cine, conciertos, exposiciones, amigos y charlas de café durante años. Por eso, Rodolfo Samaniego decidió que ya no quería vivir en ese monstruo multicéfalo, agobiante, brutal, habitado por gentes que veía arrastrarse por las calles como gusanos antropomórficos, viscosos, agotados.
Vendió su departamentito de dos ambientes en pleno Barrio Norte a entregar con la escritura en treinta días, hizo un recuento de ahorros que sumó a lo cobrado en la escribanía tras la firma del boleto, contabilizó deudas y acreencias, subió a su Renault rojo en buen estado y partió. Hizo los números con eficiencia de contador con treinta años de profesión y concluyó en que con esa plata podría comprarse una casita en la costa. Cerca del mar. Buen lugar para su proyecto, su nuevo proyecto de vida.
Era otoño, casi invierno, cuando llegó a esa villa que conocía por fotos y había admirado por décadas sin animarse a pisarla. Lugar perfecto para la misión elegida: conocido por nadie, cierta soledad. El hotelito, visto de afuera, parecía acogedor. Bajó su valija y el bolso y pidió una habitación a esa mujer que revisaba papeles sobre el mostrador de roble.
—Hay buena calefacción, señor. Pero no pida maravillas porque en esta época andamos escasos de personal, con pocas cosas que ofrecer. Algún café, alguna bebida y pare de contar. ¿Se piensa quedar muchos días?
La miró sin responder. Encogió los hombros y la siguió a la habitación en el primer piso, con vista a la calle de arena.
—No soy muy hablador, señora. Más bien, un fanático del silencio. Así que…
—Tampoco me gusta hablar. Por mí, boca cerrada.
La miró irse, calculándola. La habitación parecía cómoda. Probó la cama y asintió con la cabeza. Miró a través de la ventana y le gustó la vista: verde, un pinar a pocos metros. Mañana saldrá en busca de su nueva casa. En un mes estará viviendo en ella.
Elegí un chalecito sin ostentaciones pero cómodo, con buen terreno bien cuidado y un vencindario de turistas veraniegos. La plata sobró para algunos arreglos necesarios. Me instalé en uno de los dormitorios con mis muebles porteños y el otro lo medí con los ojos una y otra vez. Ya había decidido que quedaría vacío, o casi. Sonreí con tristeza: allí cumpliría mi sueño recurrente, cada vez más repetido, presente en cada noche.
Ya llevo un año en la villa. Anduve sus calles arenosas con buen tiempo y temporales. Con frío y calor que aplastan, cada cual a su manera. Fui viendo casa por casa, gente por gente. Sé quién vive donde, cómo. He visto sufrir y reír, lavar el auto, reparar cabinas de gas, levantar paredes, juntar ramas, podar, sembrar, renovar el césped, encender el fuego para el asado. He visto plomeros tender caños de pvc, electricistas pasar cables, albañiles tirar chorizos a la parrilla y fraguar sus mezclas. He visto mujeres mirando tras los vidrios de sus cocinas, mujeres llevando o trayendo chicos a o del colegio, he visto chicos escapando a esas mujeres para no soportarlas. Me quedé minutos, largos, observando tipos que podaban árboles a cuatro, cinco metros de altura, con ruidosas sierras y sofisticados cinturones de amarre. Ví camiones, camionetas, autos, mezcladoras de cemento, taxis. Me detuve a escuchar de los jardineros si está bien podar ahora o esperar el frío, o el calor, o lo que fuere. Nada de lo que decían me interesaba, en verdad: simplemente se trataba de escuchar sus voces, medirlas, imaginarlas en el proyecto. Cada caminata diaria fue, todo un año, el necesario aprendizaje para esto que empieza hoy, ahora, cuando estoy en mi cuarto escuchando las noticias en la penumbra del amanecer.
Rodolfo Samaniego tiene 54 años y alguna vez fue feliz. Tuvo un matrimonio breve pero intenso y dos hijos a los que no ve desde hace… no recuerda. Cuando su mujer lo dejó no volvió a sentir nada por nadie, olvidó lo que sentía por ella y por los chicos y se sumergió en una vida solitaria, carente de amigos. Sabía que ese trabajo rutinario cargado de números ajenos, único empleo desde que terminó la facultad, se iba destiñendo, deshojando el atractivo de otros tiempos. Fue perdiendo pelo y palabras, comiendo siempre lo mismo, bebiendo a veces de más, encerrándose en una saludable cárcel personal.
