La gallina hace un movimiento brusco con la cabeza y camina por la habitación. Se desahoga con un cacareo excitado, nervioso. Picotea en el piso como si pudiera encontrar una lombriz y vuelve a levantar la cabeza. Tiene unos ojos marrones con párpados traslúcidos. Antonio se apoya en el bastón, lo entusiasma observar el plumaje blanco y la cresta anaranjada que tiembla al andar. Pero escucha que su hija entra al departamento y tiene que salir antes de que lo encuentre. Le tira un puñado de maíz partido y cierra la puerta del cuarto. Mejor apurarse antes de que Amanda vaya a fastidiarlo. No la esperaba tan temprano y tiene miedo de que lo descubra. ¿Cuánto hace que su hija no pasa por el departamento? ¿Fue hace dos semanas, tres o cuatro? No puede acordarse. Se arrepiente de haberle dado una llave. Ya es tarde para pedirle que se la devuelva. También, para caminar a las apuradas sin que el dolor del ciático lo castigue con un latigazo en la cintura.
Deja el bastón a la salida del cuarto. No quiere que lo vea usándolo, tampoco es que lo necesite en todo momento. Solo lo usa para descansar un poco el cuerpo y aliviar el ciático. Ella no lo entendería.
Antonio apoya una mano sobre la pared del pasillo y respira profundo. Un espasmo le recorre los brazos y le entumece los dedos. Se olvidó de tomar las pastillas de colágeno, la metformina para la diabetes y la píldora para la presión.
Se frota las manos y avanza.
—¿Qué estabas haciendo, papá? —le pregunta Amanda.
—Ordenando la habitación.
—Cebate unos mates.
Amanda saca el celular de su cartera, no levanta la vista cuando Antonio se acerca a darle un beso. Desliza un dedo por la pantalla de su celular. Antonio sigue hasta la cocina. Enciende la hornalla y pone la pava al fuego. Mientras agarra el paquete de yerba, piensa en la gallina y siente como si tragara un puñado de arena. Ya no distingue con claridad los dolores de las emociones de los del cuerpo. ¿Y si su hija se da cuenta? ¿Qué explicación le va a dar? Un día soñó con las gallinas que tenía en Balcarce. Esa mañana, pensó que si no se podía dar los gustos en vida cuándo se los iba a dar. Buscó una tienda de avicultura online para comprarse una gallina. La pagó como le enseñó Amanda, por transferencia. Un repartidor le dejó la gallina en la puerta del departamento. Hoy se puede comprar cualquier cosa por teléfono.
No la va a devolver, claro que no. Aunque se imagina qué le diría su hija si lo descubriera: ¿A quién se le puede ocurrir criar una gallina en un departamento?
Carga el mate y se mira las manos. Tiene la piel llena de manchas color café y unas venas gruesas y azuladas. Siente unas puntadas en los dedos y esas malditas sensaciones en los brazos que no lo dejan en paz. No piensa decirle nada a Amanda, tampoco lo del bastón. Solo estira el brazo y aletea un poco para quitarse el malestar. Se asoma a la sala para hacerle una pregunta a su hija.
—¿Querés comer algo? Tengo mortadela y galletitas secas —le ofrece Antonio.
—¿Y por qué tenés fiambre?
—Compré un poquito —le responde.
—Tenés la presión alta. No podés comer mortadela.
—Son doscientos gramos.
—Ni doscientos gramos ni cincuenta ni nada.
—Estás exagerando, Amanda.
—No se te puede dejar solo.
—¿Querés o no, hija?
—Con los mates estoy bien.
Amanda le hace un gesto con la cara. Antonio prefiere hacerse el desentendido y evitar la discusión. Vuelve a la cocina para controlar el agua. Por lo menos, su hija aún no ha descubierto nada; la gallina es silenciosa. Antonio se conforma con poco. ¿Y qué le podría decir? En todo caso, es su departamento. Un perro, supone que le diría ella si lo descubriera. Un gato sería aceptable, le sugeriría. Pero no le gustan esos animales, le traen malos recuerdos. ¿Por qué no se mete en sus cosas? Él tampoco la cuestiona, jamás le pregunta por qué sigue sola a sus cuarenta y cinco años. ¿Y qué si tiene una gallina en una de las habitaciones? Tampoco hay que exagerar. La gallina es mansa, tanto que a veces la deja andar por el departamento. Jamás hace sus porquerías fuera de la habitación, como si supiera. Mejor que un gato o un perro. Antonio mandó a sacar el colchón de la cama y la mesa de luz para que tuviera más espacio. Cuando no duerme en su caja de cartón, el ave se sube al esqueleto de la cama. Rasca con sus garras las tiras de madera y se echa entre las tablas. Se queda ahí, inmóvil, frente al crucifijo que cuelga de la pared. Antonio le abre la ventana del cuarto para que el sol de la tarde rebalse sobre su plumaje blanco.
