¡Pobre comisario Laurenzi! Las cosas que me ha tenido que aguantar… ¿Cuánto tiempo, por ejemplo, hace que vengo explotando sus recuerdos? Él sólo habla, yo escribo. “No hay bicho más peligroso que el hombre que escribe”, suele decir mirándome de reojo. “Explota a los amigos, se explota a sí mismo, explota hasta las piedras. ¿Hay algo sagrado para él? ¿Hay algo intocable para él? ¿Conoce la piedad? ¿Conoce la simple decencia? No. Y todo por ver su nombre en alguna parte. Gente rara…”
Cuando el comisario Laurenzi se pone así, yo me limito a sonreír. Siempre he sostenido que cada hombre lleva adentro un demonio, y a veces más.
En el bar Rivadavia, donde nos encontramos casi todas las noches, se juega a muchas cosas. El comisario prefiere el casín. Yo prefiero el ajedrez.
De esta irreductible diferencia ha salido de todo: desde el patético mate Pastor hasta el más feroz desparramo de bochas y palitos.
Ante el tablero, el comisario practica un juego solapado y simple. Quiero decir que cultiva la agachada y el garrotazo por la espalda. Serio, impávido, paquidérmico, hasta que lo calza a uno. Entonces le brillan los ojitos, se vuelve sentencioso y sobrador, menciona a una misteriosa tía Euclidia que le enseñó a jugar lo poco que sabe… A esa altura de las cosas, aún se puede abandonar la partida con dignidad. Si uno engrana, las carcajadas del comisario atronarán el café, sus dichos encenderán la sonrisa de los mozos, acudirán los eternos mirones, comentarán lo perdido que está uno, ensayarán presuntas jugadas salvadoras.
–¡No joroben, por favor! –grita entonces uno–. ¡Los de afuera son de palo!
Y mueve. Y pierde. Con la sutil satisfacción de equivocarse solo.
–¡Je, afeitado y sin visita! –comenta entonces el comisario, sonriendo modestamente, y mira a su alrededor como invitando a que todos miren. Si lo dejan, en esos momentos de euforia, hasta es capaz de pagar un café.
Claro que éste no es el desarrollo normal de los acontecimientos. Las estadísticas demuestran que me gana una vez de cada cinco que jugamos.
Anoche por ejemplo, lo maté en pocas.
–¡Mueva algo! –le dije con fina ironía.
–No puedo –se quejó–. Cualquier cosa que muevo, pierdo.
–Está en posición de zugzwang –le advertí.
–Claro, en zaguán… Supiera lo cansado que me siento esta noche –aclaró bostezando ostentosamente y garriendo con un delicado movimiento de la mano izquierda sus derrotadas piezas–. Me ha ganado una buena partida.
–Le he dado una buena paliza –dije sin misericordia.
–No crea… No crea que no. La vida tiene situaciones curiosas –dijo Laurenzi, después de consolarse con una grapa doble–. Posiciones de zaguán, como usted dice.
–¡Zugzwang, comisario!
–Eso mismo –respondió sin inmutarse–. Porque, vamos a ver, usted que es leído, ¿qué es una posición de zaguán?
–La posición de zugzwang –expliqué– es en ajedrez aquella en que se pierde por estar obligado a jugar. Se pierde, porque cualquier movida que uno haga es mala. Se pierde, no por lo que hizo el contrario, sino por lo que uno está obligado a hacer. Se pierde porque uno no puede, como en el póquer, decir “paso” y dejar que juegue el otro. Se pierde porque…
–Basta, m’hijo, si yo entiendo. ¿No acabo de verlo? Yo le pedí una definición, y usted me da seis o siete. Pero una es bonita. Se pierde porque cualquier cosa que uno haga está mal. En la vida también.
–Salute, comisario. ¿Y eso?
–Vea, es muy simple. Suponga que ante una situación cualquiera hay dos modos opuestos de obrar: A y B. Normalmente, si A es bueno, B será malo, y viceversa. Es claro como el agua. Pero, a veces, A es malo y B también es malo.
–¿Y qué es bueno, comisario?
–Nada –dijo tristemente–. Nada… Es una historia larga y absurda – murmuró Laurenzi, acariciándose el bigote–. Pero tiene algo que ver con esa partida que usted me acaba de ganar, y por eso se la cuento.
