Usar el cerebro (cap.1)

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Capítulo 1

Las neurociencias: claves para entender nuestro cerebro

El cerebro humano es la estructura más compleja en el universo. Tanto, que se propone el desafío de entenderse a sí mismo. El cerebro dicta toda nuestra actividad mental –desde procesos inconscientes, como respirar, hasta los pensamientos filosóficos más elaborados– y contiene más neuronas que las estrellas existentes en la galaxia. Por miles de años, la civilización se ha preguntado sobre el origen del pensamiento, la conciencia, la interacción social, la creatividad, la percepción, el libre albedrío y la emoción. Hasta hace algunas décadas, estas preguntas eran abordadas únicamente por filósofos, artistas, líderes religiosos y científicos que trabajaban aisladamente; en los últimos años, las neurociencias emergieron como una nueva herramienta para intentar entender estos enigmas.

Las neurociencias estudian la organización y el funcionamiento del sistema nervioso y cómo los diferentes elementos del cerebro interactúan y dan origen a la conducta de los seres humanos. En estas décadas hemos aprendido más sobre el funcionamiento del cerebro que en toda la historia de la humanidad. Este abordaje cientí-fico es multidisciplinario (incluye a neurólogos, psicólogos, psiquiatras, filósofos, lingüistas, biólogos, ingenieros, físicos y matemáticos, entre otras especialidades) y abarca muchos niveles de estudio, desde lo puramente molecular, pasando por el nivel químico y celular (a nivel de las neuronas individuales), el de las redes neuronales, hasta nuestras conductas y su relación con el entorno.

Es así que las neurociencias estudian los fundamentos de nuestra individualidad: las emociones, la conciencia, la toma de decisiones y nuestras acciones sociopsicológi-cas. Todos estos estudios exceden el interés de los propios neurocientíficos, ya que también captan la atención de diversas disciplinas, de los medios de comunicación y de la sociedad en general. Como todo lo hacemos con el cerebro, es lógico que el impacto de las neurociencias se proyecte en múltiples áreas de relevancia social y en dominios tan disímiles. Por ejemplo, la neuroeducación tiene como objetivo el desarrollo de nuevos métodos de enseñanza y aprendizaje, al combinar la pedagogía y los hallazgos en la neurobiología y las ciencias cognitivas. Se trata así de la suma de esfuerzos entre científicos y educa-dores, haciendo hincapié en la importancia de las modificaciones que se producen en el cerebro a edad temprana para el desarrollo de capacidades de aprendizaje y conducta que luego nos caracterizan como adultos.

Al tratarse de un área fundamental para el conocimiento humano, resulta comprensible y necesario que los procesos de las neurociencias no queden solamente en los laboratorios, sino que sean absorbidos y de-batidos por la sociedad en general. Si nos hicieran un trasplante de riñón o de pulmón, seguiríamos siendo nosotros mismos. Pero si nos cambiaran el cerebro, nos convertiríamos en personas distintas.

A pesar de la complejidad, la investigación en neuro-ciencias ha arribado a conocimientos claves sobre el fun-cionamiento del cerebro. Un ejemplo de estos avances ha sido el descubrimiento de las neuronas espejo, que se cree que son importantes en la imitación, o el hallazgo sobre la cualidad de las neuronas, que pueden regenerarse y es-tablecer nuevas conexiones en algunas partes de nuestro cerebro. Distintos estudios han permitido reconocer que la capacidad de percibir las intenciones, los deseos y las creencias de otros es una habilidad que aparece alrededor de los cuatro años; también, que el cerebro es un órgano plástico que alcanza su madurez entre la segunda y terce-ra década de la vida.

Las neurociencias, a su vez, han realizado aportes con-siderables para el reconocimiento de las intenciones de los demás y de los distintos componentes de la empatía, de las áreas críticas del lenguaje, de los mecanismos ce-rebrales de la emoción y de los circuitos neurales invo-lucrados en ver e interpretar el mundo que nos rodea. Asimismo, han obtenido avances significativos en el co-nocimiento del correlato neural de decisiones morales y de las moléculas que consolidan o borran los recuerdos, en la detección temprana de enfermedades psiquiátricas y neurológicas, y en el intento de crear implantes neura-les, que, en personas con lesiones cerebrales e incomuni-cadas por años, permitirían leer sus pensamientos para mover un brazo robótico.

