La ojota celeste

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Peto caminaba adelante, recto excepto porque le faltaba una ojota y hacía un rengueo raro cada vez que pisaba algo puntiagudo. Unos metros detrás, Edu lo seguía a paso más lento. Iba pateando ramitas y el polvo del camino, tosía a propósito, resoplaba y escupía. Dale, caminá, Peto lo apuró sin voltear la cabeza, ¡caminá!

Con vos no quiero ir a ningún lado, ¿sabés? Mataste a Ozkar.

Esa mañana habían salido temprano los tres, decididos a incursionar por una bajada nueva al río. Había que descender por un escarpado lleno de matas y hierbas altas, Ozkar llevaba la delantera como si conociera el terreno, los otros dos lo seguían entusiasmados por la novedad y los primeros calores de noviembre. Para no perder el tiempo, los chicos ya iban en shorts y con el torso desnudo. Ozkar fue el primero en saltar al tramo ensanchado y quieto del río, las piedras resbalosas no le resultaron un problema, en cuanto rompió el agua salió nadando. Las aguas allí eran cristalinas, Peto y Edu podían verse los pies con nitidez. Ozkar se adentró un poco, iba y venía como un salmón feliz, nadaba con la cabeza afuera, con el pelo negro, todo crispado.

Duelen, dijo Edu al avanzar sobre las piedritas del fondo.

Bueno, dejémonos las ojotas puestas así no raspan.

Empezaron a andar, caminaban como si estuvieran haciendo equilibrio en la cuerda floja. Se reían y se tiraban chorros de agua.

Me resbalo, se quejó Peto y se las terminó sacando. Con las dos ojotas en la mano avanzó entre el agua para acercarse a la orilla, la corriente y los líquenes del fondo le dificultaban el avance. En un momento pisó mal y se resbaló, alcanzó a agarrarse de uno de los salientes de piedra pero soltó las ojotas sin querer.

Ozkar, Ozkar, ¡allá!, le gritó mientras le señalaba los dos pedazos de goma celeste que se iban con la corriente. Los tres salieron enseguida detrás de las ojotas de Peto.

Edu iba atrás, en cuanto dejó de hacer pie se asustó y enfiló para el margen del río. Salió y se apoyó en una de las rocas del costado, se hizo visera con la mano para seguir el curso de lo que pasaba en el agua. Vio que Peto alcanzó a pescar una de las ojotas y que la levantó en el aire con un gesto triunfal pero Ozkar se iba. Ya casi no lo veía, empezó a gritar. Ozkar se va, se está yendo, ¡seguilo!

Peto estaba agotado y la corriente se estaba poniendo más áspera en esa zona. Meneó con la cabeza, lo miró a Edu que seguía parado en la roca y le dijo: no puedo, no sigo. Edu empezó a llorar y a dar saltitos de bronca, Ozkar se había perdido por completo de su vista.

Peto salió del agua y se calzó la única ojota que le quedaba. Con dificultad llegó hasta dónde estaba Edu aferrándose a la rugosidad de las rocas del costado, dejá de llorar, no seas pavo, ya va a volver. Calmate, dale. Le puso una mano en el hombro que el otro se la espantó como si fuera una mosca.

Después de dos horas, Edu continuaba en la misma piedra, se había sentado, tenía la nariz y los cachetes rojos. Peto había intentado consolarlo de mil maneras, le ofreció pagarle un helado, hacer sus tareas, no hubo caso. En algún momento se rindió ante la perspectiva, dejó la roca de Edu y atravesó de vuelta las piedritas y las matas del principio, hacía muecas de dolor a cada paso. Cuando Edu se vio solo, se apuró detrás para alcanzarlo sin ponerse a la par. No quiero andar con vos, lo mataste, es todo lo que decía.

Peto llegó a la casa y abrió el pasador de la reja de entrada. Hacía rato ya que había dejado de apurar a su hermano, su pie machacado, los raspones, las horas al sol, lo que pasó con Ozkar, fue demasiado para un día. Edu se había rezagado un poco y venía levantando nubecitas de polvo, a media cuadra de la casa. Peto entró saltando con el pie sano, parecía ir derecho a la puerta pero algo le llamó la atención entre los yuyos de la entrada. Dejó de hacer el saltito y sin siquiera renguear se acercó, se puso en cuclillas y levanta eso para examinarlo, un pedazo de goma celeste, rota y llena de baba. Su ojota perdida. En ese momento entró Edu.

Peto se enderezó y empezó a chiflar, mientras chasqueaba los dedos. Ozkar, Ozkar, voceaba entre los silbidos. Lo miró a Edu que no entendía nada y le mostró su ojota masticada con el brazo en alto. ¡¿Viste?!, le gritó y le arrojó los restos de su ojota por la cabeza. Se empujaron, dos, tres veces, se rieron hasta las orejas y se pusieron a buscar a su perro.

 

Emilia Vidal

Emilia Vidal
Emilia Vidal
Nació en Mar del Plata, en 1979. Es licenciada en Ciencias Biológicas. Algunos de sus poemas y relatos fueron premiados y/o seleccionados como finalistas en concursos literarios (Conurbana Cult 2016, N° 23 de revista Boca de Sapo 2017, Biblioteca Popular Babel 2017, Ciclo de Lecturas De amor locura y muerte 2017, Concurso Literario Gonzalo Rojas Pizarro 2018 y convocatoria de Una Brecha “Cuentos a la calle” 2018). En 2018 publicó el poemario Algunos Absolutos Medibles. Su libro La desnudez de los huesos se encuentra próximo a ser publicado con la editorial Azul Francia.

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