A Chapadmalal

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Vos me preguntás que cuándo yo me entero de que querían bombardear Mar del Plata. Te recuerdo que yo tenía diez años, así que no me entero de nada y menos de que hubiera un plan o algo así, acordate que la conversación surge porque mirábamos esa película y yo te dije que me hacía acordar al día en que la gente se escapaba de Mar del Plata, bah, del puerto, de la costa, de la Base, y que yo rajé para los hoteles de Chapadmalal. Después, nada que ver con la película, pero te lo mencioné y ahí empezaste a preguntarme cosas. Vos era la primera vez que escuchabas algo de eso, y yo, era la primera vez en muchos años que me ponía a recordarlo.

Hoy, si se quiere hacer el mismo recorrido, se tarda una hora de colectivo, mínimo. Sumale diez minutos hasta llegar a la parada, ponele. Va todo por la costa y la verdad es un viaje muy lindo. Te digo por si no lo hiciste.

Pero siento que aquella vez me llevó todo el día, ¡y casi solo! Bah, digo día pero en realidad la cosa empezó cuando todavía era noche. Una vez que llegamos a Chapadmalal, sí, ya había clareado. Yo no usaba reloj todavía, pero me acuerdo que salí de la casa de los abuelos temprano, como si fuera a la escuela, pero estaba oscuro. Yo dormía en la misma pieza donde estás durmiendo vos, la cama no es la misma, ¡eh! Esta la usaste solamente vos. Bueno, no había nadie en la casa cuando me desperté. Ni cuando me fui un rato después de haber atendido el teléfono “¿que hacés despierto tan temprano, por qué atendiste vos? ¿Y tu abuelo, ya salió?…que nos encontramos en Chapadmalal, decile” Me dijo mi papá por teléfono. Lo repitió. Ahora lo recuerdo todo como muy automático, todo esto que te digo. Era de noche y me despertó el teléfono, sonó muchas veces hasta que me levanté yo. Obvio que tenía que esperar a mi abuelo para que él me lleve pero escucharlo a mi papá medio que me asustó aunque me dijo un montón de veces que estaba todo bien. Nos encontramos en Chapadmalal quería decir que algo pasaba, me puse nervioso porque estaba solo. Yo sabía que mi abuelo debía estar en el puerto, cargando y moviendo pescado. ¿Pero y si no volvía temprano? Mi papá no iba a llamar desde la Base a esa hora ni decirme eso si no fuera importante. Aunque era medio pibe todo eso lo pensé, a mi modo, y por eso le escribí una nota que le dejé en la mesa a mi abuelo, por las dudas, por si nos desencontrábamos. Y me fui como si me fuera a la isla del tesoro aunque después me retaran. Hasta una linterna del abuelo agarré. Pero lo gracioso es que, en mi apuro aventurero, me tomé mi tiempo para desayunar bien, bien. Porque tenía hambre, sí. Y también porque no quería que me retaran por andar por ahí sin haber comido, era una costumbre retarme por cualquier cosa. Pero también un poco de razón tenían. Si, no te rías, hace un rato medio que te obligué a desayunar, esas costumbres van quedando. Así que tomé mi buen tazón de leche, me corté pan, me serví manteca y dulce de leche. Todo. Me abrigué, me puse la mochila, descolgué la bici y me fui. Rápido.

Y yo te decía, medio cargándote, que no ibas a comparar, que Chapadmalal antes realmente era como una ciudad aparte. Todo era a lo grande, no solamente los edificios como los conociste vos ahora, así eran cuando los inauguraron solamente que relucientes y nuevos. Si no, que para todo se juntaba muchísima gente. Comidas, espectáculos, ¡las que se armaban para jugar a la pelota! Imaginate… Y si no era a la pelota, era al poliladron, a las escondidas, para cualquier cosa un montón de gente. Al laburar mi vieja ahí desde que empezó todo, yo me sentía un poco como el dueño, ponía cara al menos. Nadie me prestaba atención pero yo me sentía así, era mi propia película.

