¿Hay algo más incompleto que un olor?

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Olvidé el teléfono entre sartenes y cacerolas, con el horno encendido. Me he dejado arrastrar, sin darme cuenta, por un estímulo acechante de una ventana abierta y, al menos por un momento, me entrego a un olvido placentero, instintivo, del aire exterior. Como en esa película neorrealista italiana, Milagro en Milán, corro hasta una islita de sol, atrás, en mi patio. Veo, apenas la brisa refresca mi cara, el ciprés joven, que asoma al otro lado del edificio. Tiene una forma ventosa, tallada de perfil al sol.

Sí, a partir de aquella cuarentena, había cambiado todo porque el tiempo había cambiado. ¿Cuántos días? ¿Cuántos meses? Era difícil sin ayuda, medir el paso del tiempo. No se trata sólo de facilismo cuando debés caer en las frases hechas, ahora yo debo recurrir a una frase hecha y coincidir en que el tiempo se escapaba como arena entre los dedos, pero, también, debo decir que parecía un tiempo interminable. Uno sentía esa paradoja hecha de alguna materia quebradiza, como una especie de rompecabezas lleno de particiones de cartón que no encajaban. Empezabas a hacer algo postergado, como pintar la casa, arreglar las canillas, corregir los borradores infinitos de aquel libro nunca publicado; tenías el pretexto justo del encierro, la ilusión de seguridad de un refugio, la calma de un monasterio, y de pronto, te asaltaba el mensaje de whatsapp, el timbre de calle, la urgencia doméstica que una y otra vez, lo interrumpía todo desechándolo primero a la pausa, luego a la latencia y finalmente, al olvido. La interrupción y no la continuidad era la norma. La memoria también acompañaba el desbarajuste general. Recordabas o imaginabas el pasado, los muertos volvían a la vieja casa familiar y la mesa se llenaba de historias. Pero la memoria inmediata, el detalle de la duración, la secuencia vecina al presente fallaba. Las partes de cartón no encajaban y faltaban los días y las horas, los breves fragmentos de sentido, mientras acudían flashes de imágenes que se hundían irremediablemente en la masa densa de la cuarentena…

Hablando de eso: ¿Hace cuánto que puse en el horno las magdalenas? Las encontré en un recetario de 1946 que estaba en casa de Rosita, que seguramente trajo con ella desde Junín, cuando se mudó a Mar del Plata. ¿En qué año? Sería por 1980, antes de Alfonsín. El librito es de las bodegas Arizu, con tapas rojas y un estuche donde encaja… Es un recetario agenda, con una receta por cada día del año 1946. Da impresión. Ni siquiera habíamos nacido. Las palabras, los ingredientes, la combinación de la manteca, el azúcar, la harina…  La hermosa retórica de la cocina.

Cada época tiene su representación en alguna sintaxis, en alguna figura o imagen. Se pueden leer épocas que tienen  una sintaxis de largo aliento y otras, vertiginosas, sin aliento. A veces, son una combinación incoherente de todos esos ritmos, en definitiva una respiración que se lee. Existen viejas novelas en que los períodos largos de la sintaxis están hechos con retazos, con añadidos, con yuxtaposiciones. Reflejan las dudas, las rectificaciones de un pensamiento que no termina de elaborarse, un pensamiento que se piensa.  El anacoluto, la reticencia, la falta de un pedazo de algo. Eso. La cuarentena encerraba –nunca mejor dicho- esta retórica de la época.

Por eso, me ganó la idea de un relato hecho con anacolutos, sobrentendidos, rupturas, grietas. La idea de lo incompleto de la vida llevado a cada oración. Como ya sabés, la literatura es mi pasión y aún tengo una asignatura pendiente: la gran novela, la Novela Eterna!

Pedro. Pedro sería el nombre del personaje. Un fanático de River. Lo haría aparecer exactamente el día en que se consumó el descenso a la B. El aciago 26 de junio de 2011. Tiene que estar frente a un viejo televisor en el living de su casa. Tendría que estar solo en el living. Mujer, hijos y nietos deberían o podría ser que lo espiaran y hasta que lo grabaran en sus teléfonos. Me lo imagino tenso, entre la vida y la muerte, pletórico de puteadas inefables, ahí, a los 20 minutos antes de terminar el partido. Y en pantalla, el delantero, Pavone, pifia un penal. No un penal. ¡El penal de la salvación! In-so-por-ta-ble. Una mancha cifrada en la letra B del descenso. El empate con los piratas; los desmanes y la policía… después.

