Había gente en mi casa, donde se celebraba una fiesta. Difícilmente la alegría puede convocarse por un esfuerzo de voluntad, pero como siempre había festejado mi cumpleaños, había cedido a la fuerza de la costumbre. De este modo organicé mi fiesta, sin convicción, por costumbre.
Mientras bebíamos las primeras copas, mirábamos el habitual paisaje de la noche a través de la ventana que daba al jardín, algunos observaban el cielo con luna menguante.
De pronto, cuando ya la contemplación nos aburría, una de las invitadas señaló con la mano insegura un movimiento entre las sombras. La sombra más densa de un gran animal. Se movía lentamente entre los troncos y el follaje, entre las sombras de los troncos y el follaje.
Era un tigre. En el jardín.
Un rayo de luna iluminó por un instante la cabeza poderosa, el cuerpo elástico. Tanta belleza.
Los otros lo habían descubierto también, reaccionaban con susto. Lanzando grititos, atropellándose en el hablar, manifestaban una especie de perplejidad alterada ante la presencia del tigre en el jardín. Ellos, cuya sola experiencia se remitía a los animales domésticos, vívidamente recordaron historias de bestias cebadas, de colonos inermes sorprendidos en sus campos, indígenas despedazados en la selva. Con los ojos fuera de las órbitas miraban las sombras. Un peligro mortal los acechaba, veían ya la propia sangre esparciéndose de las heridas abiertas, aunque la casa los protegía, aunque fuera inmensa la separación entre el tigre y ellos. En la inquietud respiraban su olor acre junto al olor de la sangre, padecían garras y colmillos, eran cebras y venados.
Alguien gritó y la desmesura del grito los retornó a la realidad. Buscarían ayuda —policías, bomberos, empleados del zoológico— y el jardín sería de nuevo solar de mosquitos, tránsito de algún gato vagabundo, de los pájaros volando entre los árboles. Grillos y abejas, ataque inofensivo de hormigas en el verde. Un disparo exacto en medio de los ojos acabaría con el tigre y lo vieron aflojando las patas y cayendo de costado, y esta convicción los reanimó, se disputaron la piel olvidados del miedo.
Los aparté, y desasiéndome de las manos que querían retenerme, salí al jardín. Me pareció que la luna menguante había crecido. Terminaría en luna llena con un halo de lluvia. Olí el aire de la noche, me trajo el perfume de los azahares pero ningún indicio de la presencia del tigre. En el primer instante pensé que había desaparecido por desprecio porque atravesando el jardín las sombras se aclaraban a mi paso y él no estaba.
Una sensación de pérdida me asaltó. Tenía que ver con una ausencia más grande que la del tigre, quizás con una rutina del desencanto.
El jardín mantenía su aspecto de costumbre, la voz de un grillo rompió dos o tres veces el silencio, y luego calló. Cuando con amargura me disponía a regresar a la casa, una ráfaga de viento despertó el olor del tigre, lo impuso al de los azahares. Lo busqué con una concentración dolorosa, aguzando la vista, los músculos en tensión.
La fosforescencia de sus ojos lo delató en la oscuridad. O quizás la oscuridad ya era menos cerrada bajo la luz de la luna creciente. Había trepado a la rama más gruesa y alta de un ciruelo y permanecía absolutamente inmóvil, de pie sobre sus zarpas, en un alerta tan vivo y sin esfuerzo como el latido de su pulso.
Avancé hacia él, extendí en su dirección la mano en el aire, y entonces, con la boca abierta, los colmillos amarillentos descubiertos, saltó hacia el suelo a unos metros de mí. Mientras duraba el instante infinitesimal del salto, no me pregunté si se disponía a devorar su presa o si había recibido mi llamado. Simplemente esperaba, tan inmóvil en mi sitio como él había estado en el suyo sobre la rama del árbol. No era una bestia recelosa, sus ojos contemplaron la luna, el jardín, gruñó con una especie de dulzura. Luego torció hacia mí, dio unos pasos hasta acercarse, mirándome sin desconfianza, ni como señor ni vasallo, mirándome como tigre. Yo me incliné y puse la mano sobre su cabeza. Despedía calor, el calor del acecho, de la caza, de la tierra en la que había vivido. Entreví encima del horizonte, casi en el cenit, una luna púrpura y redonda envuelta en bruma.
Él sacudió la cabeza para apartarse de mi mano. Supe lo que quería: distancia. Lo supe con tanta seguridad como si hubiera estado en el corazón del tigre. Pero esa distancia no me mortificaba, ya estaba lejos de los seres que me habían herido y del desencanto de los días. No conseguía recordar pérdidas, fracasos, ni siquiera la resaca de una decepción.
Él se desperezó arqueando el lomo, temblaron sus bigotes y con un rugido abrió la boca hacia la luna. Dio un paso. Caminamos un poco por el jardín como si fuéramos dos desconocidos en silencio, y el silencio del tigre era más silencioso que el mío. De otro mundo. Selvático. Inmortal.
Después emprendí el regreso a casa donde seguía la fiesta, la misma que había organizado sin convicción, por costumbre.
Mis invitados habían olvidado al tigre. Ocupadas las sillas y sillones, sentados al azar en las escaleras, en cualquier lugar disponible, conversaban con una copa en la mano. Yo pasaba entre ellos con el tigre detrás de mí. Se apartaron pero nadie reaccionó con susto ni sorpresa, no se quebraron las copas ni ninguna palabra se transformó en grito. Me di cuenta de que sólo veían a un gato, tal vez de un tamaño excepcional, pero tan doméstico que no los inquietaba. Únicamente yo veía el tigre y la belleza del tigre. Y el tigre existía, detrás de mí. Con su silencio. Y de pronto, mi silencio fue tan silencioso como el suyo. De otro mundo. Selvático. Inmortal.
Lancé un rugido.
Y por fin, con dulzura de sangre terminó la fiesta.
Griselda Gambaro
Libro: Los animales salvajes. Ediciones la Otra Orilla. Grupo Editorial Norma. Año 2006.