Una vez mi madre estaba cruzando la plaza Vicente López, en Barrio Norte, con unas amigas que iban horrorizadas por los mendigos que acampaban entre los árboles. De repente, desde la sombra de un toldo de plástico se oyó la voz de uno de esos tipos que la saludaba: Adiós, señora Ana. La conocían de los refugios donde ella trabajaba como asistente social. A veces me traía el currículum de alguno escrito a mano, para que yo lo pasara en limpio. Había de todo, desde gente analfabeta sin ningún oficio hasta profesionales que en algún momento habían quedado a la intemperie. Muchos eran alcohólicos. En los refugios se quedaban un tiempo, se recuperaban, comían, se bañaban, les daban ropa, quizá conseguían trabajo, se iban a una pensión, mejoraban, y a los dos meses reaparecían en harapos.
Mamá compaginaba los contrastes. Terminaba de ayudar a personas caídas en la mugre gris de la calle y pocas horas después estaba acompañando a mi padre al cocktail de una embajada. Editaba a su manera esos saltos. No sé bien cómo lo hacía. A veces yo quedaba entre cuadro y cuadro: iba a un colegio inglés, de blazer y corbata, pero de pronto, cuando necesitaba botines de rugby, a mamá le parecían muy caros y me compraba los botines Sacachispas, con tapones de goma, que eran la burla de todo el equipo. Con la plata que cuestan esos botines come una familia durante un mes, decía, y seguro que era cierto. Ahora veo que ella estaría tratando de unir lo imposible, el comedor del refugio y los tics de clase alta, buscando un lugar improbable, en medio de esas incoherencias y contradicciones. Siempre estaba parada en esa zona incómoda, ocupándose de todos.
A mediados de diciembre nos íbamos a Pinamar cuando todavía era un balneario chico, con calles de arena. El cine no abría hasta enero y en los días feos no había nada que hacer. Mamá inventaba programas: vamos al centro a comprar espirales para mosquitos, vamos a las dunas, vamos al barco hundido, vamos a juntar caracoles, vamos al bosque a juntar piñas para la chimenea, y nos cargaba en el auto con mis hermanas y algún amigo sumado. Corríamos por la playa, con el viento del mar en las orejas. Mamá riéndose, con un cuidado un poco descuidado nos dejaba hacer, probar, saltar, empaparnos hasta quedar azules de frío. Nos tirábamos de un acantilado de arena, gritábamos adiós mundo cruel, y volvíamos a trepar el médano jadeando.
Estoy hablando de esa chica rubia. Esa mujer joven corriendo por la playa, o mirándonos desde la confitería del parador, tomándose un café o una cerveza con su amiga Maruca. Las olas enormes de la sudestada levantándose y reventando en la rompiente y nosotros, rubios y desgreñados como niños vikingos, haciendo pozos, guerra de arena, volcanes. Cada tanto nos relojeaban del otro lado del vidrio, a ver si estábamos todos.
Se empezó a enfermar después de cumplir sesenta. Así que tuvo muchos años de salud y buena vida. Pero es una cuestión de perspectiva. Me queda su enfermedad en primer plano, tapándome el resto de su tiempo luminoso. Y eso es injusto. Por eso ahora salto a ese pasado, por encima de sus últimos años. Sólo la escritura me deja hacer eso. Saltar al verano de mamá. Acá estoy. Papá venía en enero, sólo unos días, y los fines de semana. El resto del tiempo era el Edipo liberado. Tengo un recuerdo naranja de unas mañanas, cuando me despertaba en su cuarto -supongo que yo había llorado a la noche y mamá me había llevado a su cama- y tengo un recuerdo de ella vistiéndose a la mañana pensando que yo estaba dormido, ella de espaldas, poniéndose una remera. Mamá tendría 35 años y yo 4. Me acuerdo de la luz naranja y amarilla del sol en las cortinas.
Los vecinos de al lado tenían unos árboles con manzanitas ácidas y nos turnábamos para ir a robarlas. Nos daba terror y fascinación. Había que saltar una pared baja, de piedra, agarrar todas las que uno podía y volver al otro lado con las manzanas escondidas en el suéter. A mí me mandaban más veces porque era el más chico. Y una vez me pescó el vecino. Oí los gritos. Logré trepar de vuelta la pared soltando las manzanas. Corrimos, nos escondimos en un ropero de la casa y nos quedamos escuchando que alguien hablaba con mamá. Mis hermanas me decían que iba a venir la policía, se la iban a llevar a mamá y la iban a meter presa por mi culpa. Yo lloraba. Mamá en la cárcel. No iba a poder salir por años. ¿Y nosotros? ¿Cómo íbamos a hacer, si papá estaba en Buenos Aires y mamá no podía cuidarnos? Mamá nos sacó del ropero, nos puso en penitencia, pero al rato me subió a mí al auto. Yo la miraba manejar con el pelo al viento, por los caminos llenos de pozos. Éramos libres. Nos estábamos escapando juntos, sin mis hermanas. ¿Mamá venía fumando? A veces fumaba. Quizá venía fumando, metiendo los cambios, manejando rápido y sin apuro. Pasaban los pinos hacia atrás. ¿No nos va a alcanzar la policía, má? No, se rió ella. ¿Y a dónde vamos? Vamos a comprar duraznos y manzanas, porque eso de meterse a robar en la casa del vecino está muy mal.
