Un milagro

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En mi casa nunca fuimos muy practicantes que digamos, aunque cuando éramos chicos los viejos nos hacían ir a misa los domingos y los tres tomamos la comunión, la confirmación y la mar en coche.

Pero eso fue más o menos hasta mis… qué decirte… trece o catorce años. Después, cuando con mi hermano nos empezó a dar fiaca levantarnos temprano el domingo porque el sábado habíamos estado en la bailanta hasta cualquier hora, entonces ahí se terminaron las exigencias religiosas y nos olvidamos por completo de los rezos y todo eso.

Pero la cosa cambió mucho, no sólo en mi casa, sino en todo el pueblo, desde lo que pasó en diciembre del año pasado, cuando apareció mojado el cristo de la parroquia. A todos se les recordaron las ganas de amar a dios sobre todas las cosas y el cura estaba que saltaba de alegría por la cantidad de gente que se metía en la parroquia: nunca había visto la bolsita de la limosna tan gordita.

En la tele era una revolución, también. Cuando en la escuela le dijeron a mis sobrinas que este evento nos había puesto en el mapa, la nena, la menor, pensó que era verdad y vino redesilusionada cuando compró un mapa físico y político de la Argentina y seguíamos sin aparecer. Ni un puntito en el celeste, mirá.

Yo, para no contradecir a la maestra y como la piba es chiquita y piensa que soy una autoridad porque estuve en Buenos Aires varias veces, le dije que ese mapa era viejo, que tardaban en llegar los mapas nuevos al pueblo. Se ve que me creyó, porque no preguntó más.

Pero no más decirte que el día que salió la noticia a la luz nosotros estábamos con mi hermano trabajando en el campo -nos tocaba vacunar unas vacas- y mi papá, que ya está viejito pero todavía rinde, vino y nos dijo que había ocurrido un milagro, que dejáramos las vacas y que lo acompañáramos a la parroquia de inmediato, que dios estaba hablando para el pueblo.

Salimos de raje. Ni qué decirte que yo lo primero que me imaginé es que el cristo había arrancado a hablar. Pero no, no era eso. En el camino el viejo nos explicó que la imagen del cristo crucificado, uno de esos de los que siempre está colgando en la pared de atrás del altar, ese, ese mismo, estaba llorando. Con mi hermano nos miramos con cara de “no te podés creer esas macanas”, pero no dijimos nada para no amargar al viejo que en ese momento seguro estaba recuperando todas sus fes y sus oraciones y divinidades.

Llegamos y la vereda de la parroquia era un mundo de gente. Yo lo primero que pensé es que el Padre Carlos ya habría hecho aparecer la bolsita de las limosnas porque, cuando nos dio la confirmación a mí y a los de mi curso de la escuela, nosotros veíamos cómo se le iluminaban los ojitos cuando la bolsita pasaba por enfrente. Aunque Juaco, un compañero, decía que era porque le agregaba ginebra al cáliz consagrado. Nunca lo comprobamos, pero nos divertíamos mucho con esas historias.

Bueno, pero la cosa es que era así: Un mundo de gente. Todos apretados en la entrada tratando de ver al cristo llorar. Bajamos de la camioneta bastante aturdidos los tres. Mi papá tenía una emoción que hacía tiempo no le veía. Mi hermano decía que le iba a avisar a su mujer para que saque a las nenas de la escuela y las traiga a ver al cristo que llora. Ya éramos todos recatólicos.

Haciendo fuerza llegamos hasta abajo del umbral, chocándonos y dando codazos a los vecinos que querían lo mismo que al parecer queríamos nosotros: recuperar la fe, porque cristo nos daba un mensaje.

Y cuando llegamos hasta bastante cerca del altar, no digo de la imagen, porque esta era una estatua que colgaba bastante alta, llegamos cerca y mi hermano me da un codazo fuerte. Yo vi lo mismo, pero no podía decir nada, porque estaba ahogado entre tanto jolgorio.

-Pero, pero… Ese cristo, no llora -dice mi hermano.

-Es verdad -digo yo y lo miro desconcertado.

-Papá, no está llorando. Moja por otro lado.

Mi viejo es más bajito que nosotros así que apenas podía respirar en la muchedumbre.

-No seas hereje -le dice.

-No, no pienses mal. No se refiere a eso -le digo.

-No es un cristo que llora. Es un cristo que chiva -remató el otro.

Le hicimos espacio para que él también pudiera ver, empujamos un poco más y esta vez estaba la Martita cerca y nos reconoció. Ella lloraba a moco tendido con una emoción que nunca le había visto en su cara de perro flaco. Martita es la almacenera de ahí cerca de casa, nunca la había visto en ningún lugar que no fuera el almacén. No iba a las peñas, mucho menos a la iglesia.

Se secó los mocos con la manga de la camisola y se empezó a reír. Se ve que nos escuchó.

-Es verdad -dijo la Martita, con los ojos enrojecidos y las vueltitas de la nariz mojadas-. Está chivando.

Mi hermano, que siempre fue un boca floja, arrancó con una serie de chistes de mal gusto y vi que a mi viejo se le transformaba la cara. La gente murmuraba, pero no se entendía muy bien lo que decían y en eso mi hermano, con la pera apoyada en la espalda de Don Guzmán, que es un lungo de aquellos, se manda la frasecita:

-¡Ese cristo está pinchado, pierde por todos lados!