—Usted tendría que salir más, Samaniego. Está pálido como un muerto. A veces me pregunto si en realidad vive o es un fantasma.
Imbécil el jefe, pensaba Samaniego. Para este imbécil, se dijo, la vida es eso: salir. Una pérdida de tiempo, una trampa. La vida es otra cosa, se dijo, es estar con uno mismo mirando hacia adentro. Era su manera de regar el proyecto, verlo cómo soltaba sus ramas y se transformaba en nervaduras mutadas en venas inundadas con odio, con odio.
Hoy empieza y termina. No tengo duda alguna al levantarme y pensar cómo lo haré y a quién. Tampoco vacilo al vestirme con un jogging adidas frizado, medias cortas yves saint laurent, zapatillas nike y una vieja remera signia con huecos en las axilas. Debo ser muy cuidadoso con los detalles, me obligo (ahora veo que es una obviedad haberlo dicho), cuando meo caudalosamente mirando la ventanuca de ventilación en el baño que hice reformar para mi placer y mi plan. Voy a esa mesada excesiva con ese lavabo tan moderno y abro la canilla mientras miro mi cuerpo en el enorme espejo. Anoche bebí más de lo que debo si quiero que todo salga bien. No pude evitarlo, acepto. Hoy será diferente, afirmo, mientras me lavo las manos con cuidado, dedo por dedo, uña por uña. Me gusta jabonarme la cara y las axilas con heno de pravia y enjuagarlas aunque se mojen el piso y la mesada. Me cepillo los dientes con el colgate triple acción que no cambiaré por alguno más moderno, lo sé. Siento la cara fresca, la boca fresca pese a la resaca. Seco con cuidado la bacha, las canillas, un poco del espejo salpicado. Miro el piso y no está tan mal. Se secará sin manchas. Me pongo antitranspirante axe, me miro en el espejo, me encuentro un pelo en la nariz y lo elimino con un toque de pinza de depilar. Miro el ventanal. Hay un sol tímido que ilustra los árboles y el césped del jardín.
Abajo espera el perro, ansioso por salir y comer. Le sirvo su alimento, me pongo la campera, cierro la reja y salgo a la calle.
Esta vez, la caminata será larga. Necesito cansarme, mucho. La misión no será la misma sin sentir el cuerpo agotado y la mente clara.
Cuando Samaniego se fue de Buenos Aires no quedó de él referencia alguna. Ni dirección ni teléfono, ningún rastro. No cambiaba mucho esta abrupta desaparición para sus compañeros porque hacía tiempo ya que era una sombra que entraba a su privado a las 9 y se iba a las 5, de lunes a viernes, sin faltar jamás. En ¿cuántos años? no se le escuchó palabra alguna fuera del saludo y alguna que otra aclaración sobre números. Era como una escultura de piedra sentada frente a la computadora o sumergida en papeles, facturas, libros. Su ex mujer hacía tiempo ya que había abandonado todo intento por hablarle, y sus hijos no extrañaban nada de él. Escapó también de la memoria y los afectos.
Samaniego pasó a ser nadie, nada. Hasta ayer, cuando llegó la noticia.
La playa está desierta, el mar en calma, el cielo azul. Una linda mañana para caminar y pensar.
Pensar. Se me instala de pronto, clarita, entera, una frase de Hamlet a Rosencrantz (ya no recuerdo cuándo fue la última vez que lo ví en el teatro, y tampoco cuándo lo leí): “No existe nada bueno ni malo; es el pensamiento humano el que lo hace aparecer así”. Coincido. Todo tiene una motivación, todo es justificable o no según quién lo piense. Estoy satisfecho con mi decisión: ya sé quién morirá en mis manos.
Pese al frío vuelvo transpirado. Abro la canilla, lleno un vaso con agua y lo tomo a sorbos largos. El pecho retumba y no sé si es por el esfuerzo o por lo que vendrá. Creo que es una mezcla de ambas cosas.
Estoy ahora en el baño. Me desvisto, lento, y me miro en el espejo. No veo tristeza, ni odio, ni bronca, nada que revele un sentimiento. Tampoco vienen a mí recuerdos. Es tal y como lo vengo imaginando desde hace años. El agua de la ducha cae intensa y cálida. Me lavo con esmero, parte por parte de mi cuerpo sin dejar espacio sin jabonar. Me enjuago hasta eliminar hasta el menor vestigio de champú y jabón. Me seco.
Desnudo, sonrío. Tomo la navaja y voy a la habitación vacía.
Julio Petrarca