Resulta entendible que, a partir de hallazgos como estos que han visto la luz en las últimas décadas, las neu-rociencias hayan despertado cierta expectativa de que fi-nalmente entenderemos desde grandes temas, como la conciencia humana o las bases moleculares de muchos trastornos mentales, hasta temas cotidianos, como por qué la gente prefiere una gaseosa a otra. Sin embargo, debe llevarse a cabo un intenso debate sobre los hallazgos en el estudio del cerebro, sus limitaciones y las posibles implicancias y aplicaciones de la investigación.

En primera instancia, es importante que se reflexione respecto de qué preguntas se han de abordar. Es decir, debemos discutir sobre cuáles son las preguntas relevan-tes y por qué lo son. Por ejemplo, algunos estudios se han enfocado en perfeccionar métodos de neuroimágenes a fin de detectar si una persona está mintiendo. Más allá del debate sobre la metodología de estos estudios, quizá, como primer paso, debamos preguntarnos: ¿qué es men-tir? En distintos países se intenta utilizar la tecnología en neuroimágenes para determinar la culpabilidad o no de un acusado y, sin embargo, hay aún grandes disquisicio-nes académico-científicas sobre qué significa ser respon-sable de las acciones propias.

Cuando uno sobrevuela de noche una ciudad, puede observar con claridad las luces que se dibujan en ella. Esa visión nos permite percibir la magnitud de la me-trópolis, aunque obviamente resulta imposible auscultar las conversaciones, los deseos, las tristezas y las alegrías que suceden siquiera en una de sus esquinas, sus casas o sus bares. Cabe entonces preguntarse si, cuando observa-mos un patrón de activación cerebral específico estamos viendo, por ejemplo, las bases neurales de la mentira o si, por lo contrario, estamos presenciando el modo en que el cerebro se activa cuando mentimos. Contrariamente a lo que puede interpretarse, las imágenes cerebrales no nos dicen si una persona está mintiendo o no: más bien, muestran ciertos estados de ánimo, como la ansiedad o el miedo que vienen asociados con la mentira. Esta sutil distinción puede traducirse en destinos muy diferentes. Además, estas definiciones se basan en las estadísticas de-rivadas de los datos obtenidos mediante grupos de per-sonas de tamaño variable, que fueron evaluados en su mayoría en un entorno de laboratorio. Dado el marco artificial, los márgenes de error y otras limitaciones inhe-rentes, pareciera que la detección de determinados esta-dos mentales no es tan fácil como se afirma a menudo. De allí que su uso en ámbitos tales como el sistema legal requiera de una reflexión conjunta y consensuada.

Como describió hace un tiempo un editorial de una revista científica, existe una creencia persistente de que se está alimentando una neuro-inspirada industria del marketing centrada en analizar las percepciones de los consumidores y los gustos y, a partir de eso, una po-sibilidad de predecir su comportamiento. Empresas de neuromarketing, por ejemplo, prometen la producción de datos científicos irrevocables revelando no lo que dicen las personas sobre los productos, sino lo que realmente piensan.

Otro debate interesante es aquel que se propone acerca del uso de drogas que aumentan la capacidad cognitiva en personas sanas. La neuroética consiste en la reflexión sistemática y crítica sobre cuestiones fundamentales que plantean los avances científicos del estudio del cerebro. Se ocupa no solo de la discusión práctica sobre cómo ha-cer investigaciones en esta área de manera ética sino que se interroga también sobre las implicancias filosóficas, sociales y legales del conocimiento del cerebro.

El estudio neurocientífico resulta apasionante, inno-vador y, más allá de sus alcances, ha logrado progresos que han sido claves para comprender mejor diversos mecanismos mentales críticos en el funcionamiento ce-rebral. Además, los descubrimientos en este campo han permitido una mejor calidad de vida para millones de personas con condiciones psicológicas, neurológicas y psiquiátricas.

El desafío científico es inmenso, ya que se plantea muchas de las preguntas que desde siempre la civiliza-ción se ha formulado, como el origen del pensamiento, qué es la conciencia o si tenemos libre albedrío. Aunque aprendimos mucho de procesos cerebrales específicos, todavía no hay una teoría del cerebro que explique su funcionamiento general e incluso, quizá, no la tengamos nunca –un reconocido neurocientífico decía que abor-dar la pregunta sobre cómo funciona nuestro cerebro es como intentar saltar tirándose de los cordones–. Sin embargo, el actual marco intelectual y metodológico es muy promisorio. Es fundamental que exista un diálogo entre las neurociencias y los diferentes dominios de la sociedad.