La válvula de seguridad empieza a silbar, casi se le pasa el agua. Agarra un repasador para levantarla. Deja la pava, un tarro de azúcar y las servilletas sobre una bandeja. La lleva a la sala. El trecho es corto, no necesita el bastón. En el camino, le parece escuchar el picoteo de la gallina en la puerta de la habitación. Un escalofrío le recorre la espalda y otra vez siente una necesidad espantosa de rascarse. No puede disimular la cara de preocupación y molestia. ¿La escucha o es su imaginación? Lo duda por un momento. Deja todo sobre la mesa y se sienta. Ceba el primer mate. El agua caliente sobre la yerba hace una espuma verde. Se lo pasa a su hija. Espera que Amanda le diga algo, sin embargo ella no se ha dado cuenta.
—¿Está bien el agua?
—Sí, papá.
—¿Viste a tu hermana esta semana?
—No, está medio perdida.
—¿Pero hablaste con ella?
—Hablamos seguido, sí.
—¿Le podés decir que me llame?
—¿Y por qué no la llamás más tarde?
—No quiero molestarla.
Amanda lo mira a los ojos.
—Papá, está todo muy cerrado acá —le dice cuando le devuelve el mate.
—Estoy bien así.
—Abrí un poco los ventanales.
—Cada tanto ventilo.
—¿No sentís nada raro en el departamento?
—No, hija —le responde.
Antonio nota que las manos le tiemblan.
—El departamento no huele bien.
—¿Por qué lo decís?
—Tiene olor a chiquero.
—No lo siento.
—¿No lo sentís? —le dice—. Quizás ya perdiste el olfato.
Antonio contiene las ganas de aletear para quitarse la sensación de picazón y calambre. Empina la pava sobre la calabaza. No, no le contesta. ¿Para qué? Esas ironías de Amanda lo ponen de mal humor. Si le llega a decir algo de la gallina, no sabe cómo va a reaccionar. Alguna vez se tiene que hacer lo que él quiere. ¿Cuántos años más le quedan de vida? La gallina es tranquila y no tiene pensado conseguir un gallo. Eso sí que crearía un escándalo, aunque ganas no le faltan. Justo se lo había comentado a uno de los muchachos que le lleva los pedidos. Le mostró la gallina y le contó que la había comprado en una tienda online. Pensó que le llevarían un pollito, pero se aparecieron con una gallina criolla que tiene el andar de una reina pedante y un pecho enorme. El muchacho le preguntó si se la pensaba comer. Antonio le respondió que no, que de ninguna manera. Se quedó con ganas de contarle que había crecido en un campo, en Balcarce, rodeado de sierras y árboles de membrillo. Que su padre sembraba papa y tenía un criadero con cientos de gallinas. Que de niño corría en el gallinero solo por diversión. Le gustaba meterse dentro de una nube de plumas mientras las aves aleteaban desesperadas. Que vio un documental en donde decían que las aves eran descendientes de los dinosaurios y eso lo sorprendió. Pero el muchacho estaba apurado y no le dio tiempo. Cuando Antonio volvió a hacer un pedido, fue otro que ni lo saludó. A los repartidores los cambian todas las semanas como si fueran descartables. Hay que tener mucha suerte para que caiga uno con ganas de hablar.
Amanda le da las gracias y le pasa el mate. Se levanta y mira el departamento. Va hasta el balcón y después recorre la sala como si estuviera haciendo una inspección. Pasa un dedo sobre la biblioteca para ver si está sucia. Antonio odia que su hija haga eso.
—Estuve hablando de tu situación con Clara.
—¿Qué situación?
—Pensamos que quizás vas a estar mejor en otro lado.
—Acá estoy bien.
—Pensalo, papá.
Antonio no se atreve a preguntar a qué otro lado quisieran llevarlo. A un gallinero con un montón de su especie, piensa. Todos ahí, metidos en un criadero, empollando el tiempo.
La gallina cacarea. A pesar de que la puerta del cuarto está cerrada Antonio la escucha como un eco retumbando por las paredes. Un sonido que viene desde dentro del departamento y que a la vez está en su cabeza. Antonio espera que su hija le diga algo. Amanda solo lo mira a los ojos y no insiste. Agarra la cartera de la mesa y va hacia la entrada. Las visitas son así, tan rápidas como un aleteo.
Antonio la acompaña y la despide con un beso. Cuando cierra la puerta, el calambre y la picazón se vuelven más intensos. Camina hasta el cuarto y agarra el bastón. La gallina está otra vez echada en esa caja que tiene por nido, quizás empollando uno de sus huevos infértiles. Los ojos enrojecidos, la cresta anaranjada, satisfecha, acurrucada. La luz de la tarde se coagula sobre el plumaje aterciopelado. Está en uno de esos momentos en los que es tentador querer acariciarla. Quizás tendría que estar en otro lado, piensa Antonio. En el campo, picoteando entre los yuyos, escarbando la tierra para darse el gusto de sacar un gusano gordo o una suculenta lombriz. Se siente un poco culpable y la deja tranquila. Cierra la puerta y va hasta el balcón. Otra vez el calambre en los brazos y esa picazón insufrible en la piel. Quizás un poco de aire fresco lo ayude. Abre los ventanales y acerca una silla a la baranda y se sube con ayuda del bastón. Pero el aire que llega desde la calle no lo alivia. La piel le empieza a arder, no se asusta. No, hasta el momento en que se quita la primera pluma y siente una necesidad irrefrenable de aletear entre las nubes.
Gastón Irigaray

