Rod Stewart

spot_img
spot_img

La vi una sola vez en mi vida. Yo tendría veinte. Ella parecía no tener edad. La sonrisa franca, los ojos chispeantes. Luminosa a pesar de su ropa oscura y el humo de su cigarrillo ondulante. Me acuerdo de su voz potente y su parecido con Anna Magnani. Lo que no me viene a la mente es el nombre del juego de mesa japones que nos trajo de regalo. Todavía me parece escuchar el ruido de las bolitas plateadas rodando sobre la cruz agujereada. Juraría que sigue en nuestro living que esa tarde se llenó de carcajadas. Salvo por Facebook, no volvimos a vernos las caras. Cada vez que yo subía alguna foto de mis hijos, ella se deshacía en halagos. Poco a poco su presencia virtual se fue desdibujando hasta que su silencio fue total. No me di cuenta en el acto sino después de varios años. De pronto no éramos “amigas” en redes sociales y, por más que la buscara, su foto de perfil no daba ningún resultado. ¿Y si le había pasado algo?, ¿y si se había ofendido conmigo? Rumié hasta que de nuevo me distraje y pasó otro par de años.
Hace unos meses tuve un intercambio con la hija, que por fin me develó el misterio de la madre. Hacía dos semanas que la habían internado en una residencia para ancianos en la zona del Botánico. Quedé unos instantes muda, con el dedo inmóvil sobre la pantalla intentando calcular la edad de Zelmira. Tenía la certeza de que arañaba los setenta años. “Alzheimer”, aclaró sin necesidad de que yo preguntara y se apresuró a enumerar la peregrinación de cuidadoras y planes alternativos que junto con su hermano llevaron a la práctica hasta llegar a la instancia del geriátrico. Me despedí prometiendo que un día de estos iría a visitarla. Más que un deseo, lo dije porque por momentos todo el asunto me olía raro.
No cumplí con mi palabra hasta una mañana de noviembre en la que me encontré por el Botánico y con tiempo muerto entre unos trámites. Le escribí a la hija contándole que estaba por la zona y que me gustaría pasar a darle un beso a la madre. Si no contestaba sería que no tenía que ser o que, en una de esas, había efectivamente gato encerrado. La hija respondió en el acto así que no hubo tiempo para enroscarse. Tampoco dudó cuando le pregunté qué podría llevarle de rico a la madre.
Me late fuerte el corazón cuando entro a la residencia con mi cajita de alfajores de chocolate. Una mujer tras un escritorio cubierto de pastilleros con nombres escritos con marcador indeleble me indica cómo llegar a la única Zelmira del geriátrico. Se me transforma la cara de buena samaritana porque me dicen que Zelmira está en el salón de juegos, pero al final está en el patio y en el patio, me dicen que se encuentra en el tercer piso desayunando. ¿Por qué será que me meto en estos bailes? Maldigo, subiendo tantas escaleras que termino agitada y en una habitación con olor a pino silvestre y cebollas rehogadas. La mujer que estira la cama me mira raro cuando le pregunto, desorientada, si el tercer piso es arriba o abajo. Al cabo de varias vueltas por aquel laberinto marchito, encuentro el ascensor. Ya no me da vergüenza tomarlo entre tanto anciano malogrado; incluso coqueteo con la posibilidad de abandonar mi buena acción y hundir el dedo en planta baja. Vacilo hasta que se me acerca una viejita en silla de ruedas, trenzas y escote pronunciado. Es una rara mezcla entre Ozzy Osbourne y Dolly Parton. La miro. Nos miramos.
“¿Te parezco ridícula?”, pregunta como si me hubiera leído la mente. Su vocecita es suave, casi avergonzada.
“¡Para nada!”, aclaro. De sus labios rojos, brota una sonrisa desdentada cuando la pondero de arriba abajo para que no le queden dudas de que me parece bárbara. Tan encantada con mis halagos que dice que de no haberse dedicado a viajar por el mundo tocando el piano le hubiese gustado formar una familia, “lo que daría por tener una nieta como vos que venga a visitarme”.
“Y lo que yo daría por tocar el piano”, confieso sin quitar la vista de sus manos temblorosas repletas de venas violáceas.