Durante muchos años trabajó en un equipo de adopción, con otros asistentes sociales y sicólogos. Hacía de nexo, juntaba las partes, se ocupaba de las madres que iban a dar el hijo en adopción y de los bebés, y de los padres adoptivos y de las madres sustitutas y temporales. Las madres que dan al hijo en adopción tienen un tiempo para decidir, durante el cual pueden reflexionar sobre lo que están por hacer porque, una vez entregado el hijo a los padres adoptivos, el hecho es ireversible. Son unos meses, no sé bien cuántos. Una vez la vi mal a mamá. Había llevado de vuelta en el auto a una chica joven que acababa de despedirse de su bebé para siempre. Cuando llegaron vieron que algunos vecinos, enterados de la decisión, le habían acumulado toda la basura de la cuadra en la puerta de la casa. Mamá la ayudó a entrar y se puso a llevar las bolsas de basura hasta la esquina.
Tenía mucha fuerza, fuerza emocional, empuje, amor para contener a todos: la familia, los amigos, los conocidos, los desconocidos, los extraños que no le parecían extraños… Después de cumplir 60 años, ese núcleo solar no aguantó más y empezó a romperse. Empezó con dificultad para mover un brazo, un diagnóstico de Parkinson y algo más, no del todo diagnosticado. Se olvidaba palabras, se perdía. Una vez le hice una tarjeta plastificada con el teléfono de todos para que la tuviera en la cartera. Al tiempo me dijo que se había ofendido cuando se la di, pero que ahora me agradecía porque la había tenido que usar. Se fue extraviando, perdiéndose incluso para sí misma. Tenía alucinaciones. Y todo esto ocurría en paralelo con el crecimiento de mi hijo Francisco. Parecía como si el lenguaje se trasvasara de mamá a su nieto. Hubo un momento muy exacto en el que se cruzaron. Fue en el auto (otra vez el auto, la historia de mi vida sucede en un auto, ya escribí sobre eso alguna vez). Esta vez manejaba yo. Mamá se puso nerviosa -no me acuerdo por qué- y empezó a hablar de cosas incomprensibles, de peligros y seres malignos que entraban en su casa, y mi hijo en el asiento de atrás me hablaba de dragones furiosos. Se cruzaron en un punto exacto. Ella perdía ya la cordura y mi hijo estaba todavía en su locura de los cinco años. Ambos atrapados en un mundo imaginario y descontrolado. Los dragones de Fran se metían en las palabras de mamá, en su alarma y su miedo. Era todo una gran confusión de ladrones y monstruos, una épica surgida a toda velocidad en medio de la autopista. Y yo agarrando el volante, tratando de pensar claro, aferrado a mi supuesta lucidez.
Fue muy extraño el modo en que, a medida que perdía el lenguaje, los lenguajes ajenos empezaban a dominarla. Por ejemplo, en el baño de mis padres había dos bachas, una junto a la otra. Una vez mamá se lavó las manos, se las secó y, al hacer un paso al costado para irse, quedó como atrapada por el lenguaje arquitectónico de la repetición de la segunda bacha y entonces se volvió a lavar las manos. Si intentaba decirte algo con el televisor prendido, las palabras de los locutores se le metían en la frase. La etapa más dolorosa fue cuando ella todavía se daba cuenta, la transición entre ser una persona que se ocupaba de todos y ser esa otra persona que no podía ocuparse de sí misma. Se fue quedando en silencio detrás de sus ojos verdes. En el último tiempo yo le cantaba canciones infantiles que nos había enseñado su madre francesa. Pero dejé de hacerlo cuando noté que la alteraban. Creo que el último diálogo más o menos lúcido que tuvimos fue este:
-Mamá, ¿vos sos peronista?
-No.
Ese no fue rotundo. Su padre había sido amigo de Perón, tenía un prendedor para usar en la solapa que decía «Audiencia permanente». Podía entrar en Casa de gobierno cuando quisiera. Y eso fue silenciado por el resto de la familia, que nunca aprobó esa cercanía con el peronismo.
Ahora, mientras escribo esto, mamá está viva. Su cuerpo, ya inmóvil, respira en su casa. Hace más de seis años que no hace contacto visual, ni dice una palabra, ni se comunica de ninguna forma. Está pero no está. Por eso hablo de ella en pasado. El duelo que uno hace en una situación como esta es raro, lento, gradual y parece infinito. Mamá se fue yendo de a poco, se fue alejando. Voy muy de vez en cuando a visitarla. El mundo pierde un poco de sentido cuando tu madre deja de mirarte. Por eso estoy volviendo a escribir después de mucho silencio. Para viajar de vuelta a su lado en el auto, y verla mirarme y reírse, una rubia hermosa en su verano largo, al volante, manejando con las ventanillas bajas, con el pelo suelto al viento.
(publicado en Maniobras de evasión, UDP, Chile, 2015)