Un viaje al interior

spot_img

Escribo, doy y cada palabra me devuelve algo, palabras ola, palabras viento, palabras espejo.  Casi todos los días escribo, para no empantanarme (Gracias Francoise Jullien, por ayudarme a pensar). Hago todo para escapar de la inercia, del entumecimiento que genera el cáncer. La enfermedad funciona como un largo matrimonio, en el que te perdiste de mirar a los ojos, de poner en juego los sentidos, de vivir el impulso, las caricias, de poder ver al otro. Jonás me dice que del matrimonio podés salir y de la enfermedad no. Yo creo que sí, no del todo y habría que ver qué es del todo. ¿Cuándo algo termina del todo o termina de terminar? Tampoco sabemos cuándo empieza. Salís de la enfermedad cuando no te sentís enfermo, aunque algo te duela, cuando no sentís miedo ni angustia.

Todos, después de una edad o con una enfermedad, nos sentimos más de un lado que del otro, de la vida y de la muerte. Yo me siento en el medio, casi sin orillas. 

Estos días, entre quimio y rayos di un gran salto, que también es una pausa, un regalo:  un pequeño viaje. Descubro en este cambio de lugar una fuerza que creía perdida. Vuelvo a cargar bolsos y a elegir qué llevar, preparo el auto entumecido. Es dejar entrar el viento a tu casa a tu cuerpo.

Me cuesta sentirme de vacaciones en mi casa, entre mis cosas y mis rutinas. Sin embargo, subo a cualquier medio de transporte para ir a una distancia mayor que unos kilómetros y ya me siento de vacaciones. Cada vez que salgo, conecto con la vez anterior que me fui, con el tiempo que pasó desde ahí y con quien estaba en mi vida entonces.   

Salir se convierte en un lugar para recordar y muchas veces para llorar por última vez a alguien. Comenzar un viaje es mi lugar de despedidas con mayúsculas. A veces mientras manejo, dejo cosas, como si fueran una estela, con la esperanza que al volver ya no estén. Otras, más que una estela, tiraría objetos por la ventana del auto, muchos, casi todos, cosas; tiraría un microondas, celulares, cosas eléctricas y pesadas o dejaría escapar repasadores llenos de migas.

Viajar marca el antes y el después de algo. Se convierte en una experiencia única. No me confundo los viajes, como sí confundo tantos otros recuerdos. No importa la duración, sino la decisión de irme, el anhelo de cambiar, de poner todo de cabeza. Trato que mis viajes no sigan la lógica del consumo, ni de objetos, ni de lugares, ni de personas, en ese afán desesperado por dejar todo eso en una foto. ¿Cómo sería viajar sin fotos? Viajar con la premisa de no poder contarle nada a nadie, solo la vivencia del o de los que viajan. Demasiado presentes están las miradas de los otros cuando uno viaja. El mostrar lo que hago o lo feliz que soy plasmado en fotos, en inmediatas publicaciones. 

Adoro lo íntimo, lo profundo, lo compartido entre los que están, las risas que no necesitan aplausos, ni aprobación. Todavía me acuerdo las ganas de revelar los rollos de fotos cuando volvíamos de viaje y el arreglar encuentros solo para verlas. No hay dudas que viajar cambió. Mar del Plata- Buenos Aires, para mi mamá, era: un salamín, queso, una tortilla y un pollo, alguna fruta de postre, naranja agujereada y bastante pan. Eso sí, todos los restos sacudidos por las ventanas. Capaz de ahí me vengan las ganas de seguir tirando cosas. 

Siempre me gustó hacer la vertical o colgarme de las anillas en la plaza cabeza abajo. Liberar mis pies del suelo. La mamá de una amiga me decía que caminaba flotando. En parte me gustaba sentirme etérea, aunque ahora sienta mis pies en la tierra más que nunca. A veces pienso en la idea de cuerpo y alma, y que cuando nos enfermamos el alma queda atorada en alguna parte. Entonces, para destrabarla solo nos queda hacer cosas, como si mirásemos la vida por primera vez. Algunas, que son las que a veces nos permitimos de vacaciones, como meterse al mar a la tardecita cuando refresca o mirar a los lugares y a las personas como extraños y tratar de descubrirlos. Creo que cualquier camino bien alejado de la indiferencia es una vuelta.

Hoy la mejor forma de sentirme liviana es tirarme en la arena o el pasto. No me siento tan bien, sentada en la mesa de un restaurante o en un shopping. En un tren sí. Qué deliciosa sensación es la de avanzar en el tiempo justo para mí, ni más lento ni más rápido, ni tan sola, ni tan acompañada. Cuando empezaron a dejar de funcionar muchos trenes, tomé el último a Santa Fe. Nos dejó a 40 km. Comencé a caminar por la vía con una caja de platos que le llevaba a una amiga para su casamiento. Yo era la testigo y casi no llego; pero mientras hubiera trenes, no podía tomar colectivos.

En estos días, cerca del mar y del bosque, mientras camino, me pienso de otra manera. Pienso en la pandemia como una nube que está ahí, bajando por momentos hasta instalarse en las calles sin dejar mucho aire. Por otros, queda a la altura del cuello, hasta que se aleja y otra vez volvemos a respirar. Pero no es el mismo aire, tiene sabor a poco, a pendiente, gusto amargo por momentos más dulce. La sensación de peligro no se fue, pero parece que algo del estar en otro lugar me deja respirar un poco más profundo y el aire de a poco llega hasta los dos pulmones casi por igual. Desde la operación, el lado derecho parecía haber quedado sin aire, como un globo desinflado. Muchas veces en mi vida respiré apenas, esperando encontrar un agujero por donde entrara más aire o dejando el aire que entraba para mis hijas.

El aire en la playa me devuelve todas las esperanzas, la piel con arena, el calor del sol en el cuerpo y el frío de la tardecita, un licuado o unos mates bien calientes y un bizcochito traído del tiempo. Un pareo lleno de arena y algunas gaviotas revoloteando. Un momento de paz.

Ana Florencia Mayorano

Ana Florencia Mayorano
Ana Florencia Mayorano
Nació en Mar del Plata, en 1971. Es vicedirectora de la Escuela de Artes Visuales Martín Malharro. Fue directora durante diez años de las carreas de Danza y Música Popular en el Profesorado de Arte Adolfo Ábalos. Su etapa formativa la realizó principalmente en la ciudad de Buenos Aires, en Expresión Corporal, Danza Contemporánea, Teatro y Psicodrama (Tato Pavlosky). Actualmente realiza la formación en el taller de Narrativa dictado por Mariano Taborda y Emilio Teno.

Helechos

La sigo odiando.Sentí pena por mi mamá cuando la...

Sala de Quimioterapia

Las luces están dirigidas sobre dos de los sillones....

También te puede interesar

Pacto de amigos

Siempre fuimos cuatro. Va, tres y ella.Ella parecía ser...

El arte de tejer calceta

Durante la última ola de terror de Stalin, cuando...

La Singer

Cuando Elsa supo que la máquina de coser era...

El álbum del Mundial ´82

La que más más me costó fue la de...
Publicación Anterior
Publicación Siguiente