El profesor

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Yo soporto, tú soportas, él soporta.

Eso fue lo primero que escuché de Jeremías, o, en verdad, lo primero que recuerdo. Fue en el inicio de clases de 2009. No retengo la fecha exacta. Las demás, las que poco a poco se fueron encadenando y me trajeron hasta acá, están anotadas en un cuaderno que sobrevivió tres mudanzas (incluso esta última, con sus evidentes particularidades).

Yo soporto, tú soportas, él soporta, dijo. Después, incluyó el verbo en una oración y la leyó entera sin vacilar, de un tirón, con el aplomo de quienes saben que no fallan. Por unos segundos la clase quedó en silencio, intuyo que más por mi expresión que por el impacto mismo de sus palabras. Cuando terminó, levantó la vista de la hoja y me miró de manera ambigua. No era una mirada desafiante, eso lo advertí rápido. Era más bien indolente, como si enfrente no tuviera nada, como si yo, su profesor, fuera nada. Estaba pasmado, no entendía cómo hacía para no mostrar ni un ápice de conmoción; los labios se rozaban, apoyados sutilmente el uno al otro, apaciguados, el ceño sin una marca, las manos sobre el pupitre, como a la espera de algo que no podría traer complicaciones.

En cuestión de cuatro, cinco clases, Jeremías se transformó en mi motivación principal. No me había pasado nunca con ningún alumno. Nada esperaba con más ansias que esas dos clases semanales, una los lunes, a las siete y media de la mañana, y otra los miércoles, a las nueve y media. Antes de empezar, y por decisión mía, Jeremías se encargaba de pasar lista. Cuando llamaba con esa voz tan singular (una vez le dije que sus cuerdas vocales eran la versión en miniatura de las de un viejo borracho y fumador) a alguno de los compañeros, y el silencio indicaba que se había ausentado, giraba la cabeza y me miraba en aviso de que haría una marquita, ahí, al lado del nombre del chico en cuestión. Yo nada más lo seguía con los ojos. Creo que nunca le sonreí ni nada por el estilo. Quizás debería haberlo hecho, al menos en alguna oportunidad. Pero no lo hice. Nada más lo miraba, y supongo que asentía con la cabeza. Me fascinaba su capacidad para mostrarse en todo momento calmo, incluso mostrando, en algunos casos, cierto aire de superación. Superado, pienso ahora, o directamente ajeno.

Lo de los dibujos lo advirtieron poco tiempo después, a mitad del segundo trimestre. Era terreno de Plástica, y si bien siempre evité pecar de diletante vago y mucho menos de engreído, cuando escuché a la profesora hablando del tema con tanto desdén, tan trivial, tan inoportuna, entendí que ni ella, ni la directora, ni los otros que andaban cuchicheando por ahí tenían la mínima talla para comprender a Jeremías. Que los dibujos de Jeremías son lindos pero esas manchas los arruinan, que el chico en un momento se cansa y por eso empieza a hacer garabatos que deforman las figuras. Todas estupideces. Los demás al parecer asentían, o simplemente acompañaban con ademanes pasivos.

Brutos, nunca supieron apreciarlo. Nunca leyeron lo que corría por debajo de sus actitudes. Y quien tuvo que pagar esa cadena de desgracias por ignorancia fui yo, que desde un principio advertí que el chico no era como los demás, que había que cuidarlo y mimarlo (sobre todo mimarlo) para que diera todo lo que tenía para dar. Lo echaron a la basura, todo. Y a mí también.

Para cuando vi lo de los dibujos, ya habíamos tenido varias clases particulares. Las hacíamos en el café que estaba a una cuadra del colegio, adueñándonos de la hora que les daban antes de hacer educación física. Fue idea mía, aunque no dudo de que, si me hubiera demorado, él lo habría propuesto de todos modos. Ambos sabíamos que necesitábamos un espacio para trabajar sin mayores distracciones. Y la verdad es que no eran clases, lo que menos hacíamos era tratar cuestiones ligadas a la materia (su potencial no estaba ahí; para el colegio, la mayoría pueden ser más o menos buenos). Lo que hicimos fue entregarnos al rumbo por momentos azaroso de charlas que, a priori, no tenían más objeto que una imagen, el abordaje de una imagen. Al principio no largaba comentario, parecía mudo, pero lo supe llevar; yo sabía que los silencios hablaban tanto o más que las palabras. Para la ocasión pedía dos cafés, uno para cada uno, y además un tostado (no iba a dejar que hiciera su actividad física sin nada en el estómago). Los cafés no solía tomarlos, se ve que mucho no le gustaba cómo los hacían ahí. En cambio el tostado se lo devoraba sin levantar la cabeza del plato. En un momento pensé en corregir sus modales pero finalmente no lo hice: todos los grandes genios tienen un escape, por más estrambótico que sea, y quizás este era el suyo: ceder ante esa versión casi animal a la hora de comer. Echaba migas para todos lados, se chupaba enteros los dedos, hacía ruidos como gorgoteando; todo sin levantar la mirada. Y yo tenía el privilegio de presenciarlo, así que lo disfrutaba, procurando que no se me escapara ningún detalle.