Llega el ascensor. Decido no abandonar el barco y empuño su silla de ruedas por los mangos. Al cabo de una suerte de wheelie, la meto marcha atrás en el habitáculo. Quisiera saber más de mi amiga concertista, pero ya estamos en el tercer piso y tengo que reconocer a Zelmira entre todas esas caras derrotadas. No huele a café ni a pan tostado, ni siquiera escucho el rumor de cubiertos y tazas. Más que un comedor, parece un cementerio de maniquíes amputados. Se me aflojan las piernas cuando por fin la distingo en la mesa del fondo, bien derechita sobre el respaldo de una silla de plástico. Su pelo negro azabache ahora es blanco; los ojos chispean cuando me presento y le extiendo la caja de alfajores. Me pregunta por mamá, por mis hijos, por mi hermana. Yo le preguntaría cómo terminó en este lugar, pero sonrío y le cuento que todavía está en casa ese juego de bolitas que nos regaló la tarde que vino a visitarnos.
“El Senku”, desliza con una lucidez que no hace más que desesperarme; ya no hay forma de que me crea el cuento del Alzheimer. Mamá vive sola, en una casa de una planta, las imagino jugando a la canasta mientras los pájaros cantan y las ramas del sauce llorón bailan. No me reconozco la voz cuando se me desata el nudo en la garganta y se lo propongo entre hipos asmáticos. A ella, por el contrario, no se le mueve un solo musculo de la cara; ni siquiera le tiembla la mano cuando moja una galleta en su taza y se la lleva a la boca una fracción de segundos antes de que ésta se desarme. Me limpio las lágrimas y, al cabo de una honda aspiración, también hago de cuenta de que nunca existió mi arrebato. Hablo de las inclemencias del tiempo, de los estragos de la humedad en las articulaciones, de lo bien ubicado que está el geriátrico. De a poco Zelmira vuelve a mirarme.
“¿Te hiciste amigas?” pregunto cabeceando hacia el par de ancianas sentadas a nuestro lado. Una tiene la mirada estrábica; la otra, nos la clava.
“Iris, la señora que tengo a mi derecha, es muy interesante”, asegura, aunque Iris parezca la carcasa de una vida que se esfumó hace rato. Malvina, en cambio, hace honor a su nombre, “con esa sonrisita de costado, se la pasa pateándonos”.
Nos interrumpen los aplausos de una enfermera recordándole a los abuelos que después del “bufé” hay taller de manualidades, “vamos a hacer un adorno de navidad para el arbolito”. Debo ser la única que asiente en la sala. Le pregunto a Zelmira con quién pasa las fiestas. Su dedo índice repiquetea sobre la mesa, indicando que no se va a ninguna parte. Me vuelvo a ir de boca, no puedo evitarlo: “¿Querrías pasarlo con nosotros en casa?”.
Niega, tajante. Por dentro, siento alivio. Por fuera, insisto hasta el hartazgo; vamos a cocinar cosas ricas, por supuesto que va a estar mamá, es divertido porque mi cuñado se disfraza de papá Noel todos los años… Justo cuando pienso que Dios va a castigarme por ilusionarla, siento una patada. Zelmira le apunta con el dedo a Malvina. “¡Cortála, vieja guacha!”
A pesar del ultimátum, Malvina nos mira con su sonrisita de costado y dale con las patadas. Zelmira se le acerca con labios finitos y ojos inyectados de rabia. Tengo la sensación de que de un momento a otro se van a las manos y se rompen en pedazos.
“¿Y si vamos a dar una vuelta por el Botánico?”, propongo en un intento por calmar las aguas. Zelmira vuelve a refugiarse en su taza. Aunque hubiera un cardumen de pirañas bajo la mesa, me ignora a mí y a la vieja tira patadas. La tiene sin cuidado que le cuente que las veredas están cubiertas de flores de jacaranda, que no hay una sola nube en el cielo, que sopla un vientito agradable…
“Podemos sentarnos en un bar y pedirnos unos de esos cafés espumosos con corazones dibujados”, insisto viendo las migas de pan flotando en su taza.
“No quiero de salir”.
Le digo que esta vez zafa, pero que pronto voy a organizar una comida en lo de mamá, podemos decirles a sus hijos y también a Iris, su amiga carcaza.
