Rococó Tampu

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Son las manos suavecitas de un niño las que moldean el nuevo barro de las calles, las que agarran a la palometa y la ahogan de aire, las que sacuden los rulos morochos de su propia cabellera al sol quemante.  

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Le pusieron nombre pero Sami fue la que de verdad lo bautizó: Rococó Tampu, el guerrero espiritual. 

En el pueblo hay dos iglesias: la física y la inmaterial.

En el pueblo hay dos creencias y ausencia de Dios . 

– Serán los perjudicados los primeros que reciban los méritos a las puertas del cielo – dice el Padre. 

Sus pies sobre la tarima para no tocar el suelo humedecido por las napas, la tierra nutrida de mierda. Lo flanquean sus ayudantes, cara de contentos y ni enterados. 

Los labios ajados de los niños se rompen todo el tiempo cuando intentan sonreírles. Los de Samira, que ya no es niña aunque debería, también están rotos. Sangran cada vez que habla. 

– ¿Por qué en algo como el cielo siguen habiendo primeros y segundos? – y sangran más, después. Igual los golpes en la boca ya no le duelen. 

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Desde que él nació le gusta peinarlo, al nene más lindo del mundo. Se lo dice siempre:

– Debe ser de lo bueno que sos, que sos tan lindo – y lo distrae de las liendres que hacen nido en su cabeza. 

Cuando él se aburre del amor y vuelve a querer rascarse, aprovecha y le cuenta de las cosas, que son mejores que los cuentos.

– La Alta me dijo que hay un lugar donde es todo agua que siempre está fría – y sus manos se traban en una maraña de rulos. Se moja los dedos con saliva y quiere seguir peinándolo – Que es como bañarse pero de todo el cuerpo al mismo tiempo.

-Nadar – les dice su padre. 

– Algún día vamos a nadar – le promete ella más tarde, pintándose los labios con su sangre.  

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En el pueblo hay dos fés, les conté. Y una de ellas toma tributo.  

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La tarde que Samira desapareció, fue él quien se dio cuenta. También supo, sin que se lo digan, cuando la encontraron.

En su casa nadie lloró y todos las extrañaron. En silencio y escondido escuchó de los vecinos dónde había pasado todo y se escapó hasta el lugar. Sabe cómo llegar porque es donde apareció Kali.

¿O fue Guada?

Caminando, miró el barrio. Caminando, pensó el pueblo entero. 

La tierra seca se le mete entre los dedos cuando camina y hace que le pese levantarlos. El trecho no es tan largo pero el peso es cada vez más marcado. 

Hay dos árboles que marcan el monte del lugar. 

El trecho final es empinado y los pies descalzos se le resbalan en la grana cuando intenta apurarse. Tiene que asirse del tronco de un árbol para no desmayarse y es recién ahí cuando levanta la mirada, intentando tomar aire.  

Ve entonces el cuerpo de su hermana desarmado, las manos que sabían peinar, ahora rotas y mutiladas. 

Los labios blancos.

¿Samira es Samira con los labios blancos? 

Avanza un poco más y encuentra entonces las piernas, una detrás del árbol más viejo, más feo. La otra ahí, más cerca de él, enterrada en el barro. 

Se mira las manos. 

– Que hay animales que no tienen pieses me dijo también, no me acuerdo si la Alta o la Chela – y sin mirarlo, entendiendo que no entiende, le explicó: – que están todo el tiempo en ese agua. Y en el agua no se camina, Roco. No hace falta.

Se mira las manos y extiende una para tocar la pierna. 

– Llueve – dice su abuela del otro lado del pueblo.  

Y el agua cae pero parece que brotara, aparece como las cosas que simulan haber estado siempre; pero cae y vuelve masilla el paisaje duro del monte, masilla blanda que se resbala sobre sí misma, que no sostiene árboles ni casas, que se arrastra, que se tuerce y retuerce en torno a un eje. 

Los bucles le adornan la frente y le bailan sobre los hombros, en una elíptica sostenida que se mantiene contra el agua viva. 

Primero las escucha, pero no tarda en verlas. Vienen de lejos y aparecen de a muchas, dándole vida al neo raudal. 

Golpe, golpe, golpe y agua. Saltan hervidas de la lava transparente. 

– Que algunos de esos animales sin pieses hasta vuelan.

Parece que volaran. 

Atrapa una, que se deja atrapar. Quiere que respire su mismo aire, con olor a tierra y soledad. Y que lo sobreviva, como tiene que hacer él.

Sus manos chicas y mullidas se extienden sobre la cabeza del bicho. Se enlazan y danzan sus dedos y se pone en puntitas de pie. La panza distendida, sin saber si es aire o son gusanos y el pecho de palomita que se infla de coraje. 

Mira la palometa muerta a sus pies. Teme.  

– En el agua no se puede volar – decretó su padre.  

Gota, gota, gota y salto. Se lo come el río. Todo es Paraná. 

Monte que se desarma y pierde el horizonte. Casas iguales del FONAVI, casas distintas del Marshall, la iglesia, la plaza, el hospital y el quebracho.

Gota, gota, gota y giro. Se lo come el río. Todo es Paraná. 

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– Rococó Tampu, su nombre de guerra – escucho que dice alguien, en un pueblo igual.

– Rococó Tampu para la fé de un pueblo podrido y seco – le replica alguien más. 

Lara Ruiz
Lara Ruiz
Nacida en Mar del Plata en 1996, pasó gran parte de su infancia y primera adolescencia en Chaco. Volvió a su ciudad natal en 2008. Es médica, ávida lectora y novata escritora.

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