Resulta necesario y estimulante que distintas disci-plinas y escuelas discutan cómo se plantea científica, in-telectual y metodológicamente uno de los desafíos más fascinantes de nuestra época: pensar nuestro cerebro. Este libro tiene como objetivo realizar un aporte para esto.

 

En este primer capítulo abordaremos los interrogantes básicos de esta disciplina como las diferencias primor-diales que existen entre nuestro cerebro y el de las otras especies animales, por qué hablamos o qué es la concien-cia; también, a qué se llama “empatía”, si es igual el ce-rebro de una mujer que el de un hombre, el problema de la percepción y el de la atención y para qué rezamos; pondremos en cuestión varios de los mitos existentes so-bre el cerebro humano, nos interrogaremos sobre el ge-nio individual y colectivo y expondremos sobre ciertos avances en la relación mente/cuerpo. Pero como este es un capítulo metaneurocientífico, también relataremos una breve historia de esta disciplina, analizaremos sus méto-dos y sus alcances.

 

 

El método de las neurociencias o la ciencia como metáfora

 

¿Cuáles son los caminos que deben recorrerse para lo-grar transformar una realidad dada en otra mejor? Vale para esto cualquier ejemplo, como la cura de un resfrío, que deje de pasar la humedad dentro de una casa, que dos pueblos separados por un río puedan integrarse a tra-vés de un puente, o que pueda generarse una red con to-das las computadoras del mundo y eso permita un flujo de información sin precedentes. Sin dudas, la necesidad y el deseo son los principales impulsores para que algo cambie y que ello redunde en una vida mejor de uno y de su entorno. Pero existe una cuestión más compleja y, quizá, más enriquecedora para analizar esa transforma-ción que va del impulso inicial a la solución: el modo para conseguirla.

A menudo se realza a la ciencia por el logro de resul-tados sorprendentes (nuevos medicamentos, viajes espa-ciales, computadoras sofisticadas, etc.), pero son sus mé-todos los que conforman una cualidad verdaderamente distintiva. El método científico es una manera de pre-guntar y responder a partir de algunos pasos necesarios: formular la cuestión; revisar lo investigado previamente; elaborar una nueva hipótesis; probar esa hipótesis; ana-lizar los datos y llegar a una conclusión; y, por último, comunicar los resultados.

La ciencia permite que las personas y las sociedades pue-dan vivir mejor. A veces olvidamos cómo las innovaciones científicas han transformado nuestras vidas. En general, vivimos más que nuestros predecesores, tenemos acceso a una gran variedad de alimentos y otros bienes, podemos viajar con facilidad y rapidez por todo el mundo, dispone-mos de una gran diversidad de aparatos electrónicos dise-ñados para el trabajo y para el placer. Los seres humanos, a nivel personal, familiar y social, tendemos a crear estados para que los vaivenes del contexto no nos sacudan a punto de secarnos en las sequías e inundarnos en las tormentas. Pero modificar de cuajo los fenómenos naturales o sociales globales se vuelve una empresa sumamente dificultosa (por no decir imposible, solo propagada por consignas volun-taristas, mágicas o de proselitismo cínico). La sabiduría, más bien, está en saber qué se hace con esa realidad: poder cubrirse del temporal, modificar el curso de los ríos, atem-perar los malos resultados. Y la clave, en todos los casos, es saber mirar más allá, como el ajedrecista que piensa en la actual jugada pero en función de las futuras. En la neuro-logía, como ya abundaremos en el tercer capítulo de este libro, conocemos una patología de pacientes frontales que tienen miopía del futuro: solo piensan en lo inmediato y se les hace imposible pensar el largo plazo. Esta condición permitiría graficar cierto movimiento contrario al de la práctica científica, que se exige imaginar, proyectar y traba-jar sobre el largo plazo, carácter necesario para el desarrollo personal y social sostenido.

Una de las críticas apresuradas que se le hace a la la-bor científica es su carácter tecnocrático, reduccionista, gélido o deshumanizado. Estos adjetivos le endilgan el desvalor de la propuesta sosa, desapasionada, negadora de la épica del corazón. Muy opuesto a estas considera-ciones, todo desafío científico busca la evidencia cargado con una inmensa impronta de pasión. Es decir, todas vir-tudes muy humanas, sumadas al usufructo de la inteli-gencia que permite entender y poner en marcha aquellos mecanismos necesarios para lograr la transformación.

