Al final se supo: la verdadera causante de la música disco resultó ser Elizabeth Taylor, y ni siquiera lo hizo voluntariamente. Una reciente Historia Oral del Movimiento Disco cuenta que, cuando Richard Burton perdió la cabeza por Liz Taylor y pagó un millón de dólares en un remate para regalarle el famoso diamante Krupp, la primera esposa del actor, Sally Burton, huyó a buscar consuelo entre sus amigos gays de Nueva York, y ellos la convencieron de abrir en su casa el primer local bailable donde un DJ hacía sonar dos discos a la vez (superponiendo, por ejemplo, los jadeos de Jane Birkin en “Je T’Aime, Moi Non Plus” al ritmo infeccioso de Manu Dibango en “Soul Makossa”). La casa mutó pronto en discoteca, la bautizaron Arthur, fue el lugar que patentó la hoy clásica bola de espejos giratoria en el centro de la pista de baile y tuvo a pleno sus quince minutos de fama, hasta que Sally Burton se asustó de la cantidad de poppers que tomaban sus habitués para poder bailar toda la noche sin parar. Cuando Sally prefirió bajar los decibeles y apuntar a un público más sereno, la movida se trasladó a otra parte, y a otra, y cuando se quisieron dar cuenta, el fenómeno ya tenía nombre (“Disco Fever”) y los ’60 habían desembocado en los ’70.
Cuenta Gloria Gaynor que el primer DJ de música disco que vio fue en 1971, en un galpón de los ghettos de Filadelfia: el tipo estaba adentro de un ropero, le habían serruchado la parte superior de la puerta y sobre esa tabla apoyaba las bandejas. La canción que sonaba era “Let The Music Take Your Mind”, de Kool & The Gang. Su primer impulso fue ponerse a bailar; el segundo impulso, casi simultáneo, fue decirse a sí misma mientras bailaba: “Yo puedo hacer lo mismo si le acelero el tempo a mis canciones”. Un par de meses después, “You Should be Dancing” sonaba en todos los sótanos disco de Manhattan y enseguida tomó por asalto las FM del país. Un gordo soulero de California decidió que, a ese ritmo, el nuevo género iba directo a la eyaculación precoz o al ataque cardíaco (era muy gordo), así que lo espesó con un colchón de violines y jadeos envaselinados y se convirtió en el Pavarotti de la música disco, con el nombre de Barry White & The Love Unlimited Orchestra.
Ahí hace su entrada en el mondo disco el primer blanquito: un ítalo-alemán de bigotazos mexicanos llamado Giorgio Moroder, que musicalizaba sin pena ni gloria series de televisión hasta que vio el filón y se consiguió una secuenciadora de ritmos, contrató a una vocalista negra a la que bautizó Donna Summer, la encerró en un estudio de grabación con la partitura de “Love to Love You, Baby” y la convenció de que la cantara como si fuera Marilyn Monroe haciéndole el amor a JFK. El tema duraba diecisiete minutos y Moroder se jactaba de que la Summer alcanzaba el orgasmo doce veces. Cuando las radios se negaron a pasar una canción tan larga, Moroder convenció a los musicalizadores de que la usaran cuando necesitaban ir al baño.
En Manhattan, mientras tanto, los nuevos sintetizadores Roland y las máquinas de ritmos se habían convertido en el instrumento perfecto para salir del closet bailando. Los productores Jacques Morali y Henri Belolo convocaron a un casting entre los strippers de clubes gay neoyorquinos: pedían “pedazos de carne con buenos disfraces”. El resultado fue los Village People. Morali y Belolo preguntaron a sus contratados cuál era el mejor lugar para ir de levante en Nueva York. Las duchas de la Asociación Cristiana de Jóvenes, contestó Felipe Rose, el indio de los Village People. Hagamos una canción sobre eso, propusieron los franceses. “YMCA” (sigla en inglés de la Asociación Cristiana de Jóvenes) vendió un millón de discos en un mes y con el tiempo se convertiría en el Pericón de las Locas, según la inmortal frase de Diego Siliano.
