La primera navidad que yo no creí en Papá Noel, fuimos toda la familia a festejar a la playa. Eso nunca lo habíamos hecho.
Era increíble. Lo habíamos planificado muy de un día para el otro, idea de papá. Y a él nunca se le ocurren esas cosas, así que estábamos todos más felices que nunca jamás. Éramos todos: los cinco primos nuestros, nosotros cuatro, mamá, papá, tíos y abuelos.
El día era perfecto también. Digo perfecto porque en mi ciudad hace o muchísimo frío o muchísimo calor. Y esa tarde era entre frío y calor, o sea la mezcla ideal para pasarla bien sin morir de hipoternia (la palabra que me dijo mi mamá que yo no sabía) o de calor; tocá el tambor. Fuimos encima a la tardecita y el cielo estaba multicolor. En degrade.
Se notaba que los grandes se sentían medio medio. Ya los últimos tres de nosotros nos habíamos enterado de la gran mentira. Solo quedaba Juancito, el más peque de los nueve. Me daba una lástima que no te puedo explicar, ya nos habían agarrado a todos en varios momentos para que no nos mandemos la macana de buchonear, porque es muy chiquito todavía. Cuatro años tiene, un bebé… Pero yo digo, ¿con qué fin? Ellos (los grandes), no pueden entender lo rarísimo que nos sentimos. Los tres: yo, Feli y Joaco, que recién estamos enterados, esperando todos los años de la vida con una emoción distinta a todo lo demás, con la felicidad de que, a pesar de la escuela, del aburrimiento, de las peleas… hay un Papá Noel que vuela, que tiene su propio reino, que da regalos a los niños solo porque los ama. Imaginate.
Pero claro, los adultos nunca llegan a acordarse de su cerebro de niños. Es como si, ¡PUM!, de la nada son grandes y ya se olvidaron.
No quiero vivir sin la magia. Me muero. Me aburro. ¿Y la gracia?
Vuelvo. En la playa, todo era perfecto, porque a los adultos, mentirosos, les dimos lástima y querían como “hacer el día mágico para que vean que puede ser lindo sin que exista Papá Noel”. Pero también estaba el nene, con el que teníamos que tener todo el cuidado del mundo, para que esté metido en la farsa y sea feliz, siendo el niño que era. Después, el apoyo que debe tener para el trauma cuando se entere, te la regalo. Ni los papás se hacen cargo.
Comimos algo más sencillo que lo típico: sanguchitos de miga de sabores especiales, con roquefort, huevo, aceitunas, jamón crudo, pavita. Escribo con detalle porque sueño con ser escritora. El cielo se pintaba cada vez más oscuro, hasta quedar negro y lleno de estrellas. A las doce, todos nos abrazamos, dimos besos en el cachete y reímos. Los fuegos artificiales se vieron como nunca, con sus colores y gigantismo impresionantes. Había un silencio muy grande que era porque no había nadie más que nosotros, y estábamos callados, estupefactos, observando el impactante espectáculo.
Yo lo veía a Juancito, todo petiso, sin ni un gramo de felicidad. No sonreía en ningún caso. No había caso. Lo alzaba papá, diciéndole: ¿Te gustan los fueguines?; mamá, pendiente de él a cada minuto; los abuelos sonriéndole como si le tuvieran una lástima que no me gustaba notar. Una pena mejor dicho. Él, todo peinadito, con el pelo corto, se notaba tristón. Yo fui y me acerqué a él, porque tenía encargado ir a esconderlo para que pudiéramos organizar los regalos de sorpresa.
—Juancito, vamos para allá, que me pareció ver una luz muy fuerte que debe ser Papá Noel— que era el truco barato que nos usaban siempre los adultos. Pero él se me quedó mirando estupefacto, con cara de: “sos boluda”. Se lo volví a repetir, y nada.
—¿Qué pasa, Juan? — le pregunté, confundida. Y me dice algo que me dejó congelada: —Es que, Cocó, ¿para qué me decís si el tal Papá Noel ese no existe? —. Y claro, yo como una naba no había entendido las señales de que él estaba tristón porque sentía que todos se burlaban de él. Como saben, a los más chiquitos no les gusta que se los trate de juguetes bobos. Tenía toda la razón. Lo abracé y lloré muchísimo. No podía parar de llorar.
Pero él, quieto como una piedra del mar. Me abrazó, me dio un beso en el cachete y se fue, así como si nada, corriendo al fogón que habían recién hecho los adultos. Yo me quedé mirándolos desde lo lejos, sin llegar a enterarme si los adultos se quedaron creyendo, los muy boludos, si su plan de farsa había tenido éxito o no.
Y me quedé pensando que Juan tenía razón al no angustiarse. Porque quizás la vida era eso, vivir momentos mágicos para después acordarse y tenerlos como un libro de tesoros que se puede abrir para hacer que cobren vida.
Y quizás la magia, sin Papá Noel, sí era de verdad.
Ahí estaban todos, alrededor del fuego, abrazados, juntitos, tomando y comiendo, abriendo los regalos. A lo lejos, me llamaban todos a los gritos, COCÓ, VENÍ, COCÓ, DÓNDE ESTÁS, COCÓ. Fui corriendo saltando para allá y de pronto ya no estaba llorando más.
Hoy, día después de Navidad, mamá me dijo lo que significaba “la nostalgia”. No sé si entendí bien, pero sí me hizo tener inspiración para escribir este recuerdo, otro más para mi álbum de tesoros que titulé: “la nostalgia de pasados de magia”.
Catalina Maniago