”Yo vengo aquí desde que usted era un chico. Hace veinte años ya se jugaba al ajedrez en estas mesas. Ese lenguaje que usted oye, esas frases hechas que no escucharía en ninguna otra parte, esos chistes que nadie de afuera entendería, se han ido formando con el tiempo. Una costumbre, una comodidad, un vínculo borroso pero fuerte…” –Una tradición –interrumpí.
–Ríase, si quiere. Ése era el esquema. El contenido es un cúmulo de cosas que trascienden el juego. Aquí han venido hombres tristes, hombres oscuros, hombres preocupados, hombres que iban a tomar alguna tremenda decisión. ¿Los hubiera descubierto usted, con una sola mirada?
–Es imposible –admití–. Nadie nos reconoce con una sola mirada. Hacen falta tantas miradas, y tantas palabras, y tanta superfluidad de gestos, y…
–Entonces no me interrumpa –dijo con hostilidad, que no acerté a explicar–. Era –prosiguió sin transición– un hombre canoso, delgado, que conversaba muy poco. Por esa época, y le hablo de quince años atrás, tendría alrededor de sesenta. Siempre lo vi con el mismo traje, pero impecablemente limpio y planchado. También usaba bastón, un viejo bastón de madera bruñida y lisa, de punta ferrada. Le menciono el detalle porque eventualmente supe que era un arma más peligrosa de lo que parecía. Lo usaba, dijo, para defenderse de los muchachos, de las patotas… Quién sabe.
”Al ajedrez no jugaba nunca, pero daba la impresión de entender, porque recorría todas las mesas con cara de inteligente, y si le preguntaban, respondía con una jugada exacta.
”Me parece estar viéndolo, apoyado en su bastón, con la cabeza imperceptiblemente ladeada, en desorden el cabello acerado, los ojos claros y luminosos, y el aspecto de una sonrisa en los labios.
”Llegaba a una hora fija, saludaba, caminaba entre las mesas, miraba las partidas, saludaba, se iba. No se daba con nadie. Los demás lo tenían por un excéntrico. Pero a mí, usted sabe, siempre me han interesado los viejitos raros.
”Tardé tres meses en pasar del saludo a una conversación sobre el tiempo. Tardé seis meses más en averiguar su nombre –se llamaba Aguirre– y algo de su vida. Por esa época me dedicaba treinta segundos al entrar, antes de ir a ver los juegos. Fue una felicidad para mí el día que pude sentarlo a tomar un café. Yo acababa de retirarme de la policía –explicó con una mueca– y sentía ya ese tedio, ese fastidio que me impulsa a hablar de cualquier cosa, con cualquiera.
”Una de las primeras cosas que le pregunté era por qué no jugaba al ajedrez. Enrojeció. Entonces comprendí que lo que yo había tomado por orgullo era una exagerada timidez.
” –Juego por correspondencia –me dijo.
”–¿Cómo es eso?
”–Muy simple. Hay una federación internacional de ajedrez por correspondencia. Usted pide que le designen un rival de su misma fuerza. Ellos le dan la dirección de ese rival, que puede estar en Nicaragua, o en Australia o en Bélgica, y usted le escribe indicándole cuál es su primera jugada. Él contesta y de ese modo se entabla la partida, que puede durar meses o años, según el tiempo que tarden en llegar las cartas. La más larga que yo jugué duró cuatro años y medio. Con un pescador de Hong Kong.
”–Y en esa correspondencia –pregunté–, ¿no hacen más que anotar las jugadas?, ¿o hablan también de otras cosas?
”–Por lo general hablamos de otras cosas, si tenemos un idioma común, además de la anotación ajedrecística, que es prácticamente universal. En este momento, por ejemplo, puedo decirle con más exactitud que los diarios cuál es la situación en Asia, merced al pescador de Hong Kong. Algún día le mostraré mis partidas.”
El comisario Laurenzi hizo una pausa, pidió otro café y encendió un cigarrillo negro.
–Entre la promesa y el cumplimiento de la promesa –prosiguió luego– pasaron varios meses. Un día me invitó a su casa. Su casa era una simple habitación amueblada en una especie de hotel. Había orden allí, pero un orden producto de la voluntad y no del entusiasmo. No sé si usted me entiende. Un cuarto refleja de algún modo el carácter de quien lo ocupa. Y aquí, para darle un ejemplo, los libros estaban escrupulosamente alineados en sus estantes, pero debajo del ropero se adivinaban unas sombras verdosas que, lamento decirlo, eran botellas vacías. Y un almanaque, en un rincón, eternizaba el mes de noviembre de 1907. Pequeñas cosas, por supuesto, pero yo tengo el hábito profesional de observarlas… Y luego, ese rostro de mujer. Era lo primero que uno descubría al entrar. Estaba puesto de tal manera sobre el escritorio, la luz de la ventana lo iluminaba con tan delicada precisión, que usted no podía dejar de ver, y padecer, en el acto, ese rostro, que era el de una vieja fotografía, que era el fantasma de un tiempo muerto y amarillo, sueño del polvo retornado al polvo, pero conmovedoramente joven y hermoso todavía…
–Comisario –le recordé–, las ordenanzas de la Policía Federal le prohíben hablar de ese modo.
