Vertical

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Esa mañana, se levantó en la cama de alguien rogando amor, entusiasmada. Fármacos en las rodillas y aquel hombre pequeño y bien formado mostrándole los dientes. Había tragado, había desaparecido para ser cubierta de polvo blanco. Rozó sus nalgas contra maderas astilladas en una danza de insecto mareado. Sus nalguitas sonrosadas cepillando la madera, sacaban chispas.

Él llegó a su cuerpo con olor a amnesia, con los ojos entreabiertos y cerrados. Lapidario, humillante. Prendió un cigarrillo en su trasero y apretó las mandíbulas con dos dedos. Ella, absolutamente prendida y amarga, aunque parezca extraño, le dio besos de feria. Besitos de monstruo iluminado sin amor.

Un aristócrata con olor a axilas, recibió el sable de honor mientras ella despertaba junto al bajito. Un general erecto tuvo que contener el aire para poder estrechar la mano de aquel joven de Alma Sucia que se derramaba por todos los poros, traspasando los órganos e infectando el exterior con su aire putrefacto.

No eran sus axilas, era su mente la que se estaba descomponiendo.

Ella se lo cruzó esa noche, al costado de la ruta. Él la invitó a subir a su vehículo polarizado. Era un cínico en potencia. El auto tenía olor a estúpido heredero y a ella le resultó interesante. Siempre estaba pensando artimañas para salvarse. Hablaron de una fiesta en algún lugar hacia el norte, donde nacen todas las fiestas, y hacia allá se fueron.

El auto estaba bien equipado. Los asientos eran pieles de león entrenadas para causar impacto. El cínico comenzó a acariciarse la barbilla en señal de llamado erótico. Ella miraba hacia adelante y no podía entender por qué iba con ese inútil. Seguramente terminaría tirada sobre el baúl del auto, con la nuca bajo la luna.

El tipo habló de las posesiones de su padre, mientras la miraba por el rabillo para comprobar que su fortuna hacía el efecto esperado. Tras el condominio en Cariló, detuvo el auto. Grupos de imbéciles con descapotables adornaban los costados de la calle privada, anticipando la fiesta.

Música yanqui y el acaudalado metiendo a presión su lengua: Ella hizo bien el papel de niña desvirtuada.

Cuando bajó del auto se sintió incómoda. Nadie parecía necesitarla. Había charla y algunas estúpidas diseminadas por el arbolado. Él la abandonó frente a la mesa del ponche. Un gordo servía y tosía hacia un costado. Ella dijo hola y el gordo frunció el entrecejo. Al cabo de unos instantes fue remplazado por un joven más saludable. Al menos en apariencia. El ponche sabía a talco.

Un simulacro de orquesta tocaba viejos éxitos. Se paseó de aquí para allá al compás, sintiéndose ridícula. Tenía el ritmo alterado. Decidió ocultarse por un rato en alguna habitación de la casa. Mareada por el alcohol, eligió el picaporte de un hermoso baño verde. En el espejo vio algo triste. Su maquillaje estaba oscuro y terminaba chorreado hacia las orejas. Picó nerviosamente una aspirina. Se lavó la cara y apareció en el jardín frente a la mesa de las bebidas espirituosas. Pero tomó ginebra y adivinó lo que vendría después. Supo que iba a causar disturbios.

Apareció el heredero con una amiguita entre sus garras. Le dijo que se sintiera libre. Era un subnormal. Después se alejó riendo y moviéndose como un payaso. El elenco de esqueléticas celebró sus morisquetas y después desapareció entre los arbustos. Ella quedó sola con el vaso vacío. Un dientudo con voz de goma se ofreció a llenarlo.

No se veía el jardín, pero la fuente estaba iluminada. Eran ricos, centelleaban. Ella olía a ginebra y daba asco mirarla. Cómo la odiaron aquella noche. Los miró con desprecio aunque reía. Y cayó en la fuente. Borracha como estaba y muerta de risa. Qué canalla, tirarse así medio desnuda, eructando. Todos la observaban. Ella no veía nada, mejor así. Los pelos rojos colgando a los costados de sus mejillas parecían llamas o mucha sangre prolija y vertical. Se doblaba en dos y daba lástima verla reír así.

Aquel abejorro inquieto había deambulado por su corpiño y ahora la miraba entre los invitados como quien observa a un mono enajenado. Ella dijo de todo, gritó manga de hijos de puta, oligarcas del averno, me cago en Cariló. Su ira provocó un Oh, seguido de silencio. Qué pena que estuviera tan aturdida, hubiera podido disfrutarlo. Él estaba pálido y una lánguida mano se posó en su hombro en señal de apoyo.

Los senos desenmascarados frente a aquellos ricachones, la boca abierta y balbuceante, quedó pésimo el eructo que les lanzó como un oráculo de Baco. Nadie quiso sacarla de la fuente.

– Es parte del desenfreno, venía con el champán y con él se irá por el retrete- declaró el heredero dándole la espalda.

