Un cuento siberiano contra el calor

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Con este calor sofocante, se impone una historia de terror: un poco de frío en el alma para equilibrar la canícula externa, como recomiendan los japoneses, especialistas en embellecerlo todo, incluso aquello de lo que se apropian, como en este caso. Se lo apropiaron de los mongoles, que a su vez se lo copiaron a los tártaros de Siberia, quienes sostienen que los peores cuentos de terror se deben contar al sol y a pleno día, durante el verano siberiano, cuando el calor no cesa ni de noche porque nunca anochece, y eso se debe a que los cuentos de terror tártaros logran paralizar el tiempo y helar la sangre del que escucha, como si el sol fuera de hielo seco.

 

Estamos en la tundra siberiana, entonces. El año es 1919, y por esas carambolas absurdas de la Historia, un ejército de fantasmas llamado La Legión Checa tiene el control del Transiberiano. La Primera Guerra (que es la razón de que estén ahí) ya ha terminado en Europa, pero ellos siguen en Siberia. Y el confín del mundo se les ha subido a la cabeza, en forma de delirio: mientras el bueno de Tomás Mazaryk intenta sacarle permiso a Inglaterra y Francia para que las antiguas provincias de Bohemia y Eslovaquia del imperio austrohúngaro puedan convertirse en la República de Checoslovaquia, La Legión anuncia desde Siberia que esa lonja de tres metros de ancho por nueve mil kilómetros de largo que va desde el límite de Europa hasta el Océano Pacífico es suelo checo.

 

Esto sucede mientras en Rusia hay una salvaje guerra civil. Los bolcheviques han tomado el poder y creado el Ejército Rojo. En el Ejército Blanco confluyen zaristas, cosacos y mencheviques. Ambos bandos necesitan el control del Transiberiano para vencer al enemigo: sin tren es imposible trasladar hombres y armas por aquel territorio tan vasto, y por eso ninguno de los rivales logra imponerse al otro y La Legión Checa ya les está colmando la paciencia. Los blancos acusan a la Legión Checa de haberse quedado con el oro de los Romanov y los bolcheviques necesitan ese oro más que los blancos. La Legión Checa son cincuenta mil desharrapados, vestidos con jirones de uniformes de dos docenas de ejércitos, un bestiario de cuero y pieles desparramado en lotes de cien por los caseríos que hay en cada una de los paradas del Transiberiano. Son irremediablemente extranjeros, son una incongruencia hasta para ellos mismos, pero nadie puede moverlos de sus estratégicas posiciones a lo ancho de toda Rusia porque las vías del tren son suyas.

 

Tomemos por ejemplo la aldea de Yazik. El capitán Matula, al mando de sus cien hombres (que entre todos suman 945 dedos de los pies, el resto perdidos por congelamiento), ha tomado la aldea sin resistencia, porque lo antecedía la noticia de la matanza que perpetró en la vecina localidad de Staraia Krepost. Sus hombres, a lo largo de esos cinco años fuera de casa, han peleado por el emperador de los austríacos contra el emperador de los rusos, por el emperador de los rusos contra el terror rojo, con los cosacos y zaristas y mencheviques del Ejército Blanco y luego contra ellos, mientras se iban internando cada vez más en Siberia. Lo que ven los habitantes de Yazik en el sanguinario capitán Matula y sus hombres es sencillamente una nueva forma del enemigo inmemorial, y adoptan la misma táctica pasiva que repiten desde tiempo inmemorial: cerrar filas, simular obediencia y esperar que una nueva encarnación del Oscuro destrone al capitán Matula. Esa nueva encarnación serán los bolcheviques, cuyas tropas están a veinte kilómetros de Yazik, del otro lado del bosque.

 

Me faltó decir que los habitantes de Yazik son en su mayoría miembros de las Palomas Blancas, una secta cristiana no violenta, que no come carne y sólo cree en la propiedad comunitaria y la asistencia mutua. Una especie de amish siberianos, sólo que castrados: el único derramamiento de sangre que aceptaban las Palomas Blancas era el que implicaba el cercenamiento de sus genitales. Como eran pacíficos, reconstruían la aldea cada vez que era arrasado. Como eran cristianos, el zar los había tolerado. Como tenían contacto con los chamanes y espíritus del bosque, los cosacos no se ensañaban con ellos: sólo les decapitaban alguno cada tanto, pero les permitían que, cada vez que moría uno, castraran a otro, y así la secta no se extinguiera. Un poco el mismo procedimiento existía en La Legión Checa: cada vez que caía un oficial, el siguiente en la cadena de mando arrancaba las jinetas del muerto y adoptaba automáticamente su rango. Así había llegado a capitán el cabo Matula: arrancando jinetas a los muertos, o matándolos para arrancárselas. Tenía veinticuatro años y sus ojos ya lo habían visto todo.