–Era, había sido, su mujer –prosiguió sin hacerme caso–, María Isabel… Usted sabe lo feas que son en general las viejas fotos. Pero ésta no, porque había sido sacada al aire libre, en una hamaca al pie de un árbol, y la muchacha no tenía uno de aquellos atroces sombreros de antaño, y el árbol estaba florecido y una extraña luminosidad iluminaba el ambiente.
–Se enamoró de ella –provoqué.
–¿Qué queda de los muertos? –dijo–. Porque ella estaba muerta, y su lugar exacto en el tiempo sólo por una piadosa ficción podía mi amigo abstraerlo de aquel mes de noviembre de 1907 en que ella se tiró bajo un tren. Mi amigo quedó solo, y entonces supe cuál era ese resorte que yo instintivamente sospechaba en él, y que venía buscando con esta tenacidad de perro de presa que a veces me avergüenza.
–¿Por qué se mató?
–Por una de esas historias fútiles y antiguas. Un hombre la conquistó y la abandonó, y luego se fue. Ella no encontró otra salida.
–¿Y el seductor?
–Era un extranjero. Volvió a su país. Ella no dijo su nombre a nadie. Pero todo o casi todo se supo después, por una de esas fabulosas casualidades. Aquella tarde en que Aguirre me invitó a su casa, fue para mostrarme una partida por correspondencia que había iniciado poco antes, y que lo tenía muy preocupado.
”–No sé cómo me he metido en esto –dijo–. Conozco la posición como la palma de la mano, y sé que estoy perdido. Es más, esta partida se ha jugado antes. Puedo señalarle la página exacta del Griffiths en que figura, con una o dos transposiciones, y decirle quiénes la jugaron y en qué año. A primera vista, usted no observa gran cosa: es una lucha equilibrada. Pero dentro de ocho movidas, no tendré qué jugar, habré llegado a una típica posición de zugzwang. Y sin haber cambiado una sola pieza. Es para morirse de risa.
”–Pero si usted conocía la partida –inquirí, extrañado–, ¿por qué entró en esa variante?
”–Ahí está, ahí está –dijo agriamente–. Eso es lo que me subleva. Usted ve la trampa, y puede escapar, pero más que la fuga le interesa el mecanismo de la trampa, le fascina la cerrada perfección de la trampa, aunque usted sea la víctima, y arriesga un pie, y luego el otro, para comprobar cómo funciona, y luego es tarde…
”–Pero –insistí– ¿cómo sabe que su rival verá todas las jugadas justas?
”–Las verá, estoy seguro –contestó sonriendo con alegría–. Es un lince. Es un diablo. Y además, él también conoce la partida.
”–Muéstreme las cartas –dije en un súbito impulso.
”Titubeó. Pero luego me trajo una carpeta con toda la correspondencia: las cartas de su enemigo, y copias en carbónico de las suyas. Me gustaría que usted, Hernández, hubiera visto esa carpeta. Las primeras comunicaciones eran formales, lacónicas. Apenas una presentación y luego: Mi primera jugada es P4R. O bien: Acuso recibo de su 1.P4R. Contesto: 1.P4AD. Pero luego esa mínima relación se iba ampliando, desarrollando. Por debajo del frío esquema del juego aparecían los rasgos individuales, las personas. Un día era mi amigo que se excusaba por una demora en responder y mencionaba una breve enfermedad. Luego era el Otro, que se interesaba por su salud y hablaba del clima de su país, de su ciudad. Lentamente surgían recuerdos, preferencias, opiniones.
”De ese modo, yo también pude conocer al Otro. Era un escocés de Glasgow, con un nombre teatral: Finn Redwolf. Se retrataba con gracia. Ahora, decía, era un viejo achacoso y reumático, pero en su juventud había sido irresistible para las mujeres y temible para los hombres. Había estado en casi todo el mundo: el Congo, Egipto, Birmania… ¿Argentina?