Se escuchó una risa general y después volvió el murmullo.

-Salgamos -dijo.

Y deshicimos el recorrido valiéndonos de los mismos empujones y codazos que habíamos tenido que usar para entrar. Entonces mi hermano cruzó el umbral de nuevo, ahora para afuera y gritó:

-¡Este cristo no llora: chiva!

Se escucharon algunas puteadas, la vieja Cornejo con su tradicional cabeza cubierta de ruleros y con un pañuelo floreado que no atajaba ni la mitad, le dijo sin ningún pelo en la lengua:

-¡Andate a la puta que te parió! ¡Grosman, llevate a tu prole que esta es una fiesta del señor!

Yo me aguanté la risa porque le vi la cara roja a mi papá que le echó de esas miradas fulminantes a mi hermano. Todavía forcejeando un poco en la parte menos apretada de la multitud, algunos nos metieron la traba o nos empujaban sin necesidad. Yo me divertía igual. De ahí nos subimos a la camioneta y nos volvimos para la chacra.

En el camino de vuelta el viejo estaba serio, manejaba brusco para esquivar los pozos pero no puteaba, como era su costumbre. Parecía decepcionado. Cuando llegamos a la casa, mi mamá estaba parada en la galería secándose las manos en el delantal, como siempre que estaba nerviosa, y atracó al primero en bajar de la camioneta: “¿Y? ¿Es verdad? ¿Cómo es?”. Pero los tres bajamos en silencio.

Mi hermano y yo esperábamos que el viejo contara su versión de los hechos para decir a todo que sí, como siempre, porque desde chicos nos habíamos dado cuenta de que era al pedo contradecirlo. Y como mi mamá lo sabía, ni se molestó en seguir preguntando. Le dijo que se lavara que ya estaba la comida y el viejo, entrando a la casa, dijo que íbamos a esperar a que vengan las nenas de la escuela.

Entonces eso era un acontecimiento importante. La vieja salió disparada para la casa de mi hermana que queda a unos doscientos metros de la nuestra, para avisarle que se uniera al almuerzo familiar. A los 20 minutos estábamos todos en la mesa. La mujer de mi hermano tenía una cara de furia que no te puedo explicar.

-El cristo no llora -dijo mi hermana -¿no?

-No.

-Entonces, ¿Para qué es la reunión?

-Porque igual es un milagro.

-¿Qué cosa? -dijo mi mamá con su mejor expresión de ternerito asustado.

-Lo que pasa es que el cristo chiva -dijo mi hermano.

Todos lo miraron con cara de consternación y yo no pude evitar soltar una risita que escucharon todos. Mi cuñada me pateó por abajo de la mesa y mi hermana se sorprendió al ver el movimiento brusco de los dos, ella dándome la patada y yo con el dolor en la canilla.

-Dejen de tonterías y expliquenmé qué es esto de que el cristo chiva-. La vieja estaba realmente preocupada. Mi hermano empezaba a aburrirse del misterio y dio su explicación más elemental:

-Eso, mamá, que en vez de salirle el agua por los ojos le sale por los sobacos. El cristo chiva. A mí que no me jodan.

Mis sobrinas seguían comiendo como si nada. A mí se me pasó por la cabeza qué diría el Tole, mi cuñado, cuando se enterara de todo esto. Faltaban como tres días todavía para que volviera con el camión de Rosario. Seguro lo iba a ver en la tele porque en la cuadra de la iglesia había visto varias de esas combis con aparatos arriba. Él, que siempre decía que en este pueblo nunca pasa nada.

Y en eso estaba pensando yo cuando mi papá parece que se iluminó y encontró una explicación:

-El mensaje del señor es claro: basta de llanto, es tiempo de trabajo duro, de transpirar la camiseta, como quien dice.

Nos quedamos helados todos. Mi hermano puso una cara de pánico que hasta a mí me dejó pasmado. Cuando terminó la comida salimos los dos a fumar al patio. Él estaba muy mal, tenía cara de constipación.

-No entendés -me dijo-, esto es grave. De verdad, grave.

-¿Por qué? -no tuve mejor idea que preguntarle.

-Si el cristo chiva, ahora vamos a tener que chivar todos mucho más. Hasta los domingos. El viejo nos va a hacer trabajar hasta la noche por el puto cristo que ni camiseta tiene.

La noticia salió en todos los diarios, en todos los canales. Dio la vuelta al mundo. Todos los pelmazos tuvieron la misma idea que mi papá con el tema del chivo. En el pueblo la fe se puso de moda, aunque en el resto del país se olvidaron rápido.

Pero en casa nadie se olvidó.

Triana Kossmann

Triana Kossmann
Triana Kossmann
Es comunicadora social. Nació en La Plata en 1981 y desde 2010 vive en Mar del Plata. Es co-fundadora de la plataforma digital www.revistaleemos.com, un portal periodístico dedicado íntegramente al mundo editorial. También trabaja en prensa institucional y realiza diferentes intervenciones radiales vinculadas con la literatura.

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