Asimismo, hoy la ciencia se desenvuelve a partir de trabajos mancomunados e interdisciplinarios. El desa-rrollo científico es un trabajo de equipo y no de arreba-tos personales y personalistas, con colectivos conforma-dos por disímiles ideas y saberes que se confrontan para llegar a una conclusión aceptada y aceptable. Una tra-dición aclamada en la historia y la sociología de la cien-cia pone de relieve el papel del genio individual en los descubrimientos científicos. Esta tradición se centra en guiar a las contribuciones de los autores solitarios, como Newton y Einstein –justamente sobre él nos detendre-mos en este capítulo–, y puede ser vista en términos generales como una tendencia a equiparar las grandes ideas con nombres particulares, como el principio de incertidumbre de Heisenberg, la geometría euclidiana, el equilibrio de Nash y la ética kantiana. Varios estudios, sin embargo, han explorado un aparente cambio en la ciencia de este modelo de base individual de los avances científicos a un modelo de trabajo en equipo. Un estu-dio publicado en la prestigiosa revista Science que relevó casi 20 millones de artículos científicos y 2,1 millones de patentes en las últimas cinco décadas demostró que los equipos predominan sobre los autores solitarios en la pro-ducción de conocimiento con alto impacto. Esto se aplica para las ciencias naturales y la ingeniería, las ciencias so-ciales, artes y humanidades, lo que sugiere que el proceso de creación de conocimiento ha cambiado (de un 17,5% en 1955 a un 51,5% en 2000). Estos datos significan que se ha producido un cambio sustancial que liga la tarea de investigación a la labor colectiva. Del mismo modo, la ex-tensión de los equipos ha ido creciendo hasta llegar a casi el doble en 45 años (de 1,9 a 3,5 autores por artículo).

Otra de las claves del desarrollo científico es que nin-gún trabajo se realiza haciendo tabula rasa con las tareas previas; más bien se parte de estas, potenciando sus acier-tos y corrigiendo sus errores, lo que permite arribar a las nuevas conclusiones de forma más satisfactoria. “El cono-cimiento previo, correcto y verdadero”, expresó el premio Nobel argentino Bernardo Houssay en 1942, “es la base indispensable de toda acción humana acertada y benéfica. La ignorancia y el error son nuestros peores enemigos, porque nos llevan a la miseria, el sufrimiento y la enfer-medad, mientras que los descubrimientos científicos han hecho y harán que la vida sea cada vez más larga, más sana y más agradable, liberando al hombre de la esclavitud y del trabajo pesado, de las epidemias pestilenciales y mejo-rando enormemente a la salud y el bienestar”.

Otro elemento central para el desenvolvimiento de cualquier investigación científica tiene que ver con el valor de la idoneidad. La competencia es aquello que determina quiénes llevan adelante cada acción; es decir, aquellos que lo merecen, por talento y por esfuerzo, son los indicados para que el resto de la sociedad coloque en sus manos la tarea. Asimismo, la valoración de la capaci-dad genera un contagio, una promoción a la capacidad de los otros, al estudio, al esfuerzo, al reconocimiento. Esto no significa, ni mucho menos, que exista una vara homogénea para medir la capacidad de las personas. Es más, los criterios de inteligencia que se determinan por coeficientes estrictos ya están, por suerte, dejándose de lado. Ser inteligente es tener flexibilidad para mirar un problema y ver ahí una posibilidad nueva, una salida antes no pensada para enfrentarlo. Es importante re-marcar que la ciencia no cuenta hoy con herramientas para medir la inteligencia en toda su extensión y com-plejidad. ¿Cómo asignar un coeficiente al humor, a la ironía y, aún más, a la diversificada y plástica capacidad del ser humano para responder de manera creativa a los desafíos que la sociedad y la naturaleza le plantean? Hoy existe la noción, como ampliaremos más adelante en el capítulo, de que la inteligencia incluye habilidades en el campo de lo emocional, de las motivaciones, de la capacidad para relacionarnos con otras personas en si-tuaciones complejas y diversas. El consenso es que es-tas habilidades, que antes no se consideraban parte de la inteligencia, potenciarían el desarrollo intelectual al cooperar en la tarea diaria de enfrentar situaciones com-plejas y encontrar soluciones novedosas. Lo central es que cada cual explote sus capacidades, sean las que sean, al máximo. “Lo más triste que hay en la vida es el talento derrochado”, repetía como máxima una película de iniciación que dirigió Robert de Niro hace unos años. La chambonada es justamente lo contrario de lo que estamos tratando: el derroche de talentos y el desprecio de las oportunidades.