Sure, fine country. I have been there too.
”Recuerdo que esta admisión de haber estado aquí no aparecía hasta el final de la octava carta de Redwolf. En la décima, daba algunos detalles: estuvo trabajando como ingeniero en los ferrocarriles ingleses, entre 1905 y 1907. Se divirtió muchísimo –agregaba en la decimosexta–, a pesar de algunos contratiempos. Había una muchacha, por ejemplo… Alfil-cuatro-alfil, jaque.
”Durante seis meses, mi amigo no apareció por el café. Entonces fui a verlo. Llamé a su puerta y no me contestó. Entré lo mismo. Lo vi sentado ante un tablero, absorto. Sobre la mesa había cuatro cartas más, escritas con la prolija letra de Redwolf.
”A esta altura de las cosas, la partida se había transformado en una lenta crucifixión. Ya no era un juego: era algo que daba escalofríos. Y Redwolf parecía gozar desmesuradamente. Su jugada es la mejor, pero no sirve, repetía en cada carta, como un estribillo. Una jactancia sin límites se desprendía de sus comentarios y de su análisis. Lo tenía todo previsto, todo. Sin darme cuenta, yo también empecé a odiarlo. ¿Cómo sería, cómo habría sido en su juventud aquel anciano reumático que en una brumosa isla, a miles de kilómetros de distancia, sonreía ahora maliciosamente? Lo imaginé alto, lo imaginé atlético, tal vez pelirrojo, con un rostro flaco y alargado y duro y hermoso, con pequeños ojos verdes y crueles…
”Pero había algo peor, algo indefinible y siniestro, algo que se parecía –diría yo– a una segunda partida simétrica e igualmente predestinada. El otro plano, ¿comprende? El plano personal, desenvuelto en lucha. Al principio me resistí a creerlo, porque era tan absurdo, pero luego tuve que rendirme a la evidencia. Había animosidad allí, había un rencor instintivo de ambos lados. Y ese conflicto tenía misteriosas correspondencias con la partida de ajedrez, tenía su mismo crescendo, idénticos augurios de catástrofe y aplastamiento. Era como si Redwolf, llevado por una de esas manías de los viejos y los solitarios, no se conformara con ganar sobre el tablero; como si le quedara otra instancia superior que dirimir y adjudicarse. Era un tempestuoso. Era, y usted sabe las reservas con que yo uso esta palabra, un malvado. En cada una de sus frases latía un sarcasmo. Pero había que desmenuzar la frase para encontrar el sarcasmo, y eso lo hacía doblemente doloroso. ¡Ah, si mi amigo no hubiera sido tan inteligente! Pero Redwolf desplegaba su vida como una bandera, y desafiaba. ¿Qué no había hecho él? Hablaba de los tigres que cazó en Asia, de las negras que violó en Kenia, de los indios que mató a tiros en la Guayana. A veces parecía inventar, aunque sus referencias eran siempre muy exactas. Y de tanto en tanto, como un leitmotiv, surgía el recuerdo de sus dos años en la Argentina, a comienzos de siglo. También aquí (decía) lo habían querido las mujeres. ‘Una sobre todo. Pero tuve que dejarla, usted comprende. Fue un lío.’ Lisbeth, I called her. Or Lizzie. La llamaba Lisbeth; a veces Lizzie.
”Aguirre se defendía del mejor modo posible. Escatimaba detalles de su pasado. Pero el otro volvía a la carga. ‘Cuénteme algo de usted. Su país habrá progresado mucho. Dejamos buenos ferrocarriles allí. A propósito,
¿por qué no abandona la partida? You are lost, you know. Está perdido.’
”Luego recaía en la crónica de sus amores. Lizzie tenía ojos muy hermosos, indolentes y serios. Sus ojos se arrepentían de sus labios. Y no sólo de sus labios. Redwolf, impávido, degradaba con sutiles indecencias el viejo tiempo muerto. Componía abominables juegos de palabras (lazy Lizzie), retruécanos, jactancias. Era toda una técnica la suya. El plano personal había pasado a primer término. Empezaba por arrasarlo todo en ese plano, y luego en la última línea, pasaba al otro, a la partida de ajedrez, y asestaba un nuevo golpe. Caballo-seis-torre, creek. ¡Jaque!
”–Aguirre, yo también creo que usted está perdido –le dije.
”–Sin duda –contestó en voz muy baja–. Pero se me ha ocurrido una idea, una última idea.