Y corría de un lado al otro por esos pasillos larguísimos, me retaban, me pegaban unos gritos tremendos. Y yo ponía mi cara de dueño y seguía, tampoco es que hiciera cosas terribles, era un nenito y todo el mundo conocía a mi mamá. Pero cómo sería la cara que ponía que mi mamá me decía no podés andar por ahí como si fueras el dueño, como si fueras el jefe, acá los dueños somos todos, esto se hizo para todos, para que todos puedan disfrutar, tenés que ser más humilde y agradecido en vez de hacerte el cancherito. Y jefe menos que menos, jefa hay una sola y ella nos dice las mismas cosas que te digo yo ahora, me decía, cabeceando y tirando un beso hacia el fondo del salón de reuniones donde estaban los cuadros gigantes. Se pasaba horas ahí, le gustaba creer que en cualquier momento Ella iba venir a pasar algunos días y que iba a tener reuniones y que iba a estar orgullosa de que todo estuviera perfecto y hermoso. Así que ese salón en especial, brillaba, y ahí sí que no se podía correr ni nada de eso. Cuando estaba en casa hablaba sola pero en el salón medio que charlaba con los cuadros, solía tener la radio prendida mientras trabajaba y ahí sí que charlaba, con la radio con los cuadros y conmigo. Siempre contenta eso sí, y siempre que gracias por alguna cosa, que las vacaciones, que el aguinaldo, que la casita ¡que el voto! ¡Hay que ser agradecidos! Me decía, abriendo bien los ojos y los dientes bien blancos. Conocí un montón de pibitos en esos años, de algunos me terminé haciendo amigo. Venían todas las semanas colectivos repletos de todos lados. Conocí todas las tonadas, todos los acentos, en todas las provincias había algo distinto. Todos los tipos de insultos era lo primero que se aprendía porque los pibes nos la pasábamos puteando cuando no había gente grande cerca.

Pero bueno, vos me preguntabas por las bombas. Bombas lo que se dice bombas, cayó una sola, creo. Dicen. Pero sea como sea fue un lío tremendo. Explosiones sí hubo, o tiros, qué sé yo. La bomba que sí cayó fue cerca del puerto, de la banquina, pero eso ya me lo contaron después. Se decía de todo en ese momento, la gente decía de todo. Todo a los gritos por supuesto. Miraban para arriba, para atrás. Todavía me sale decirle la avenida de los pulóveres a la que agarré para irme con la bici, desde lo de mi abuelo. Y como era de noche recién cuando la tenía encima empiezo a ver toda una serpiente de gente que venía bajando por la avenida. Medio como las maratones esas de ahora ¿viste? Pero claro, acá la ropa de la gente era cualquier cosa y se venían como quienes se mudan, arrastrando bolsos, bolsones, carritos, de todo. Me miraban che, porque yo iba a contramano en la bici, y porque algunos me conocían y me pegaban algún chiflido o me gritaban pero yo saludaba apenas y seguía porque si frenaba no sé qué pasaba. A veces se cortaba un poco la serpiente y por un ratito podía pedalear libre y bien rápido porque no venía gente, ni carros, ni autos de frente, entonces aprovechaba y le daba con todo porque después era un lío. Así hasta llegar a la loma, que me bajé de la bici para hacer esas cuadras caminando no más. Sabía que ahí ya estaba cerca, después de la bajada larga, la avenida doblaba para la derecha y en diez cuadras más o menos llegaba a la banquina. ¿Sabés de qué me estoy acordando? Me acuerdo que justo cuando estoy llegando arriba de la loma, empieza a llover despacito, viste que sentís como primero te cae una gotita sola y fría en la cara y levantás la mirada y empezás a distinguir las gotas cayendo, flotando. Bueno, así. Y como esa noche había una buena luna se distinguían bien las gotas. Hasta que arrugué los ojos y la cara por el agua, y ahí mismo me dio como una alegría, me agarré bien del manubrio y empujé los pedales. En esa bajada creo que no me crucé a nadie, la gente ahí salía de las calles del costado no más. Me animé a bajar con todo aunque me dio un cacho de miedo cuando crucé la avenida de la costa. Pensaba, que por si venía algún auto, pero creo que más porque a la izquierda empezaba La Base. Se me hizo un vacío en la panza cuando miré para los costados pero igual pasé sin frenar y bien agarrado. Ya cuando se terminaba la bajada y doblaba para seguir me puse un poco duro y casi freno y me vuelvo, pero no me animé, fueron dos segundos que me quedé quieto y pensando que ahí no más estaba mi papá. 

Pero no me animé. Seguí pedaleando y me conformé con que me mataba si me veía, que no lo había esperado al abuelo, ¡imaginate! Así que me concentré, porque podía ver el Rastrojero en cualquier momento, tenía que encontrar a mi abuelo lo antes posible para poder llegar a Chapadmalal con mi mamá y esperar a que nos encontráramos ahí. Eso había dicho mi papá. Yo iba bastante seguido al puerto, a la banquina, casi siempre acompañando al abuelo y cuando eran vacaciones, porque me pasaba todo el día con él. Me encantaba, me hacía el que ayudaba pero ni hablar de levantar un cajón, era un nenito así. ¡Imaginate! Apenas sí podía subir y bajar y abrir y cerrar la puerta, pero yo chocho. La cuestión es que tenía que encontrarlo para poder irnos a Chapadmalal con mi mamá y esperar ahí a papá. Pero ahí mismo, cuando iba llegando, empecé a pensar por primera vez “¿y si no lo encuentro?” Acordate que lo del colectivo que va todo por la costa, todo muy lindo el viaje y eso, que llega a Chapadmalal y después a Miramar… es hoy. Antes no existía eso y encima yo tenía diez años. Lo otro que no había pensado es que no iba a haber casi nadie en la banquina, porque estaba acostumbrado a que siempre estaba lleno de gente. Y ese día no había casi nadie. Había, pero nada que ver a como yo estaba acostumbrado. Me pareció, en ese momento, que iba a ser más fácil encontrar al Rastrojero y a mi abuelo pero también me dio un poco de miedo o algo así, como cuando casi había frenado para ir a ver a mi papá. Pero en la bici iba recorriendo rápido y enseguida lo vi. 