Pobre gallina. Pobre infeliz. Pobre Pedro. Así, empezaría para él, una cuarentena interminable. Con ello evitaría soportar chistes malos y de mal gusto. Y por suerte para él, ya estaría jubilado por lo que se despreocuparía de la oficina en que transcurrieron cuarenta años de su vida. También, el aislamiento total incluiría el bar de los amigos, el que habría de frecuentar religiosamente los viernes, a la tardecita. Hasta pensaría en un silencio monacal y empecinado con su familia. Sí, con su mujer y sus hijos para evitarse la reacción violenta ante cualquier palabra de consuelo piadoso, ternura sospechosa, o compasión terapéutica.

Paulatinamente, lo llevaría a un aturdimiento animal, algo como una vida con el cuero pegado al esqueleto, a la pura necesidad de sobrevivir.  Pereza y melancolía se sumarían a lo cotidiano. Dejaría de mirar fútbol, de pagar la cuota del cable, de comprar el diario y de visitar el Facebook. Hasta dejaría de afeitarse y bañarse. Y ni se cambiaría medias ni calzoncillo. Difícil convivir con tal anacoreta.

El melancólico tiene un lejano parecido con el anacoreta. Y la pereza es como un espejo en que la imagen de otro te lleva sin esfuerzo. Igualito a si te arrastrara el agua de un arroyo. Lejos de la orilla. Bajo un cielo despejado. Flota el perezoso y flota el melancólico. Narrar la pereza o la melancolía es complejo. No se entiende la inacción. No se puede volver atrás y corregir. No existe nada atrás. Nada adelante.  Igual buscás la pieza que empuja el tiempo a su final. Y tampoco hay final.

De este modo,  Pedro daría lugar a otro Pedro. Uno que nadie reconocería a simple vista. El narrador omnipotente hablaría al lector de un tipo de pereza melancólica. Una especie de virus metafísico que ataca capa tras capa la identidad. Se llegaría al extremo de mostrártelo escribiendo algún mal poema. Con rimas fáciles y versos mal medidos. Luego, los recitaría a su mujer. Acontecería  en una escena ridícula y patética. Una noche cualquiera de reconciliación urbi et orbi. Derramarían lágrimas y explotarían en risas. Abrazos, también. El poema debería estar dedicado a la redondez de la pelota en un partido metafísico, donde el nuevo Pedro se preguntaría:

«¿Cómo la vida no es un tiro al arco

mientras espero un milagro?»

Pero ¿qué milagro esperaría el nuevo Pedro? ¡Claro, uno que dé la victoria a River! En el fondo último del aturdimiento animal y místico, todavía anidaría la esperanza de la superación. La épica de volver a levantarse.

Y es justo reconocer que Ríver logró, entre trajines y peripecias, el éxito. El 23 de junio de 2012, casi un año después, con dos goles de Trezeguet, River ganó el título y volvió a Primera. Venció aquel día, a Almirante Brown por 2 a 0. Todo esto ya se sabe desde antes de empezar el relato. Está sobrentendido. Es parte de la reticencia, de los pedazos callados. Y ¿Pedro? ¿Dónde habría lugar para su modesta historia? ¿Su cuarentena puede, con la victoria de River, alcanzar un final? Acá es donde podría o no haber otro anacoluto, un final abierto, lleno de posibles finales pero sin ningún final. ¡Mediocre ejercicio de taller!

Cierto pero improbable. Pedro no lograría ser más que un borrador de Pedro. Y ¿por qué no hacerlo leer el guión? ¿Cuál habría sido toda la vida su papel en escena? La gran metáfora del fútbol tiene como primer término de comparación el deseo, no de lo imposible, sino de lo inalcanzable. Pedro nunca pateó un penal milagroso. ¿Qué parte del triunfo de aquella tarde le pertenecería? Sería suficiente comparar su recibo de jubilado con el del goleador de aquel glorioso día de la victoria.

Por suerte, para mí y los pobres amigos que a veces leen mis borradores, nunca escribí ni escribiré un relato tan malo… Sigo en esto, a alguien que dijo que imaginar el mejor de los poemas, suele traer más felicidad que leerlos después de escribirlos.

