Qué placer verte otra vez

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Es él. Espera su turno en la fila de la panadería. Tiene las manos en los bolsillos de la campera, se esconde en las sombras de la capucha. El jogging con manchas de pintura, las zapatillas sin cordones. El cuerpo vencido hacia adelante como si en cualquier momento fuera a caer dormido. Lo reconozco más que nada por la cicatriz que le atraviesa el ojo izquierdo. Pienso en el vidrio de una botella abriéndole la carne, como si al Richard nunca lo pudiera haber arañado un gato o se le pudiera haber caído una ventana encima.

El 28 de junio hizo trece años de esa vez que nos abrazamos tanto. Me pregunto qué ocurre con las personas, qué es lo que hace el tiempo para que hoy ni siquiera nos saludemos levantando una mano a la distancia. ¿Se dará cuenta de quién soy? ¿Me reconocerá?

*

Al Richard lo conocí el día que peleamos por el ascenso contra La Plata Fútbol Club. En Alvarado nos habían avisado que los micros saldrían a las siete de la mañana puntual. Teníamos que estar en la esquina de Jara y Luro, con las entradas en la mano y nada de alcohol, nada de drogas.  Por las dudas que el destino fuera a jugar una mala pasada, decidimos, junto al Mono y al Pelado, estar un rato antes; entre seis y cuarto y seis y media acordamos para no ser tan estructurados. Si bien era una final, había que relajarse un poco. Yo llevaba un bolsito con agua mineral y unas Maná rellenas de limón. No sabía dónde ni cuándo íbamos a poder comer algo. Mis amigos no pensaron tanto y entonces les quedaba el cuerpo libre para saltar y revolear banderas.

Cuando nos acercamos a la esquina, me sorprendió que la mayoría de los hinchas ya estaba ahí. El aire fresco fue reemplazado por el olor picante de las bengalas. Apenas se podía respirar entre nubes azules y blancas. Todos tosían y escupían principios de intoxicación. En camiseta o en cuero para mostrar los tatuajes de los toros. Toros furiosos de ojos envenenados, toros con restos de sangre en los cuernos, toros con pistolas en la cintura junto a la leyenda “Alva sos mi vida, te amo”. Por las latas de cerveza y los cartones de vinos aplastados entendí que habían pasado la noche en esa esquina. La fiesta había empezado hacía rato y nosotros estábamos llegando tarde.

La música eran canciones en las que íbamos a poder contra los rivales, el referí y la AFA que nunca nos dejó ascender. El aire se ocupaba con banderas que chocaban entre sí y con una lluvia de papelitos de diario viejo. Y en ese momento, cortando ese telón de cotillón apareció el Richard. Se acercó a nosotros con otro más y nos preguntó quiénes éramos. No supe que contestarle. Somos hinchas pensé, somos amigos, somos lo que vos quieras. Por suerte, los chicos entendieron la pregunta mejor que yo. Yo soy el Pelado, dijo el Pelado; yo soy el Mono, dijo el Mono; y yo soy Sebastián, dije yo, deseando tener un sobrenombre como ellos. Podría haber inventado que me decían Puma o algún otro animal salvaje, pero no tuve la rapidez ni el coraje de un gatito juguetón. Violencia es mentir, me habría dicho después el Pelado.

 ¿Y yo? ¿Sabés quién soy yo? – preguntó el Richard pegando su cara a la del Mono, levantando ambas cejas. Sentí que sacaba una navaja.

No… no sé quién sos, si no te conozco- respondió el Mono rápido, sin dejarse intimidar.

El Richard le pegó un codazo al que iba con él y le ordenó que lo presentara.

Este es Ricardo, pero le dicen Richard.

Ni bien el otro terminó de decir el apodo, el Richard largó una carcajada muda que para mí fue una sorpresa, un regalo de cumpleaños. Se reía porque nadie espera nunca que lo llamaran con un nombre en inglés. Cuando abrió la boca, pude ver cada uno de los dientes diminutos podridos, degradados, comidos.

Y decile, decile dónde vivo yo, contale a los pibe- volvió a ordenarle al otro que definitivamente estaba ahí para hacerle caso.

El Richard vive en el puerto frente a la Plaza Italia y en el techo tiene una bandera de Alva y nadie le dice nada porque tiene dos huevos así de grande.

Una vez terminada la presentación, el Richard abrazó al Pelado del cogote y le convidó con la botella con Fernet. No, es muy temprano dijo mi amigo y el Richard se lo quedó mirando. Pude ver que no le molestaba el rechazo sino que no entendía que hubiera horas para tomar, que el Pelado pensara tanto para empinar la botella y dejar que el líquido empezara a operar. Bueno, rancho, todo piola, dijo después y se fue a los saltos con su presentador.

