¿Abrimos una cerveza ahora o esperamos?
—Esperá un poco mejor. Dejalas en la heladera un rato, el chino nunca las tiene muy frías.
Está destemplado afuera de ese tercer piso que balconea sobre la Avenida Avellaneda. Quizás hoy era más para un vino, incluso un whisky, pero cuando empezaron a pintar era verano y les quedó la costumbre, como un pacto. Entonces Carolina empuja las dos botellas hacia el fondo del estante más frío, cierra la puerta y vuelve al living. Allá al fondo, pegado al balcón, hay un atril sobre el que se apoya un bastidor con un lienzo. No es grande, no mucho más de un metro por un metro. Ese es el tamaño de la obra y eso es lo que mira Josi. Primero de frente; después se balancea como un boxeador, hacia un lado y hacia el otro, hacia adelante y hacia atrás, con la vista clavada en el objetivo. Carolina atiende la escena desde la cocina y sin darse cuenta acompaña el bamboleo.
—No le creo mucho la cara a este nene. Parece más grande —dice Josi.
Caro se acerca despacio.
—See, puede ser. Igual es un detalle…
—Esto se termina hoy, Caro. Algún día hay que decir “ya está”. Hoy hay que atacar los detalles.
*
Sobre el fuego bajo hay una olla. Adentro se cocina, desde hace horas, el puchero número doscientos mil de los que lleva hechos Graciela en su vida. Automática, agrega condimento, chequea la sal, corta un poco más de verdurita. Si supiese que este es el último no lo creería, o al menos tomaría nota de lo que está haciendo pero, como no sabe, sólo sigue la rutina. Parada, como siempre, a pocos metros, mira la olla y escucha el borbotear. Su marido muerto, el Francés, le enseñó que ahí está el secreto de cocinar a la olla. En el sonido. Si es demasiado fuerte, algo se cocerá de más. Si escasea, algo llegará crudo a la mesa. Entonces observa desde una distancia que también es automática, se agacha para chequear el nivel del fuego, se estira para ver el tamaño de las dos o tres burbujas que explotan suaves. Pero sobre todo escucha mientras afila el cuchillo haciendo círculos en la piedra —eso también se lo enseñó el Francés — y espera a Pablito, su nieto, que le pidió puchero como siempre cuando llega el frío.
*
La segunda cerveza suelta un poco la lengua y también las manos. Josi piensa en que Caro usa el pincel como un puñal y en que el lienzo parece su oponente. Se aleja, lo mira, lo mide y luego arremete. Dos o tres toques y se repliega. Hacía adelante deja marca. Hacía atrás observa y espera en guardia. Parece una danza. Josi la mira con una media sonrisa. Piensa en que le queda lindo pintar.
—Es que no sé si ese nene tiene que estar triste, contento… ¡Ni siquiera sé por qué está ahí! —se enoja Caro. —¿Por qué lo pusiste?¿Te acordás?
—No sé… —Carolina toma un traguito de cerveza. —Me parece que fue aquella noche que dijimos eso de que nos gustaría ser como Benjamin Button.
—¿Por eso tiene la edad cambiada? —arriesga Josi.
—Puede ser, puede ser, sólo me acuerdo de que te fuiste, yo me quedé mirando el cuadro y agregué al nene ese, yo que sé.
—¿Querés borrarlo? Por ahí es más fácil.
—No sé… No sé si es para tanto. Pero no sé qué hace ahí, en medio del paisaje.
*
El sonido del timbre despierta a Graciela de la ensoñación con la que escucha los plop plop de la michoteaur. ¿Qué quiere decir michoteaur? Ni idea, esa era la palabra que usaba el Francés. “Esto se hace en la michoteaur”, decía siempre, y quedó. Pero no piensa en eso Graciela cuando arrastra los pies rumbo a la puerta sino en Pablito, el nieto único. Su hija no lograba quedar embarazada hasta que una vez la fue a ver y llorando le contó que al fin iba a ser abuela. Piensa en eso, en todo lo que le costó a ella parir a su nena, en que no quería que creciera, en que ojalá se hubiese quedado en pañales para siempre. Y en que hoy le va a contar a Pablo que el último estudio le dio mal pero que bueno, que nadie vive eternamente. El timbre que suena de nuevo, Graciela que guarda el cuchillo en el bolsillo de la bata. Los pensamientos le duran todo el pasillo del ph, ahí a la vuelta de la cancha de Ferro. Del otro lado de la puerta está el nieto y ella le abre, con el cuerpo esperando el abrazo caliente en la noche destemplada de Caballito.
*
—¿Te molesta si fumo acá adentro?
—No, para nada. Además es tu casa.
Caro busca un encendedor, dice a la pasada “igual fumo tan poco que ni ceniceros tengo”. Josi aprovecha la pausa, se levanta del sillón que lo tenía absorbido y camina hacia el cuadro. Se acerca de a poco, va de lo general a lo particular. Le agrada la tonalidad y piensa que estuvo bien aquella primera decisión veraniega de jugarse por los ocres. Era una obra larga, iba a terminar en otoño, quizás en invierno. Carolina se lleva el cigarrillo a los labios, aspira, exhala despacio, lo ve mirar y lo escucha decir.
—No te va a gustar esto, pero a mí me parece que ya está.
—¿Cómo que ya está? ¡No!
—Y sí, Caro. Ya está. Algún día iba a pasar.
—¿Y el nene?
—El nene está de más. Matalo.
*
Pablito ya la abrazó. Ahora mira a la vieja que camina delante suyo, escucha cómo se arrastran los pies por el pasillo de baldosas mojadas. Huele de lejos el puchero, hace un comentario, imagina la sonrisa satisfecha de su abuela cocinera. La ve darse vuelta, le dice de nuevo “debe estar delicioso” y ella es verdad que sonríe pero saca de entre la bata el cuchillo de cocina que afiló en la piedra que le enseñó a usar el Francés y le pega una estocada a fondo, en el estómago. Pablito no entiende, apenas si la escucha decir algo así como “siempre estuviste de más, algún día iba a pasar, algún día iba a pasar”.
*
Josi baja la escalera mientras piensa en que son un poco incómodas esas despedidas. Por suerte pasan rápido. Tres horas hablando frente a un cuadro y sin embargo los finales se parecen a una huída, qué infantiles. Un roce de mejillas de compromiso, unos pasos hasta el auto y listo, Caro seguirá siendo una razonable pintora y Josi un aceptable crítico. Pactos son pactos.
Entra rápido al coche, no llueve pero no le gusta como está el aire, tan lleno de humedad. Pone primera, enciende las luces altas porque no se ve nada, hace unos metros y dobla por Avellaneda. En el medio de la avenida se le aparece una vieja que casi se le tira encima del capot. Frena asustado, baja la ventanilla, ve la cara de desesperación de la mujer que, cuchillo en mano, le pide que llame a alguien. Al 911, a la policía, a alguien.
—Lo maté — llora sin lágrimas. —Estaba de más. Siempre estuvo de más en mi paisaje.