El vestido empapado dificultaba sus movimientos, pero consiguió enderezarse y seguirlo con una botella en la mano. Sin poder contener la furia, comenzó a insultarlo. Levantó la botella, amenazante. Una rubia salió huyendo. Él ni siquiera forcejeó. La miró con desprecio. Ella cayó encima y él la inmovilizó cerca de sus sobacos. La pestilencia era insoportable. Aparecieron dos amigos musculosos. Ella consiguió estrellar el vidrio en la cabeza de alguien. Después de un breve infierno, sus medias estaban rotas. Fue usada como una muñeca de goma. Tres cerdos la forzaron en la glorieta y después se alejaron riendo.

Apagaron las luces azules y prendieron la normalidad en toda la casa. Al jardín descendió un ejército de empleados. Limpiaron el lugar mientras revisaban los escombros. Había sangre y dolor en el sector de las rosas. Ella decidió desmayarse para no presenciar tanta decadencia. Estuvo tirada sobre la herida sin que nadie se percatara de su pena. El vestido estaba arruinado y apestaba. Había perdido los zapatos.

Ya eran las doce de la mañana cuando recobró el equilibrio. La boca era pasto seco y no podía encontrar la cartera. Hizo a gatas los primeros metros y después se sirvió de un ficus para enderezarse.

No era la primera vez que quedaba en evidencia. Hubo otras noches y otros vacíos. Esa rutina absurda había ocupado sus fines de semana durante los últimos tres años. La vuelta a casa era menos previsible. Siempre patética, pero distinta. El alcohol formaba dibujos en su sangre. La melena roja era una falacia. Ella entera mentía haciéndose pasar por una superficie fácil de acariciar. Detestaba no poder ser más racional y ordenada. Una mujer seria. De lunes a viernes hacía colas interminables con curriculum inventados para la ocasión y al atardecer, estudiaba computación. El fracaso semanal era compensado con el delirio y el escote.

Un jovencito que vivía enfrente de su casa, la encontró lloriqueando ante la puerta. Las llaves estaban en la carterita y la carterita había desaparecido de su mano en plena juerga.

Él trepó y abrió de un golpe la ventana. Después preparó café, pero ella estaba demasiado asqueada para tomarlo. El pulso le falló y derramó el contenido de la taza sobre las sábanas blancas. Él intentó acercarse, poniendo su mano en el muslo de ella. Pero recibió un mierda, como respuesta. El muy cretino se retiró dejando la puerta abierta. Ella debía ponerse de pié, cerrar y volver a la cama; no pudo moverse.

La mancha de café ocupaba cada vez más espacio, así que durmió limitada al costado derecho. A las siete de la tarde la despertó un ruido. Se había caído al suelo.

Llegó tarde a la academia con la cara totalmente amarilla. Su máquina estaba ocupada por una atlética con pantaloncillos y chicle. Tenía una boca con vida propia. El chicle iba y venía, giraba y explotaba en el aire como un satélite soviético. Un relamido con camisa rosa le informó que la habían cambiado de lugar. Se sentó en silencio y su migraña ocupó cada resquicio.

Prendió la máquina y se quedó dormida. La voz del relamido fluctuaba entre la realidad y el sueño oscuro de ella. Movía sus dedos por el teclado como una sonámbula. Las voces se detuvieron. El sueño siguió en silencio hasta que unas risas lo invadieron, relinchos y comentarios a gritos. El sueño giró hacia atrás y en su lugar quedó el escándalo.

Abrió los ojos. Su cabeza estaba apoyada contra la pantalla y una baba densa había empapado el teclado. Los estudiantes reían con desdén. El relamido y un tipo de seguridad, la invitaron a retirarse cuando ella amagó con revolear el Mouse sobre la cabeza de los presentes.

Volvió a su casa. Recordó sus mezquinos sueños de grandeza: un auto, dos niños, un señor con miopía acariciándole una oreja. Cosas imposibles, abstracciones inalcanzables. Se hundió sobre su estómago pero no había nada vomitable, solo ella, ella y sus pelos ralos.

Abrió la ventana y se sometió al vértigo de verse desaparecer.

El vecinito salió en la tele, mostrando la sábana sucia. Hicieron un plano de la caída y después la taparon como a una máquina en desuso. Fue trasladada en ambulancia, pero expiró a los pocos metros.

Ni el sable, el enano o el vecino volvieron a pensar en ella.

Fernanda García Lao
Fernanda García Lao
(Mendoza, 1966) fue seleccionada por la Feria Internacional de Libro de Guadalajara 2011 como uno de “los secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana”. Vivió en España desde 1976 hasta 1993. Es escritora, dramaturga y poeta. Publicó las novelas Muerta de hambre (Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes), La perfecta otra cosa, La piel dura, Vagabundas y Fuera de la jaula, así como el libro de cuentos Cómo usar un cuchillo. En 2015, publicó Amor invertido, en coautoría con Guillermo Saccomanno. En 2016, editó Carnívora, su primer libro de poesía. Ha colaborado en distintas publicaciones a ambos lados del océano (Babelia, Revista Quimera, Letras Libres, El Buensalvaje, Las/12, Revista Ñ). Algunos de sus textos han sido traducidos al portugués, al inglés, al sueco y al griego para revistas digitales y en papel. Ha publicado en Francia, México y España. Desde 2010 coordina talleres de escritura.

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