A las siete en punto, tal como habían avisado, empezamos a subir a los micros. La caravana se completaba con doce colectivos de larga distancia y una veintena de autos particulares. El Toro había mutado en una serpiente de carnaval.  Con el Mono y el Pelado nos sentamos adelante y sin decirnos nada, deseamos que el viaje de siete horas durara diez minutos. Durante la primera mitad del trayecto, el colectivo era una muestra de la popular. Se mueve para acá se mueve para allá. Las banderas en las ventanas, el aire dulce de las flores y en el fondo una puerta que trasladaba a otras dimensiones. Cuando estábamos a la altura de Las Armas, los pibes pidieron parar para mear. Dele conductor que la vejiga no resiste y le orino el tapizado, gritaban y se reían de lo refinados que podían llegar a ser. Al chofer no le pareció adecuado contradecir y bajó a la banquina. Ahí me di cuenta que el Richard venía en el mismo micro que nosotros. Pasó al lado nuestro junto a su amigo, se frenó y nos dijo:

¿Ustedes saben quién soy yo?

El Mono, el Pelado y yo lo estudiamos de refilón. No era posible que la cara y la voz se le hubieran estropeado tanto en apenas unas horas. Como tardamos en responder, levantó el índice por sobre su cabeza para indicarle a su presentador que arranque:

Este es el Richard que vive en el puerto frente a la plaza Italia y en el techo tiene una bandera de Alva y nadie le dice nada porque tiene dos huevos así de grande.

Después de eso, el Richard no se rió ni abrazó ni convidó Fernet. Movió la cabeza hacia el centro del pasillo como una tortuga vieja y se fue a mear entre los yuyos.

*

La segunda mitad del viaje fue más tranquila. La mayoría de los pibes dejaron de consumir un rato y se durmieron hechos unos bollitos entre trapos y camperas.

Cuando el micro frenó en el acceso al Estadio Único largó un soplido largo como el suspiro de un animal cansado. Ese ruido despertó a los hinchas que poco a poco empezaron a volver. Una euforia, un poco más resacosa, sonaba en las calles de La Plata. Escuchenló escuchenló escuchenló, llegó el gigante del interior, llegó Alvarado la puta que lo parió.

Los policías de la bonaerense, con sus modales universales de palo y escudo, nos hicieron formar una fila para entrar. No solo había cacheo sino también control de alcoholemia. La cantidad de trabajo con todos nosotros hizo que el avance hacia la cancha fuera muy lento. Desde afuera escuchábamos que el partido ya había empezado e inevitablemente los nervios ganaban cada vez más terreno. Nunca había visto tanto protocolo. Seguro era por envidia, porque nosotros habíamos mudado una ciudad y el equipo de ellos era un invento de dos funcionarios. Todos sabían que en lugar de sede tenían una oficina vacía en Panamá y que en tres años de existencia lo único que habían logrado eran veinte hinchas y una murga sin colores.

Mientras esperábamos bien ordenaditos en la fila, el Pelado, el Mono y yo, vimos pasar al Richard. Estaba sin su presentador y buscaba en círculo como un nene que se pierde en la playa.

Eh, ¿qué te pasó? le grité cuando estaba cerca nuestro.

El Richard se secó rápido las lágrimas y vino hacia nosotros.

¿Sabés quién soy yo?- preguntó como si fuera la primera vez que nos viéramos.

¿Qué pasó Richard? – insistió el Pelado.

No me dejaron pasar, borracho no, me dijo el rati…

¿Te hicieron el test de alcoholemia? – preguntó el Mono, que siempre fue el más técnico de los tres.

No sé… me hizo soplar y después me dijo que no… pero yo quiero ver al Alva- dijo Richard y selló los labios para contener.

De repente estaba solo y del lado de afuera. No tenía amigos ni presentador ni una bandera en el techo porque tenía dos huevos así de grandes. Estuve a punto de abrazarlo porque creí que eso era lo que necesitaba. Pero para variar, el Mono reaccionó antes y mejor que yo. Esperame acá que ahí vengo, le dijo agarrándolo del brazo y parándolo al lado mío. Lo miré al Pelado buscando una explicación. No era posible que el Mono fuera a retar a los policías ni a buscar a los padres del Richard. Al minuto volvió con un cascote de tierra seca. Comé, le dijo y no hizo falta que explicara nada. El Richard le entró a la tierra como si fuera un alfajor triple, ni siquiera se fijó si tenía gusanos. Una vez que lo terminó, el Mono le sacó la campera a los tirones, la dio vuelta y se la pasó para que se la volviera a poner. Andá, le dijo una vez que terminó con la transformación.  El Richard se sacó la gorra y se la regaló al Mono, le dijo que ahí empezaba otra historia y se fue corriendo.