La ciencia no se recuesta donde va la ola. Si esta hu-biese sido de los que solo navegan adonde lleva la co-rriente, y enarbolado la bandera de lo que prescribe el corto destino de la moda o los laureles de la comodidad, todavía el mundo deambularía sin curar con penicilina, ni recorrer largos caminos con automóviles, ni hacer la luz con energía eléctrica.

El pensamiento científico es un rasgo que nos hace más humanos. Y aunque no es el único método ni logra transformarse en todo los casos en una práctica defini-tiva, sirve de modelo para el desenvolvimiento personal y social en campos que están más allá del estrictamente científico. La ciencia puede establecerse así como una extraordinaria y contundente metáfora, capaz de formu-lar las preguntas y elaborar las respuestas sobre grandes desafíos como el bienestar de nuestras pequeñas comu-nidades o la construcción permanente de una sociedad integrada, igualitaria y desarrollada.

 

La arquitectura del pensamiento

En estas primeras páginas del libro, creemos oportuno hacer un breve repaso de lo que podríamos llamar “la arquitectura del sistema nervioso”. Todo esto que des-cribiremos de manera ordenada y sucinta es lo que nos permite el funcionamiento vital más básico desde respi-rar y que nuestro corazón lata, tomar un vaso de agua o caminar hasta nuestro trabajo, hasta realizar reflexiones de las más sofisticadas. Ya que resulta tan importante esta exposición para poder, luego, avanzar con reflexio-nes sobre sus habilidades y sus usos, es conveniente ir paso a paso.

 

El sistema nervioso

El sistema nervioso se divide en dos:

– un sistema central

– y un sistema periférico.

 

El sistema nervioso central (SNC) comprende el cerebro y la medula espinal. El sistema nervioso periférico (SNP) incluye todos los nervios fuera del cerebro y la médula espinal y comprende los nervios craneanos/espinales y los ganglios periféricos. Estos últimos son fundamentales porque proyectan los impulsos nerviosos a los órganos y músculos (eferente), por ejemplo nos permiten mover una pierna. Estos nervios también realizan el recorrido inverso y llevan información sensorial al cerebro (aferente), por ejemplo cuando nos quemamos la mano. Asimismo, dentro del sistema nervioso podemos distinguir el somático, que conduce mensajes sensoria-les al cerebro y mensajes motores a los músculos, y el autonómico, que regula funciones corporales como la frecuencia cardíaca y la respiración.

 

Sistema nervioso central

El sistema nervioso central está constituido por el encéfalo y la médula espinal. Están protegidos por tres membranas (duramadre, piamadre y aracnoides), deno-minadas genéricamente “meninges”. Además, el encé-falo y la médula espinal están cubiertos por envolturas óseas, que son el cráneo y la columna vertebral respec-tivamente.

Las cavidades de estos órganos están llenas de un lí-quido incoloro y transparente que recibe el nombre de “líquido cefalorraquídeo”. Sus funciones son muy varia-das: sirve como medio de intercambio de determinadas sustancias, como sistema de eliminación de productos residuales, para mantener el equilibrio iónico adecuado y como sistema amortiguador mecánico.

Las células que forman el sistema nervioso central se disponen de tal manera que dan lugar a dos formaciones muy características:

– la sustancia gris, constituida por los cuerpos neuronales;

– y la sustancia blanca, formada principalmente por las prolongaciones nerviosas (dendritas y axones), cuya función es conducir la información.

 

El cerebro

El cerebro está compuesto por dos hemisferios y el cuerpo calloso que los une. Aunque no lo parezca, el cerebro humano tiene una superficie aproximada de 2 m², pero cabe en el cráneo debido a que está plegado de una forma muy peculiar. Por su función preponderante, es el único órgano completamente protegido por una bóveda ósea llamada “cavidad craneal”.

 

Sustancia blanca y sustancia gris

La sustancia blanca es una parte del sistema nervioso central compuesta de fibras nerviosas mielinizadas (recu-biertas de mielina, sustancia que permite transmitir más rápidamente el impulso nervioso). Las fibras nerviosas contienen sobre todo axones (un axón es la parte de la neu-rona encargada de la transmisión de información a otra célula nerviosa). La llamada “sustancia gris”, en cambio, está compuesta por las dendritas y cuerpos neuronales.