Cuando llegué hasta el Rastrojero y hasta donde estaba él, me vió, vino rápido y sin decir nada me abrazó. Yo nunca le había visto esa cara. Yo le llegaba a la panza a mi abuelo pero cuando me apretó le pude escuchar el corazón. Me acuerdo. Se quedó así un ratito, no sé, pero era raro porque mi abuelo era de hablar mucho y todo el tiempo. Yo tampoco decía nada y también lo abrazaba fuerte porque lo quería y porque tenía miedo, la verdad. También. Le conté todo y no se sorprendió aunque no sabía que mi papá había llamado. Después me dijo que estaba todo bien, lo mismo que papá me había repetido por teléfono. Me lo decía y, al mismo tiempo, yo podía sentir que miraba por encima mío, atrás mío, más allá de la curva que llega a la banquina, allá donde estaba la Base. Me contó rápido que los milicos habían pasado hacía rato a los gritos y avisando que había que evacuar toda la zona y que solamente quedaban ellos. ¡Menos mal que nos demoramos para ponerle agua al radiador del Rastrojero! Y la verdad que tu papá tiene razón, él está trabajando y nosotros tenemos que estar con tu mamá, y esperarlo juntos, ¡vamos para Chapadmalal! Empezó a llover más fuerte y mi abuelo me agarró de la mano hasta subirnos al Rastrojero. Los muchachos que trabajaban con él se subieron a los saltos, atrás, y hasta me cargaron la bici. Sí, mi papá tenía razón, y ya ni lo mencionamos ni volvimos a mirar para el lado de La Base. ¡No sabés cómo iba esa camioneta! Los muchachos tenían la misma cara que mi abuelo y saltaban a la vereda, antes de que el Rastrojero terminara de frenar, cuando llegábamos a las casas de cada uno y se metían corriendo y sin volver a cerrar la puerta, o se abrazaban con sus familiares si ya estaban esperándolos en la vereda con las valijas y sus cosas. El abuelo recién cambió un poco la cara y me miró y empezó a querer reírse de algo cuando agarramos la costa y pudo acelerar tranquilo. Y ya no paramos más. De a ratos llovía fuerte, de a ratos paraba y siempre viento. Hacía frío pero a mi abuelo le gustaba sacar el codo por la ventanilla abierta. Siempre nos gustó ese recorrido y esa vez no había nadie en la ruta, mirábamos el mar picado y azul oscuro a medida que se iba la noche del cielo. El abuelo miraba la ruta y miraba al mar al costado, a la izquierda. Yo no tenía ganas de hablar pero sentía como vergüenza de que me gustara el paisaje. Y al rato ya pudimos ver los hoteles a lo lejos. El abuelo siguió sin decir nada. Noté que volvió a acomodarse en su asiento y sopló un buen suspiro, siempre bien agarrado al volante.

Apenitas frena el Rastrojero yo ya estoy abriendo la puerta y saltando y corriendo a todo lo que da por las escaleras, el hall, los pasillos, los baños, las cocinas, los salones, esos grandísimos y la oficina que más le gustaba tener bien lustrosa y limpia a mi mamá, la de los cuadros gigantes en la pared del fondo con los focos encima. Cuando entro y la veo, me freno de golpe, y ahí me doy cuenta de que me había cansado y transpirado, y que ella estaba sentada allá, en el fondo. Me di cuenta. Arranco a caminar rápido pero veo que ella también está cansada y termino llegando medio despacio hasta abrazarla. Hasta que me abraza. Dicen que ya empezó, dijo. Lo dijo como para que pudiera escuchar alguien más, y después sentí el clic de la radio apagándose. Por el costadito del ojo veo las caras de los cuadros como escondiéndose, apilados en el piso contra la pared del costado, y la franela de mamá apoyada en uno de los marcos, colgando.

Fernando Moyano

Fernando Moyano
Fernando Moyano
Marplatense nacido el 5 de Abril de 1972. Asistente a los talleres de Daniel Boggio. Co- fundador y director de la revista Literaria "El Brote" junto a Fernando Del Río. Colaborador del Suplemento de cultura del diario La Capital, columnista literario en diferentes programas radiales. Coordinador de talleres de Narrativa en diferentes espacios desde el 2014. El presente cuento participó del concurso literario de cuentos "Bicentenario fundación Banco Provincia" 2022.

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