*

Apenas entramos a la popular el trapito Ceballos se sacó tres tipos de encima y le dio la pelota al paisa Telechea para que hiciera un golazo cruzándola al segundo palo. Todos empezamos a rebotar como si estuviéramos en una licuadora. Los que estaban más abajo se sacaban las zapatillas y las revoleaban hacia la cancha. Entendí que tanta alegría no entraba en el cuerpo y que había que desprenderse de algo para poder seguir. Con el resultado global, tenían que hacernos tres goles para arrebatarnos todo. Estábamos ascendiendo, nos estábamos elevando en comunión.

Cuando empezó el segundo tiempo, una niebla espesa bajó sobre el estadio. Una cortina gris cortaba la cancha justo en la mitad. En cada ataque nuestro, veíamos la espalda de los jugadores desvanecerse en un humo de misterio. Así que cuando los perdíamos de vista, nos guiábamos por los gestos de los plateístas que al estar más cerca sabían lo que estaba pasando. Lamentablemente fue muy poco lo que se jugó del lado oscuro. En apenas veinte minutos nos echaron un jugador, el arquero tuvo que salir lesionado en las costillas y nos clavaron dos goles miserables de rebote. Si nos hacían uno más bajaríamos al último infierno. Imaginé que muchos no volverían a los colectivos, que preferirían permanecer en el limbo o el purgatorio en las calles de La Plata. Sin embargo, los hinchas no paraban de alentar. Yo pensaba que cantaban para gritar bien fuerte, que saltaban para no matar. El Pelado, el Mono y yo largábamos sonidos guturales como excusa para abrir la boca y que los nervios no nos liquidaran las muelas. Yo miraba la cortina de niebla y le preguntaba a Dios qué le pasaba con nosotros. En los River Boca tendrá que tirar la moneda y que sea lo que Él quiera, pero acá ¿qué le pasaba? Si el otro equipo no tenía hinchada, si del otro lado nadie iba a salir lastimado. El partido no acababa más, pensé que íbamos a terminar todos viejos y cansados. Pero si algo sabíamos hacer, era aguantar. Lo que parecía infinito terminó y lo que parecía imposible, sucedió. El árbitro se llevó el silbato en cámara lenta hacia la boca. Miles de ojos se posaron sobre el plastiquito rojo, todos hicimos silencio para escuchar ese soplido que habilitaba la locura. El triple pitido nos produjo algo que nunca supe bien qué fue. Una energía extraña nos hizo salir corriendo para cualquier lado. Éramos hormigas prendidas fuego, disparábamos sin sentido entre los escalones de cemento. No vi dónde quedaron el Mono ni el Pelado, la marea se los había llevado. Pero no importaban los nombres ni las caras. Todos éramos un reflejo de gritos de alegría y llantos desconsolados. Sin ponerlo en palabras, sentí que además de esa felicidad evidente también nos estábamos exorcizando de otros dolores. Como una herida que se cura y necesita expulsar todo el pus.

En ese remolino por la popular, me choqué con el Richard. Estaba en cuero y no dejaba de saltar, gritaba sin darse cuenta que ya no le salía la voz. Me acerqué y lo abracé fuerte. Cuando nos separamos, me miró y me preguntó:

¿Sabés quién soy yo? ¿Sabés quién soy?

Vamoooos Alva carajo- grité lo más que pude y cuando lo quise volver a abrazar me agarró del brazo y me volvió a preguntar:

¿Pero sabés quién soy? ¿Vos sabés dónde vivo?

Me frené en el salto y dejé de cantar. Me di cuenta que el Richard nunca había querido decirnos quién era sino que necesitaba que alguien se lo contara.

Sebastián D´Ippólito

Sebastián D´Ippólito
Sebastián D´Ippólito
Nació en Mar del Plata en 1982. Es Doctor en Biología, Investigador del CONICET y docente en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Publicó crónicas periodísticas en el diario La Nación y en Revista Ajo. Ganó en dos oportunidades el concurso de cuentos “Valijas con Historias” organizado por la Municipalidad del partido de General Pueyrredón. Publicó en el diario La Capital de Mar del Plata y en la revista digital Línea de Crujía. Su cuento “El canto de los pájaros” fue finalista del concurso de relatos breves “Osvaldo Soriano” organizado por el Laboratorio de Ideas y Textos Inteligentes Narrativos (LITIN) y seleccionado para la edición digital de una antología. Su monólogo “Mi miedo no vale” fue llevado al teatro en la temporada 2022 bajo la dirección de Silvia De Urquía y Antonio Mónaco. En el mismo año, el cuento “Los movimientos del agua” fue seleccionado para integrar la antología de Narrativa breve, editado por Cepes ediciones. En 2023, el podcast “Un morral con historias” espacio de lecturas de la Biblioteca Central de la Universidad Nacional de Mar del Plata, seleccionó el cuento “La cola del alacrán” para ser leído en la plataforma Spotify.

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