En el cerebro, la sustancia blanca está distribuida en el interior, mientras que la corteza y los núcleos neuronales del interior se componen de sustancia gris. Esta distribu-ción cambia en la médula espinal, en donde la sustancia blanca se halla en la periferia y la gris, en el centro.

 

Los hemisferios cerebrales

La corteza cerebral es una capa delgada de sustancia gris que cubre la superficie de cada hemisferio cerebral.

 

Dicha corteza, como hemos dicho, es de una extensión superior a la que cabría desplegada dentro del cráneo. Para lograrlo, la superficie cortical se pliega y, al plegarse, forma los denominados “surcos” o “cisuras” que no son más que la expresión visible de dichos pliegues. Las áreas que se encuentran visibles entre los pliegues es lo que llamamos “giros” o “circunvoluciones”. Existen tres cisuras principales que dan lugar a la división más utilizada en neuroanatomía que es la de los lóbulos cerebrales. Así, la cisura de Silvio (o cisura lateral), la cisura de Rolando (o surco central) y la cisura parietooccipital dan lugar a los denominados:

-lóbulos frontales,

-lóbulos parietales,

-lóbulos temporales y occipitales.

El cerebro no es macizo, sino que tiene en su inte-rior una serie de espacios intercomunicados entre sí lla-mados “ventrículos”. Los ventrículos son dos espacios bien definidos y llenos de líquido cefalorraquídeo que se encuentran en cada uno de los dos hemisferios. El lí-quido cefalorraquídeo que circula en el interior de estos ventrículos y además rodea al sistema nervioso central sirve para proteger la parte interna del cerebro de cam-bios bruscos de presión y para transportar sustancias químicas.

 

El cerebelo

El cerebelo es una gran estructura localizada en la fosa craneana posterior, por debajo del lóbulo occipital del cerebro del que está separado por la llamada “tienda del cerebelo” y por detrás del tronco del encéfalo o tallo (protuberancia y bulbo) que constituye la estructura que une el cerebro con la médula espinal.

El cerebelo constituye una parte clave en el sistema de control motor, ya que coordina la contracción unifor-me y secuencial de los músculos voluntarios y establece con suma precisión sus acciones, haciendo que mientras unos se contraen, los músculos antagonistas se relajen para permitir la concreción de un movimiento con un objetivo determinado. Para poder realizar tan importan-te función se encuentra conectado con otras partes del cerebro. Además de su función motora, el cerebelo inter-viene en procesos cognitivos.

 

El cerebro – es más amplio que el cielo –colócalos juntos –

contendrá uno al otro

holgadamente – y tú – también

el cerebro es más hondo que el mar – retenlos – azul contra azul – absorberá el uno al otro –

como la esponja – al balde –

el cerebro es el mismo peso de Dios –

pésalos libra por libra –

se diferenciarán – si se pueden diferenciar – como la sílaba del sonido –

“632”

Emily Dickinson

(Massachusetts, 1830-1886)

Una brevísima historia de las Neurociencias Cognitivas

Una de las funciones primordiales del abordaje histórico es que permite comprender que aquellos conceptos que hoy resultan evidentes y forman parte del sentido común se construyeron a través del tiempo a partir de elaboraciones y reelaboraciones, preguntas incómodas, críticas y nuevas formulaciones. Por ejemplo, aunque parezca sorprendente, no siempre se consideró al cere-bro como el órgano biológico que dirige y controla el comportamiento humano. Actualmente nos resulta una verdad incontrovertible entender que es el cerebro el que tutela y fiscaliza nuestro cuerpo.

Al tratar de recorrer una historia de las neurociencias, nos damos cuenta de que en el pasado diversos órganos

han sido identificados como el centro de los pensamientos o sentimientos. Por ejemplo, los egipcios creían que el corazón y el diafragma eran los órganos responsables del pen-samiento. En la antigua Grecia, encontramos (los prime-ros) debates sobre la importancia del cerebro en relación a la vida mental de un individuo. El primer neurólogo (o neuropsicólogo) del que se tenga noticias es Alcmaeon Croton, un alumno griego de Pitágoras en el siglo V antes de Cristo. Es que sobre las bases de sus investigaciones clí-nicas o patológicas se propuso que el cerebro era el órgano responsable del pensamiento y de las sensaciones humanas. Un siglo después, Platón tuvo una postura similar y propuso al cerebro como “asiento del alma”. Lo fundamentó de una manera particular: al estar la cabeza más cercana a los cielos que cualquier otra parte del cuerpo, resultaba la zona más probable para contener al “divino órgano”. En el lado opuesto del debate se hallaban Empédocles y Aristóteles (contemporáneos de Alcmaeon Croton y de Platón respectivamente), que defendían al corazón como continente del alma. Cien años luego de Alcmaeon y Empédocles, los escritos de Hipócrates constituyeron otro importantísimo punto de inflexión. Hipócrates, quien vivió también en la antigua Grecia y desarrolló sus principales aportes a la ciencia en el siglo IV antes de Cristo, creía que el cerebro era el responsable del intelecto, los sentidos, el conocimiento, las emociones y de las enfermedades mentales.