Partíamos de una imagen como disparador, la que fuera: el descenso de un pájaro hasta el aterrizaje en las mesas externas del café, las marcas en la nuca de un empleado, las uñas mal pintadas de alguna señora. A partir de eso, él escribía lo primero que se le venía a la cabeza. Luego lo debatíamos, y finalmente le daba quince o veinte minutos para pulir el texto inicial. Lo maravilloso era que, incluso en los casos en que los primeros comentarios ya mostraban una mirada tan singular como aguda, era capaz, en esos minutos posteriores de gestación final, de imprimirle a las ideas giros de mayor vuelo y precisión. Jeremías explayó a Sartre sin conocer siquiera un párrafo de su obra, lo mismo con Bauman y Camus.

Con el correr de los encuentros extracurriculares el vínculo se fue afianzando. Ahí nos permitíamos todo lo que el marco escolar nos coartaba. De nuestros pasados elegíamos no ahondar mucho. Las pocas veces que lo hicimos, el tono que empleábamos no era el de siempre, hablábamos como con cierta distancia, pero no esa distancia que pinta la lejanía temporal, era una más bien dispuesta a registrar el pasado como algo de lo que ya no solo no pertenecíamos, sino que tampoco había posibilidades de que surtiera algún efecto en la realidad, en la nueva realidad, en la que se había gestado con el inicio de nuestra relación.

Un día se me ocurrió que fuéramos a ver fútbol. A mí nunca me gustó mucho el deporte, a decir verdad, pero un intelectual de su talla tenía que empaparse con todo. Era una cancha de espacios reducidos y césped sintético que estaba en la misma cuadra del café. Solo había que cruzar a la otra mano de la avenida e ir hasta la esquina más lejana. No se mostró muy entusiasmado con la idea, pero yo insistí en eso, en que un ser pensante también está hecho de lo popular, del barro que dibuja la suela de las pasiones. Me acuerdo que estábamos parados esperando el semáforo y que, por un instante, me pareció el rojo más largo del mundo. También me acuerdo que él tenía un pie en el cordón y otro ya en la calle, y que me contuve de dos cosas: de decirle que subiera ambos pies al cordón y de apoyarle un brazo en el hombro. Cuando llegamos a la cancha parecía como si nunca hubiera mirado un partido. Cada vez que había una patada o un fulbazo fuerte, largaba un “uuu” bajito, casi como un zumbido, y pegaba las rodillas. No sacaba los ojos de la cancha. Yo, mientras, le marcaba algunos detalles, lo poco que todavía guardaba de los domingos de radio y de partidos en casa de mis tíos: cómo se movía quien rápidamente advertí como el mejor jugador de la cancha, cómo operaba cada queja en el árbitro, qué cosas se consideraban una falta de respeto al rival, y demás cuestiones. Él asentía con la cabeza, sin desatender nunca el correr de la pelota.

Sin embargo, ahora las cosas cambiaron. La intromisión inescrupulosa de los demás docentes, que, envalentonados por las directivas de los dueños del colegio, nos echaron a la gran parte de la opinión pública en contra, hizo que todo se disolviera de un plumazo.

Acá el café escasea. Y cuando hay, no es muy bueno que digamos, pero se puede tomar. Con las comidas ya me reconcilié. No así con los espacios y los olores. Mi celda tiene dos metros y medio de ancho por cuatro de largo, y la comparto con un tipo que en todo momento está sudando. Gustavo se llama. No habla mucho, pero tampoco genera problemas. A Gustavo le conté de Jeremías. Aproveché una tarde en la que parecía estar dispuesto a escucharme a mí o a quien fuera las horas que hicieran falta, como si no tuviera más fuerzas que para hacer eso, solo eso: escuchar. Entonces le conté todo. Todo. Y me creyó, claro. En el medio del relato me preguntó si era mi hijo o algo así (dijo: tu hijo o algo así). Le dije que no, que no éramos familia, que solo era un alumno de colegio. En ese momento hizo la mueca más expresiva de la tarde, que igual no fue más que una leve arqueada de cejas.

Yo soporto todo menos la vida. Esa fue la oración completa que, con la seguridad de un sofista griego, entonó aquel día. Pasó tiempo, pero todavía sigue resonando en mi cabeza. Resuena porque la dejo, porque acá las palabras se pueden transformar en puñales o en frío, o en puñales fríos, pero también pueden ser caricias.

Pueden ser caricias, sí, y esas lo son.

Branco Troiano
Branco Troiano
Es marplatense y vive en La Plata. Periodista. Escribe ficción. En 2018 ganó el premio de cuentos Osvaldo Soriano, de La Plata. Fue guía en City Tours literarios organizados por la productora cultural Una Brecha, en Capital Federal. En 2019, uno de sus cuentos fue seleccionado para ingresar en la antología de Audiocuentos.com. También en 2019 fue entrevistado para participar de una película sobre Witold Gombrowicz, que se preestrenó en el Museo MALBA. Escribió una novela y la archivó. Ahora gesta la segunda.

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