En el patio todavía hay solcito y, desde hace unos días, observo cómo una paloma montera se adueña del ciprés; hace su nido en la noche oscura del árbol, y a veces, vuela hasta mi patio a robar ramitas. Estos animales arribaron a la ciudad abandonada en plena pandemia y, desde entonces, habitan entre los pocos que hemos sobrevivido. Son los sonidos que se escuchan amenazantes durante la noche…

¿Hay algo más incompleto que un olor? No lo creo, está en el aire desprendido de su otra parte y flota sin rumbo a las narices. Por ejemplo, ahora, llama, desde adentro, el olor de las magdalenas que dejé horneando. Viene del pasado: tengo la rara sensación de haber vivido ese olor, en lo de Rosita, cuando horneaba sus galletas y se extendía por todo el edificio con un abrazo invisible.

Son olores puentes a lo permanente;  nos hacen saber que no todo dura para siempre, así como, para siempre, no todo desaparece. La cocina es un lugar de recuerdos concentrados; el recetario de 1946 sólo me despertó el hambre de la memoria y también, los experimentos por saciarla. Antes que perder el tiempo con otras cosas, valen la pena las recetas de cocina.  Hay recetas que leo con más pasión que alguna literatura que llueve de las redes y se publica de a montones. Practico con el diccionario de los sabores y el ojo perspicaz del olfato. El secreto de una receta se vuelve una poción mágica hasta en la mesa más solitaria de la Antártida.

Y, en el mientras tanto, la memoria hornea su hambre; existe una dimensión en que podemos entrar sólo despertando la poesía del fondo de la barriga. No se debe resistir. Es cierto que la memoria es un estómago lleno de malas costumbres. A veces, te indigesta, emana ruidosa o te hincha  orgullosa; y otras veces, con calma, mastica y digiere,  mezcla con exactitud y  hasta obedece al curso de la necesidad.

Nadie sabe todavía cómo recordaremos el presente con ciudades fantasmas y animales salvajes por las calles. Habrá que esperar al futuro, si aún estamos en él. Y cuando eso ocurra, la memoria, muy probablemente, le dará otro sentido al que le damos ahora. Otras imágenes, otros nombres, otros sabores. ¿Quién sabe? Hay un pasaje citado hasta el cansancio para el tema. Seguramente, debés esperar que lo diga. Y te voy a complacer: Sí, es  «En buscá del tiempo perdido» de Marcel Proust; el famoso pasaje de la magdalena de uno de sus libros, «Por el camino de Swann», donde reflexiona sobre el recuerdo: “Ese sabor –dice- es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia, después de mojado en su infusión de tilo, los domingos por la mañana”.

Claro que lo recuerdo de memoria! Lo he repetido en tantas clases cuando había aulas repletas que no podría olvidarlo. Luego, sigue diciendo algo así como que es un sabor que perdura “cuando nada queda del pasado,  cuando se murieron los seres queridos y, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales y más persistentes que nunca, el olor y el sabor perduran, sobre las ruinas de todo…»

¿Quién puede hoy escribir así? No es nuestra retórica, ya. La pandemia nos ha vuelto menos sutiles para los lujos literarios.

Dejo ahora, a Proust. El horno caliente reclama rescatar  mis magdalenas. Y al teléfono también, donde está la llamada perdida entre varios mensajes que alertan sobre otra nueva pandemia en Europa…

Ah, sí! El llamado perdido era de mi amigo Pedro.

No, no aquel Pedro.

Este es de Boca.

Osvaldo Picardo

Osvaldo Picardo
Osvaldo Picardo
(Mar del Plata, Bs.As., 1955) es poeta, ensayista y crítico argentino. Una de las figuras destacadas de la «poesía de pensamiento» que se dio en el período posterior a la dictadura cívico-militar (1976-1983). Docente e investigador universitario, exdirector de la Editorial de la Universidad Nacional de Mar del Plata (EUDEM) y director de la revista La Pecera. Algunos de sus libros de poemas son: Quis quid ubi: Poemas de Quintiliano (1998), Una complicidad que sobrevive (2001), Mar del Plata (2005 y 2012), Pasiones de la línea. Poemas de Nicolás de Cusa (2008), O.P.Vida de poesía (2008) y 21 gramos (2014). Entre sus libros de ensayo se destaca: Primer mapa de poesía argentina. Solicitudes y urgencia. El noroeste: la carpa y tarja (2000); la edición de la Antología poética de Joaquín O. Giannuzzi, (Madrid, Visor, 2006). Recientemente publicó Poesía de pensamiento, (Madrid, Endymion, 2016). Ha traducido junto a F. Scelzo y E. Moore The love poems de James Laughlin y han sido publicadas, en revistas y periódicos, versiones suyas de E. Pound, D. H. Lawrence, M. Yourcenar o K. Rexroth

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