Los primeros estudios anatómicos del cerebro fueron realizados por Nemesio durante ese mismo siglo, y ya postulaba la hipótesis ventricular. En la época romana, el gran médico Galeno adhirió a esto y fue a través de él que estos puntos de vista dominaron la cultura occidental. Mucho tiempo después, a comienzos del siglo XIX, un médico italiano, Luigi Rolando, proporcionó funda-mentales detalles anatómicos del cerebro y dio nombre a algunas estructuras.

La evidencia empírica resulta crucial para el desarrollo de la ciencia moderna. El estudio de casos, sobre todo previo al desarrollo de las tecnologías actuales que permiten el estudio del cerebro in vivo, lograron los mayores avances en los estudios neurocientíficos. Es por eso que se considera al neurólogo francés Paul Broca como uno de los pilares de las neurociencias. En 1865 exhibió una primera evidencia empírica sustancial de la ubicación espacial en el cerebro humano ligada a determinadas funciones. Él reportó el caso de un paciente, Leborgne, que era incapaz de hablar más allá de unas pocas palabras. Poco después, Leborgne murió y Broca tuvo la oportunidad de examinar su cerebro. Así descubrió que su lesión estaba en el lóbulo frontal izquierdo y esto le permitió interpretar que esta parte del cerebro es crítica para el lenguaje. El impacto de este descubrimiento fue enorme, ya que Broca demostró, por un lado, que un aspecto específico del lenguaje estaba afectado por una lesión ce-rebral específica, y, por el otro, cierta asimetría cerebral, ya que similares lesiones en el lado derecho del cerebro no producían la pérdida de lenguaje en otros pacientes. Por su parte, en Inglaterra, el neurólogo John Hughlings Jackson publicó en 1869 el concepto de jerarquía como proceso evolutivo. Esto se refiere al cerebro como órgano con muchos niveles de control organizados en distintos escalafones según su importancia. Por otra parte, en paralelo con lo ya mencionado, durante las décadas de 1880 y 1890, el trabajo de Sigmund Freud evolucionó del método anátomoclínico (después de los estudios histológicos experimentales) a la neurología teórica (histeria y modelos de afasia) y a la psicología, proceso que dio origen al nacimiento del psicoanálisis.

Asimismo, poco después del hallazgo de Broca, los fisiólogos Gustav Fritsch y Eduard Hitzig revelaron una especialización de función en la corteza cerebral. Al estudiar el cerebro expuesto de un perro, descubrieron que la estimulación de una región específica de la corteza daba como resultado un movimiento de las extremidades contralaterales. Así habrían descubierto que no solo las funciones superiores como el lenguaje estaban representadas en la corteza cerebral, sino también conductas menos complejas como los movimientos simples. El área de la corteza dedicada a los movimientos fue llamada “corteza motora”. Este descubrimiento llevó a los neuroanatomis-tas a intentar analizar más en detalle las características de la corteza cerebral y su organización celular. Como las diferentes regiones realizaban diferentes funciones, se dedu-cía que debían verse de manera diferente a nivel celular.

Después de esto, la gran revolución en el entendi-miento del sistema nervioso ocurrió en Italia y España. Camilo Golgi, un científico italiano, desarrolló la técnica llamada “tinción argéntica”, en la que impregnaba a las células nerviosas con plata y permitía una completa visualización de las neuronas individuales. Al utilizar el método de Golgi, Santiago Ramón y Cajal, un médico español, encontró, contrariamente a la visión de Golgi, que las neuronas eran entidades separadas. El principal resultado de las investigaciones de Cajal fue la identifica-ción de la individualidad de la célula nerviosa, la neuro-na, teoría que expuso en su obra fundamental Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados, publicado entre 1899 y 1904. Por décadas, otros neurólogos realizaron nuevos aportes a las neurociencias cognitivas. Por ejemplo, Constantin von Manakow presentó el concepto de “diasquisis”, la idea de que cierto daño en una parte del cerebro podía crear problemas en otra parte.