 

Entonces una de sus patrullas trae arrestado a un fugitivo barbudo, pura piel y huesos. Dice que viene escapando de un gulag mil kilómetros al norte, que lleva caminando ocho meses, pero eso no importa, dice; lo que importa es que no huyó solo. Y cuando cuenta su plan de fuga hiela la sangre de los checos: él no es nadie, apenas un estudiante que llegó a aquel campo en Siberia condenado a diez años, no hubiera sobrevivido ni un invierno si no lo hubiera adoptado Samarin el anarquista, el preso a quien temían todos, hasta los guardias. Samarin se encargó de que el estudiante estuviera bien comido y picaba piedras a su lado para protegerlo de los guardias y dormía a su lado para protegerle el sueño, y cuando llegó la primavera lo arrastró con él cuando se fugó del campo. El deshielo no había comenzado y no había nada que comer en la tundra y de pronto el estudiante comprendió que Samarin se lo había llevado como alimento.

 

Desde entonces venía huyendo, pero Samarin le seguía los pasos de cerca. Eso era lo que importaba, dijo el estudiante: que Samarin estaba cerca, y que estaba anhelante de carne humana. Porque Samarin era algo más que un anarquista y un caníbal: era la destrucción misma. Hasta los chamanes del bosque lo habían percibido, dicen las Palomas Blancas, que tienen sus maneras de mantenerse al tanto, de oler el peligro. Samarin era las cien mil maldiciones que el pueblo mascullaba diariamente contra su condición de esclavo. Samarin venía a terminar con todo. Medir a ese hombre con la misma vara que a la gente corriente sería como juzgar a una inundación por las víctimas que perecen en ella: las aguas vuelven a su cauce y la inundación desaparece, pero la tierra ya no es la misma, y Yazik no sería la misma cuando llegara Samarin.

 

Y de hecho no lo fue. El dicho dice que la revolución se comió a sus hijos, pero en este caso fue Samarin. Mientras los checos lo buscaban por el bosque, lo tenían adentro de su propio cuartel: Samarin era el estudiante, y Samarin estaba hambriento y nada podía impedir que Samarin saciara su hambre. Allanado el camino por él, las tropas bolcheviques al otro lado del bosque procedieron a entrar en Yazik, chapaleando en sangre, y así fue cómo el Ejército Rojo comenzó a tomar control del Transiberiano y pudo ganar la guerra civil. Primero esperaron que Samarin abandonara el pueblo, porque los bolcheviques no creían en dios ni temían al diablo pero preferían no cruzarse con Samarin si podían evitarlo (hasta que el nombre de Samarin fue Stalin y bien sabemos todos lo que pasó).

 

En cuanto a las Palomas Blancas, duraron poco en la era soviética, aunque su extinción no se debió a motivos ideológicos: les descubrieron que tenían dos mil vacas escondidas en el bosque y los fusilaron por enemigos del pueblo. La Legión Checa también se extinguió: después de perder Yazik fueron cediendo posiciones precipitadamente y retirándose hacia el este hasta toparse con el puerto de Vladivostok; de ahí lograron embarcarse a Alaska y cruzaron América y luego el Atlántico para llegar a su país. Hay quienes lo cuentan como una gesta patriótica y hay quienes dicen que sólo lograron escapar porque tenían el oro de los Romanov y con él fueron pagando su retirada, pero ésa es otra historia, y los sobrevivientes de La Legión Checa que retornaron a su país se guardaron muy bien de revelarla. El capitán Matula no estaba entre ellos: su cabeza había rodado en el barro de Yazik; Samarin le comió los ojos y la lengua y después el corazón. La historia la cuenta el inglés residente en Rusia James Meek en su libro Por amor al pueblo, pero nos pide que imaginemos que la estamos leyendo en un samizdat encuadernado en piel humana, que circula en secreto y de mano en mano por todas las aldeas de la tundra, pero sólo se abre y se lee en voz alta en el clímax del verano siberiano, cuando el sol no se pone nunca y el terror es el único antídoto contra el calor.

Juan Forn
Juan Forn
Escritor y traductor argentino, Juan Forn ha desarrollado una importante carrera dentro del mundo de la literatura, bien como editor y asesor en editoriales o medios como Planeta, Emecé o Página/12; o como escritor de novelas y cuentos. Su libro de cuentos Nadar de noche es un clásico de la literatura contemporánea argentina, tanto como los volúmenes que reúnen sus contratapas en el mencionado diario. Un día antes de su muerte, ocurrida el 20 de junio, terminó y entregó Yo recordaré por ustedes, libro de próxima aparición.

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