”Pasaron aún dos meses antes de que volviera a encontrarme con mi amigo. Había recibido carta con la jugada decisiva de Redwolf. Se encontraba en la clásica posición de zugzwang que él había previsto. No tenía salida.
”Sin embargo, no parecía tan desesperado como otras veces. Estaba casi tranquilo. Le pedí la carta de Redwolf.
”’Presumo que la partida termina aquí –decía el remoto, inverosímil anciano–. No creo que usted quiera jugar otra. Por eso debo apresurarme a contarle el final de la historia. Lizzie se mató, y creo que fue por mí. Se tiró al paso de un tren. Tratando de evitar el accidente, el maquinista arruinó los frenos. Me tocó repararlos, por una de esas coincidencias. Yo tenía particular aprecio por aquella locomotora. También por Lizzie, pero la pobre no era rival para nuestros constructores de Birmingham. Sin embargo, debo decirle que cuando supe lo que había hecho Liz, comprendí que su país entraba en la civilización. En el Congo no me hubiera ocurrido nada semejante. Pobre Liz-Lizzie-Lisbeth. Me ha quedado una foto suya. Estaba muy hermosa, en una hamaca al pie de un árbol. Ya no recuerdo si fue en octubre o en noviembre de 1907.
”Hernández, usted dirá que soy un estúpido, pero sólo en ese momento quise comprender. Sólo en ese momento identifiqué aquellos nombres, aquellos diminutivos, como una sencilla progresión aritmética: Liz, Lizzie, Lisbeth, Isabel, María Isabel.
”Aguirre estaba muy pálido ahora, y clavaba los ojos en el tablero, en la posición irremediable.
”–¿Qué piensa hacer? –le dije–. Cualquier cosa que haga pierde.
”Se volvió hacia mí con un brillo extraño en los ojos.
”–Cualquier cosa, no –repuso sordamente.”
Eran las cuatro de la madrugada. Sólo el comisario y yo quedábamos en el café.
–¿La partida terminó ahí? –pregunté–. ¿La historia termina ahí?
–Ya le dije una vez que nada termina del todo, nunca. Pero si se empeña, puedo darle un provisional epílogo. Mi amigo desapareció durante un tiempo bastante largo. Cuando volvió, me dijo que había estado en el extranjero, y no quiso agregar más.
”Pero yo soy muy curioso. ¿Recuerda aquel bastón con que andaba siempre? Lo desarmé en su presencia, le saqué la punta y apareció la aguda hoja del estoque. Aún tenía una mancha de color ladrillo, un hilo de sangre coagulada. Él me miró sin rencor. Había recobrado el aspecto dulce y tímido de un niño.
”–Redwolf red blood –dijo mansamente–. Yo también sé hacer juegos de palabras.
”Los diarios ingleses comentaron durante algún tiempo el asesinato de Finn Redwolf, en su residencia de Escocia, sin ahorrar los detalles truculentos.
–¿Sabía su amigo, cuando empezó la partida, que Redwolf era el culpable de la muerte de María Isabel?
–No lo creo. A lo sumo, sabía que era extranjero. Tal vez logró averiguar que le gustaba el ajedrez. Ésa pudo ser la fuente secreta que lo impulsaba a jugar por correspondencia, en busca de su misterioso enemigo.
–No es un mal argumento. Sin embargo, para que su historia tuviese auténtico suspenso, final sorpresivo y todo lo demás, el seductor castigado debió ser otro.
–¿Usted, Hernández? –preguntó con desdén.
–El pescador de Hong Kong –dije suavemente–. Pero ¿qué hizo usted, comisario?
–Yo, ¿qué podía hacer? Estaba jubilado, y el crimen ocurrió fuera de mi jurisdicción. Y después de todo, ¿fue un crimen?
”Que el azar no le depare a usted estos dilemas. Si no denunciaba a mi amigo, hacía mal, porque mi deber era…, etcétera. Y si lo denunciaba y lo arrestaban, también hacía mal, porque con todo mi corazón yo lo había justificado. Sólo puedo decirle que Aguirre murió dos años después, y no en la cárcel, sino en su cuarto, de vejez y cansancio y desgracia. Pero en todo ese tiempo me sentí incómodo, me sentí en una de esas típicas posiciones… Bueno, usted sabe.”
Nos echamos a reír al mismo tiempo y salimos a la calle. Amanecía. Un mozo soñoliento cerró la cortina metálica del bar Rivadavia, como quien baja un telón.
Este cuento pertenece al libro Cuento para tahúres, publicado en 1962.