Sin embargo, quien es considerado el padre de la neuropsicología actual es el psicólogo y médico ruso Alexan-der Romanovich Luria, quien perfeccionó diversas téc-nicas para estudiar el comportamiento de personas con lesiones del sistema nervioso, y completó una batería de pruebas psicológicas diseñadas para establecer las afecciones en los procesos psicológicos: atención, memoria, lenguaje, funciones ejecutivas, entre otros.

Aunque, como fue dicho, se ha aprendido mucho des-de el estudio de casos individuales, un gran aporte a las neurociencias cognitivas ha sido el desarrollo de los estudios de grupo que se iniciaron a fines de la década de 1940. Los estudios grupales permitieron la formación de grupos control para facilitar la revelación de datos sobre los deterioros asociados a una lesión particular. El uso de la estadística permitió definir cuantitativamente los deterioros y, en consecuencia, posibilitó sensibilizar las pruebas para detectar la presencia de un daño. Mientras los médicos estudiaban el funcionamiento del cerebro, los psicólogos comenzaron a investigar cómo medir la conducta para estudiar la mente humana.

En 1970, George A. Miller, profesor emérito de la Universidad de Princeton en Estados Unidos, y unos eminentes colegas acuñaron el término “neurociencias cognitivas”. La década del noventa fue declarada en el Congreso Nacional de ese país como la “Década del cerebro”. Esto se debió, por supuesto, a los grandes y sorprendentes avances en la tecnología para estudiar las neurociencias y en el entendimiento de las funciones cerebrales. Pero esto ya es parte de nuestra historia.

 

 

Facundo Manes

Facundo Manes
Facundo Manes
Es un neurólogo y neurocientífico argentino. Es presidente de la World Federation of Neurology Research Groupon Aphasia, Dementia and Cognitive Disorders. Se graduó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de Cambridge, Inglaterra (Phd in Sciences). Una vez concluida su formación de posgrado en Estados Unidos e Inglaterra, regresó a Argentina, donde creó INECO (Instituto de Neurología Cognitiva), que dirige en la actualidad, y el Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro en la Ciudad de Buenos Aires. Ambos institutos son líderes internacionales en publicaciones científicas originales en neurociencias cognitivas. Es rector de la Universidad Favaloro en Buenos Aires, profesor de Psicología Experimental de la Universidad de Carolina del Sur (Estados Unidos), profesor del Departamento de Neurología de la Universidad de California (Estados Unidos) y profesor invitado de la Universidad de Macquarie (Australia). Asimismo es consultor del Cognition and Brain Sciences Unit del Medical Research Council de Cambridge (Inglaterra). Manes es investigador del Australian Research Council (ARC), del Centre of Excellence in Cognition and its Disorderse y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) de Argentina. Es director del Núcleo Universidad Diego Portales-Fundación INECO para las neurociencias en Chile. Preside, además, la Fundación INECO en Buenos Aires, organización sin fines de lucro, cuya misión es apoyar programas de investigación y difusión sobre prevención, detección y tratamiento de los trastornos neurológicos y psiquiátricos. Ha publicado más de 180 trabajos científicos sobre su especialidad en libros y revistas de gran prestigio internacional. Es invitado permanentemente a dar conferencias en distintas partes del mundo. Entre sus contribuciones más importantes, su grupo de investigación identificó las áreas prefrontales relacionadas con el proceso de toma de decisiones en humanos, los mecanismos neurales de la agresión y el rol de la ínsula en los procesos cognitivos y emocionales; caracterizó un nuevo síndrome denominado «amnesia epileptic transitoria»; describió, por primera vez, el proceso emocional de los pacientes con deterioro de conciencia mínima y las áreas cerebrales involucradas en el desarrollo de los síntomas del déficit de atención e hiperactividad (ADHD); desarrolló una bacteria neuropsicológica para detectar en forma temprana la demencia frontotemporal, y ha propuesto una teoría sobre el rol del contexto en los trastornos neuropsiquiátricos. En la actualidad, su área de investigación es la neurobiología de los procesos mentales, particularmente los mecanismos neurales involucrados en la toma de decisiones y la conducta social, y las bases neurales de la conciencia mediante el estudio de la reserva cognitiva de los pacientes en estado vegetativo persistente.

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