Eran jovencitos los dos cuando se conocieron en París, en 1956, en un departamento abarrotado de gente, y los demás invitados les dieron espacio y se arracimaron alrededor esperando el gran enfrentamiento. Ninguno de los dos superaba el metro sesenta, pero uno era blanco y morrudo como un Kohinoor y el otro era un negro puro ojo, flaquito como una nena. Eran las dos mentes más brillantes y afiladas de su generación, y los dos lo sabían. Norman Mailer miró a James Baldwin y le preguntó si ser negro, pobre y puto era una ventaja o una desventaja como escritor. Baldwin le contestó con su famosa voz envolvente (Langston Hughes dijo una vez que Baldwin usaba las frases como el mar usa las olas): “Me he pasado la vida mirando al hombre blanco norteamericano igual que tú, Norman, tú para competir y yo para sobrevivir, pero los dos queremos lo mismo: joderlo bien jodido”. Se hicieron amigos al instante, para la decepción general. Mailer estaba escribiendo El negro blanco: decir que estaba interesado en la potencia sexual negra es poco (en sus páginas llegaría a afirmar que ése era el punto neurálgico del odio racial en su país) y en aquellos meses con Baldwin en París pudo hablar de lo que nunca antes se había atrevido a hablar con un negro, o con cualquier otro hombre.
Un año después, ya de vuelta en Nueva York, publicó el libro donde famosamente sostenía que el hipster blanco era el nuevo negro, igual de paria, igual de lumpen, y que ambos se alzaban contra lo mismo, esa sociedad que los alienaba. Baldwin se guardó la opinión. Año y medio después, Mailer publicó Advertencias a mí mismo. En uno de los capítulos ajusticiaba a todos los escritores de su generación, de a uno por párrafo. Baldwin seguía en París, leyó el párrafo que le correspondía en casa de Jim Jones, de un ejemplar que acababa de traer William Styron de Nueva York. “Uno querría a veces entrarle a martillazos al cristalino domo de su ego y reducirlo a lo que habría de ser el manojo de nervios más mágicamente atormentados de nuestro tiempo. Hasta que eso suceda, está condenado a ser un escritor menor”, decía Mailer de él, pero Baldwin volvió a callar. Y entonces la lucha por los derechos civiles en el Sur se puso caliente y Jimmy B sintió que tenía que volver o dejar de opinar desde afuera. Volvió, recorrió el Sur y escribió para Esquire su ensayo “El chico negro mira al chico blanco”, que debía leerse, dijo, como una carta de amor: la historia de su amistad con Mailer, y lo que dejaba ver sobre la relación entre los blancos y los negros en Estados Unidos.
A diferencia de Mailer, decía, él no había estado en la guerra, pero “creo saber cosas sobre la masculinidad norteamericana que la mayoría de los hombres de mi generación desconoce porque no han sido amenazados por ella como lo he sido yo”. También decía que lo aciago de tratar de transmitir a un hombre blanco la realidad de la experiencia negra pasaba menos por el asunto del color que por la relación que tenía ese hombre con su propia vida: “Él verá en tu vida sólo lo que es capaz de enfrentar en la suya”. El negro blanco, según Baldwin, decía más sobre las fantasías y represiones del hombre blanco que acerca de lo que significaba ser negro. Pero lo más alarmante era el afán con que Mailer (aquél a quien consideraba su igual en el mundo, aquél que le había dado el Gran Martillazo al ego) se mimetizaba con gente “tan evidentemente inferior a él, como Kerouac y sus suzukis del ritmo, en su glorificación del orgasmo como táctica infantil para evitar los terrores de la vida y del amor” (Kerouac había escrito en Los vagabundos del dharma: “Caminé entre las luces del distrito de color de Denver y deseé ser negro, sentí que lo mejor que tenía para ofrecerme el mundo blanco no era éxtasis suficiente para mí, no era suficiente vida, color, dolor, nervio, música, no era suficiente noche para mí”).
Ese ensayo fue el primero de una serie extraordinaria que reuniría en el libro Nadie sabe mi nombre, donde están las famosas frases “El sufrimiento tiene el número de teléfono de todos” y “Este mundo ya no es blanco y no volverá a ser sólo blanco nunca más”. Mientras la revista Time lo ponía en la tapa, el FBI descubría en sus grabaciones clandestinas de Martin Luther King y Malcolm X que los jóvenes radicales negros no confiaban en Baldwin (King decía: “Es más homosexual que negro”; el pantera negra Eldridge Cleaver decía que Baldwin era una aberración racial cuyo frustrado y secreto anhelo era que el hombre blanco le diera un hijo). Casi al mismo tiempo Baldwin descubrió que, por primera vez en su carrera, el número de ensayos que había publicado en un año era menor al número de entrevistas que había concedido. Para cualquier otro escritor menos proclive al autoengaño, no hubiera representado gran cosa, pero Baldwin entendió algo inequívoca y silenciosamente. En el ensayo que le había dedicado a Mailer decía: “Uno de los riesgos del escritor norteamericano es convertirse en una personalidad. En América, o eres un éxito o eres un fracaso, no hay nada en el medio, y si eres un éxito la leyenda empieza a opacar tu trabajo. Vives en una cámara de eco, como Norman. Pero lo que se supone que debe hacer un escritor es escribir. En la arena pública, hay que sonar como si uno supiera de qué está hablando. Frente a la máquina de escribir, en cambio, uno no sabe qué está haciendo y sabe que no lo sabe. El momento en que un escritor lleva la persona pública a la máquina de escribir, está terminado”.
Baldwin vivió casi veinte años más, pero como si hubiera dado su obra por terminada. Siguió publicando ocasionalmente pero él mismo se consideraba whisky aguado (“Por supuesto, incluso el whisky aguado es mejor que nada, pero no por eso voy a engañarme”). En la introducción a sus ensayos completos (El precio del boleto) decía: “Tuve que hacer las paces con unas cuantas cosas en mi vida, entre ellas con mi inteligencia. Uno no comprende que es inteligente hasta que eso lo mete en problemas. Y de nada sirve tener gran fuerza de voluntad. Es un gran error malentender la naturaleza de la voluntad; en las zonas importantes de la vida, la voluntad tiende a traicionar a la inteligencia, sea por exceso o falta. Lo que es crucial entender es que toda estructura mental que erija un escritor es no sólo su fortaleza; también es su cárcel, porque ni siquiera a su pesar puede dejar fuera a su conciencia”.
Antes de morir, Baldwin tuvo un último encuentro con Mailer. Éste le preguntó qué recordaba del día en que se conocieron. “Tú me confesaste que lo que más te interesaba en el mundo era entender cómo funcionaba el poder”, dijo Baldwin. “Y tú me contestaste que lo que más te interesaba de la literatura era el ser humano como tal, no el ser humano como símbolo”, dijo Mailer. Baldwin se rió y dijo: “Bueno, déjame decirte que sé bien cómo ha funcionado el poder conmigo y nunca me hice la menor ilusión acerca de mi capacidad para manipularlo”. El viejo Norman contestó socarronamente: “Pues déjame decirte, Jimmy, que tú y yo nos convertimos hace un buen rato en meros símbolos de lo que éramos en aquel departamento en París en 1956”.