El efecto disco era tan fuerte que hasta las estrellas de rock quisieron probarlo. Rod Stewart tuvo el mayor éxito de su carrera con “Do You Think I’m Sexy?”. Mick Jagger no quiso quedarse atrás y convenció a los Rolling Stones de grabar “Miss You” con él haciendo de drag portorriqueña. Los Blondie pasaron del under del CBGB a la pista de baile de Studio 54 con “Heart of Glass” (y los Ramones les retiraron el saludo para siempre). Pero todavía faltaba la última pieza que haría de la música disco el sonido de fondo por excelencia de los años 70: Fiebre de sábado a la noche.
“Nuestro manager iba a financiar una película sobre el fenómeno disco y nos pidió canciones”, cuenta Maurice Gibb, de los Bee Gees. “Le escribimos diez en una semana, pero creíamos que ninguna era verdaderamente disco. No veníamos de ese palo, no lo entendíamos”. Prueba de ello es que estuvieron a punto de dejar afuera “Stayin’ Alive”. Pero Travolta adoró la canción, le inventó la coreografía que hoy todos conocemos y convenció al productor para hacerla el centro de la película (tambien estuvo por agarrarse a trompadas con el director John Badham cuando éste quiso filmar las escenas de baile en tomas cortas y sin mostrarlo de cuerpo entero).
Los miembros originales de la comunidad disco adoraron al Tony Manero que compuso Travolta pero no les gustó nada el éxito de la película, así como habían despreciado los jadeos heterosexuales de Donna Summer (para ellos, la reina indiscutida del disco era, y sería siempre, Gloria Gaynor). Cuando vieron a los nenes de jardín de infantes y a los ancianos de los geriátricos bailando al son de los Bee Gees, sintieron que el sistema los había despojado de su movida y la había pasteurizado. La impagable Fran Lebowitz disiente: para ella, el principio del fin fue Studio 54 (“Las drogas que tomábamos eran para bailar mejor. Y no se puede bailar disco como corresponde cuando se está duro de cocaína”).
Lo cierto es que el ocaso llegó con los primeras víctimas del sida. Primero corrió el rumor de que el virus se transmitía por la transpiración, luego por los inhaladores de poppers. En ese contexto de paranoia, un DJ de una radio rockera de Chicago echó a rodar la frase Disco Sucks (“La música disco apesta”). La consigna prendió en un abanico inesperadamente amplio de gente, de metaleros a cristianos fundamentalistas, que organizaron quemas de discos delante de las radios, con consignas del tipo: DISCO=GAYS=AIDS. De nada servía que Gloria Gaynor cantara “I Will Survive” a los hermanos y hermanas de la comunidad. Cuando el infeccioso riff de guitarra de “My Sharona” desalojó del primer puesto de ventas a “We are Family” (compuesta para Sister Sledge por Nile Rodgers, del dúo Chic) terminó oficialmente el reinado de la musica disco.
“El rock era blanco y heterosexual, la musica disco era gay y negra. No teníamos muchas chances de ganar esa pulseada”, dice hoy Nile Rodgers, que supo ser un Pantera Negra antes de fundar Chic y hacer bailar al mundo entero con la canción “Le Freak”, que originalmente se llamaba “Fuck Off” y era su respuesta a Studio 54 luego de que le negaran la entrada por negro, puto y pobre. “Todos le echan la culpa al sida, pero no fue sólo el sida lo que mató la música disco”, dice Rodgers.
En la Argentina, en cambio, el apogeo de la música disco tuvo poco y nada que ver con la comunidad gay. Al contrario: coincidió con la peor época de la dictadura militar (1977-1979) y, en su versión más pasteurizada (los pasitos de baile de Raffaella Carrá al son de Santa Esmeralda) vino santificada desde arriba como banda de sonido perfecta para el caretaje deprimente que caracterizó aquella época (recordar la tapa famosa de Expreso Imaginario con la cara de Travolta aplastada por un tomatazo; escuchar a continuación a Luca Prodan retratando las noches de New York City en “La rubia tarada”). La música disco reinó brevemente en los boliches de Buenos Aires, amenizó después fiestas de casamiento y terminó arrumbada en los concursos de baile televisivos. Hizo falta más de década y media para que purgara el estigma procecista en la memoria colectiva. Recién entonces, cuando nadie la quería, cuando todos la habían olvidado, los gays y drags argentinos tomaron legítima posesión de lo que era suyo desde un principio, y nos enseñaron a bailarla como es debido.