“No creo que sea una buena idea. Ya me estoy acostumbrando a estar acá,” suelta con una sonrisa que, como la tostada, de milagro no se desarma. Quiero decirle que no tiene que acostumbrarse, pero en media hora debería estar en el Registro Civil haciendo mi bendito trámite. Propongo seguirla por Whatsapp hasta que vuelva a visitarla, “seguramente la próxima semana”, digo con los dedos cruzados. Zelmira no tiene celular. Tampoco mail, ni redes sociales. Niega cuando le pregunto si se lo robaron. También niega cuando le echo la culpa a sus hijos por no haberse ocupado.
“Yo misma quise desenchufarme”.
Noticias, música, películas, viejos amigos, cumpleaños… no me dan los dedos para enumerarle todas las ventajas de mantenerse conectada. “Los señores van a caer como moscas con esta foto de perfil”, aseguro apuntándole con mi celular. Zelmira se tapa la cara con las manos. De nada sirve que le diga que tengo un filtro que le va a dejar la piel lisa y el pelo negro azabache. Tampoco que puede armar playlists con la música que se le ocurra y que hablar por whatsapp es gratis. Zelmira dejó de creer en ratones que se convierten en pajes y calabazas en carruajes. Yo, en cambio, tengo la esperanza de que algún día descongelen a Walt Disney y coma perdices hasta empacharse. Apoyo mi espalda contra el respaldo de la silla de plástico, entregada. El sol se filtra por el vidrio esmerilado de la ventana y unas partículas de polvo nos orbitan como galaxias. De a poco Zelmira desentierra la cara de sus palmas y, con ojos cerrados, deja que los rayos la bañen. Un silencio triste nos abraza.
Una vez en la calle, el día vuelve a acelerarse hasta escupirme sobre un colchón, con un hijo de cada lado. Ya no tienen edad para que los duerma, pero en un abrir y cerrar de ojos, no vamos a entrar en esta cama. Les digo que es tarde, que mañana madrugamos aunque me río en la oscuridad escuchando sus diálogos, sus términos inventados, sus voces tan llenas de vida que me parece imposible que a los pocos minutos se acallen. Me gusta sentir sus respiraciones mecánicas. “Los corazones jóvenes son libres, el tiempo está de su lado”, dice Young Turks, una canción de Rod Stewart que me encanta. Me pregunto si será abrupto cuando la vida deje de sonreírles o si una sutil mueca de tristeza se les irá dibujando. Quisiera nunca enterarme, quisiera quedarnos para siempre bajo estas sábanas de corazones de colores estampados.
Me voy levantando de a partes para no despertarlos. Despliego movimientos lentos como en el Tai Chi. Mi cuerpo se apoya en la pierna derecha mientras la izquierda se levanta. Conservo el equilibrio arqueando la cintura y compensando con los brazos. Por primera vez soy consciente de todo lo que hace falta para deslizarse despacio por una cama, de lo que voy a extrañar estas retiradas silenciosas del cuarto. Una luna perfecta es testigo de mi hazaña.


Marina Macome

Marina Macome
Marina Macome
Nació el 21 de julio de 1975 en la ciudad de Buenos Aires. Es licenciada en Ciencias Políticas. Colaboró para el diario La Nación y publicó artículos y cuentos en The Independent, Página/ 12, Madera Berlín, Revista Desbandada, entre otras. En 2009, el sello Plaza&Janés, editó su primera novela, Los enredos de la Señorita Pacman y en el 2011 su relato Cubo de Rubik, participó en la Antología Verso Reverso. La Reina del hielo seco (2015) y Dicen que ves las estrellas (2021), son sus otras dos novelas, publicadas por Plaza&Janés.

Jo Jo Jo

Manejo un colectivo escolar repleto de niños. Sonreímos y...

La autopista

Estaba a punto de tener un ataque de pánico....

También te puede interesar

Plumas de quetzal

El calor es insoportable. El sol, en lo alto....

Siga el hilo

Si la Navidad es para la familia, empezamos  mal....

A un ladrido de la humanidad

Soy una de las pocas chicas que viaja a...

Medio centímetro de tristeza

Había una vez una princesa que fue a ver...