En diciembre de 1984 visité por primera vez Estados Unidos. Algo tarde, si se considera que tenía más de cuarenta años; evidentemente, no había aprovechado las masivas excursiones a Miami, Orlando y Nueva York a las que se acostumbraron las capas medias desde que Martínez de Hoz inventó el primer de dólar barato, durante la dictadura militar. En efecto, no lo aproveché y llegaba ese fin de año de 1984 por primera vez a Washington y a Manhattan. Formaba parte de un grupo de intelectuales argentinos, invitados por una universidad norteamericana para que comenzaran a hacer el balance de los años inmediatamente anteriores: exilio, represión, transición democrática. Muchos de mis compañeros pisaban también por primera vez Estados Unidos y estaban tan asombrados como yo. Simplemente las doce horas del viaje en avión ya eran una experiencia extraordinaria; en esa época todavía se conseguían varios whiskies sin pagar por ellos y la comida era mejor (o nos parecía mejor) que la que proporciona hoy una bandejita que ha pasado raudamente del freezer al microondas.
Llegué al aeropuerto Kennedy de madrugada y allí
tuve que tomar un ómnibus al otro aeropuerto, Newark, de donde salía mi vuelo para Washington una hora después. Conociendo el sistema de transporte, la tarea, de todos modos, no es sencilla; más complicada lo fue para mí que estaba vestida de verano y tuve que abrir mi valija para sacar un abrigo, en medio de la calle, volver a cerrarla evitando que se volara la ropa, y averiguar dónde paraba mi ómnibus.
La reunión era en Maryland, a unos kilómetros de Washington, o sea que estábamos casi en el medio del campo, lejos de cualquier imagen emblemática. Pero una noche nos invitaron a la embajada argentina en Washington. También era la primera vez que pisaba una embajada, pero decidí no quedarme allí más de veinte minutos; pedí un taxi y arrastré conmigo a dos o tres de mis compañeros. Al taxista, confiando en su saber urbano, le dije que nos llevara a un boliche de jazz. Nos dejó en el mejor de Washington que, por supuesto, estaba completamente lleno. Con la audacia y la suerte que acompaña a los que no saben nada ni conocen las costumbres locales, le expliqué a alguien en la puerta que éramos argentinos, nos volvíamos a Buenos Aires, y no queríamos perdernos eso. Eso, que no queríamos perdernos, era un trompetista blanco a quien yo no conocía ni remotamente. El hombre de la puerta, quizá sorprendido o apiadado de mi candidez, porque esos ruegos no funcionan nunca, nos dejó pasar.
Al día siguiente, de la universidad nos llevaron al National Gallery, también en Washington. No pude mirar nada, no conocía cuál era la disposición de las salas, ni podía calcular qué podía ver realmente con el tiempo que tenía por delante; recuerdo sólo un móvil gigantesco en el hall del edificio nuevo (la National Gallery acababa de inaugurar una pirámide de cristal diseñada por el mismo arquitecto que diseñó las del Louvre). Busqué refugio en un lugar cuyo nombre aprendí en ese momento: el “museum shop”, es decir el negocio donde se venden reproducciones, afiches, agendas, anotadores, libros, señaladores, lápices y lapiceras, tarjetas postales. El “museum shop” estaba más a la medida de mi capacidad; sin embargo, en el momento de elegir algún recuerdo y comprarlo, me paralicé. Me fui de allí sin nada.
Viajamos dos días después a Nueva York, donde dormimos en un hotel de la calle 43 o 44. A la mañana siguiente, nos tomamos un subte hasta el Greenwich Village. En vez de recorrerlo, nos dedicamos a averiguar cómo llegar al Barrio Chino, demostrando la ignorancia de turistas que confundían el San Francisco del cine y las novelas policiales con Manhattan. Por el camino, me compré un sombrero gris. Nunca había tenido un sombrero, desde el uniforme de la escuela secundaria, pero, en esos años ochenta, todo el mundo en Nueva York andaba con sombrero y ese objeto me pareció lo más neoyorquino que podía llevarme de vuelta a casa. Cuando se pronuncia la palabra “provinciano”, este primer viaje a Estados Unidos me viene, de modo inevitable, a la cabeza.