A Nacho Iraola y Marcelo Franganillo
Alejandro Dolina dijo alguna vez que es enemigo del olvido porque sospecha que lo que se olvida se muere.
Como analista, sé que el olvido se instala entre el espacio inconsciente que hace esfuerzos por borrar de nuestra mente las situaciones traumáticas y la conciencia que quiere recordar y, sin embargo, no puede.
Pero más allá de la mirada psicoanalítica existe tipo de olvido, el que impone el paso del tiempo y la limitación de la memoria. Funes, el inolvidable personaje de Borges, ha sido el intento de concretar un deseo imposible. Nadie puede recordarlo todo y por eso fue necesario encontrar mecanismos para resguardar el conocimiento, la tradición o el arte. Y, siendo el hombre como es, un sujeto de la palabra, estos mecanismos tenían que contemplarla. Los libros aparecen, entonces, como un medio de transmisión y preservación de la ciencia, la historia o la poesía.
Quien posee el conocimiento es el verdadero dueño del poder y, a sabiendas de esto, al comienzo de los tiempos los libros fueron atesorados como objetos preciosos, lejos del vulgo y en manos de los poderosos.
Aún hoy la educación sigue siendo la única manera de posibilitar la igualdad de oportunidades y el acceso al conocimiento es la puerta para vencer las injusticias sociales. Por eso los tiranos siempre le han tenido miedo a los libros y los han prohibido y confiscado, cuando no destruido. Porque saben que tienen mucho más que temer de una idea que de una bala.
Los libros son, pues, objetos donde tanto la humanidad como cada sujeto guarda aquello que lo constituye, le interesa y lo apasiona. Detenerse a leer es, de algún modo, pararse frente al tiempo. Ya sea el tiempo que fue, el que es o el que jamás podrá ser. Porque cada libro que leemos es uno que no podremos leer. Y he allí el sentimiento trágico de la vida del que nos habla Don Miguel de Unamuno presentificado ante un simple hecho: nadie podrá jamás leer todos los libros del mundo.
Hace tiempo, a dos amigos se les ocurrió una idea romántica: hacer un ciclo de verano, en zona de playa y sol, en el cual los escritores conferenciaran ante todos aquéllos que quisieran escucharlos de forma libre y gratuita. Parecía una utopía. Pero hoy esa utopía cumple veinte años, y me emociona estar presente desde hace diez de un modo ininterrumpido en esta aventura maravillosa.
Por eso mi gratitud a Nacho y Marcelo, ideólogos de un proyecto que venció su destino de fracaso para convertirse en un clásico al que se espera con ansiedad y que democratiza la cultura y la pone al alcance de todos. Gracias también al Grupo Planeta, a los auspiciantes, a los autores pioneros que abrieron un ancho pasillo por el que hoy los escritores caminamos con comodidad y, por supuesto, a los lectores que año a año vienen y sostienen con su interés esta epopeya literaria.
Y ya en el atardecer de esta columna me permito pensar que si es cierto que lo que se olvida se muere y si, como decía el poeta, “leer es escuchar a los muertos con los ojos”, al menos nos queda este ciclo entrañable como un intento, quizás el más noble, de tener alguna chance de vencer en la desigual batalla que libramos cada día contra la muerte.