La verdad es que por Achával nadie daba dos mangos. Y si terminó atajando para nosotros en el Desafío Final que armamos contra 5º 1a en marzo del 86 fue porque se sumó una cantidad descomunal de casualidades, de situaciones y de contingencias que, si no se hubiese dado, habría hecho imposible que Achával terminase donde terminó, es decir, defendiendo nuestro honor debajo de los tres palos.
Cuando lo conocí, en 1º 2a, pensé: “Este tipo tiene cara de otario”. Pero me dije que no tenía que ser tan mal bicho como para juzgar a alguien simplemente por la cara, de modo que me obligué a darle una oportunidad. Jugamos contra 1º 1a por primera vez en mayo de 1981. Apenas nos conocíamos, y Cachito —que iba a terminar atajando durante toda la secundaria— todavía se daba aires de mediocampista y se negaba a ir al arco. Por eso no tuvimos mejor idea que decirle a Achával. Error de pibes, claro. Porque cuando hacíamos gimnasia el tipo ya nos había demostrado que era un paquete que no servía ni para una carrera de embolsados. Pero en el apurón de juntar los once para el desafío, y ante la evidencia cruel, el viernes a la tarde, de que éramos diez y de que el resto de la división eran mujeres y ninguno de los diez quería ir al arco, Perico lo encaró y le dijo que teníamos un partido el sábado y que si quería podía jugar de arquero. El otro aceptó encantado, y yo pensé: “Bárbaro, un problema menos”.
El asunto fue en la mañana del sábado. Cuando lo vi llegar se me bajaron los colores. Se había puesto una chomba blanca, un short con bolsillos, unas medias de toalla hasta la mitad de la pantorrilla y zapatillas blancas. Me quise morir. Un tipo que te viene a jugar al fútbol vestido de tenista es un augurio de catástrofe. Mientras nos calzábamos los botines detrás del arco el fulano se mandó para la cancha. Se paró bajo el arco y lo miró con curiosidad, como si fuese la primera vez en su vida que veía un artefacto como ése. Los chicos que estaban peloteando cerca le tiraron un pase. Esperó con las manos a la espalda, como un alumno aplicado. Que un tipo te venga a jugar en chomba blanca es delicado. Pero que espere el balón con las manos cándidamente cruzadas a la espalda se parece a una tragedia. Supongo que mi cara dejaba traslucir el espanto, porque Agustín me codeó y trató de tranquilizarme: “Andá a saber, capaz que al arco el tipo es una fiera”. Pero ni él se lo creía. No hace falta que diga que cuando la pelota le llegó hasta los pies la devolvió sin intentar siquiera el más modesto de los jueguitos. Y le pegó de puntín, sin flexionar la rodilla. “Dios santo”, pensé. Pero era tarde.
Cuando empezó el partido salimos todos como salvajes contra el arco de ellos. Pavadas que uno hace a los trece años, qué se le va a hacer. Nos esperaron, nos aguantaron, y a los diez minutos nos tiraron un contraataque que parecía el desembarco en Normandía.
Cuando los vi disparando hacia nuestro arco, con pelota dominada, cuatro tipos contra Pipino, que era el único juicioso que se había parado de último, dije: “Sonamos”. Pero guarda, que ellos también tenían trece, y cada uno estaba dispuesto a hacer el gol de su vida. De manera que el petisito Urruti, que jugaba de siete, en lugar de tocar al medio, lo pasó a Pipino por afuera y se jugó la personal. La pelota se le fue larga, pero Achával seguía clavado a la línea como si fuera un arquero de metegol. La verdad es que viéndolo así, alto, tieso, con las piernas juntas, lo único que le faltaba era la varilla de acero a la altura de los hombros. Cuando el petisito le pateó tuve un atisbo de esperanza. La pelota salió flojita, a media altura. Fácil para cualquier tipo que tuviera la mínima idea de cómo se juega a este deporte. Pero se ve que Achával no era el caso. Porque en lugar de abrir sencillamente los brazos y embolsar la pelota se tiró hacia adelante, como para cortarle el paso al balón en el camino. Pobre, supongo que habría visto alguna vez un partido por la tele y pretendía que lo tomásemos en serio. Lo doloroso fue que calculó tan horriblemente mal la trayectoria que la pelota, en lugar de terminar en sus brazos, le pegó en el hombro izquierdo, se elevó apenas y entró en el arco a los saltitos. En lo personal hubiera deseado insultarlo en cuatro idiomas y dieciséis dialectos, pero como no había nadie dispuesto a tomar su puesto en la valla me mordí los labios y volvimos a sacar del medio.
El segundo gol fue, sin dudas, más pavo que el primero. Un tiro libre más o menos desde Alaska. Pipino la dejó pasar al grito de “Tuya, arquero”, porque el delantero más cercano estaba fácil a diez metros de la pelota. Pero Achával no estaba listo para semejante momento. No atinó a agachar su metro ochenta y cuatro para tomar la pelota con las manos. Intentó un despeje con la pierna derecha. Y pasó lo que tenía que pasar cuando el tipo que intenta pegarle de derecha te viene a jugar un desafío con medias tres cuartos de toalla blancas y zapatillas de tenis: le pifió, la pelota le pegó en la pierna izquierda y siguió el camino de la gloria. Riganti —el que había pateado— tuvo al menos la honestidad de no gritarlo. Yo ya tenía tal calentura que para no insultar a Achával estaba masticando mis propios dientes como chicles.
Cuando los de 1º la vieron el paquete que teníamos al arco decidieron aprovechar el festival hasta las últimas consecuencias. Pateaban desde cualquier lado, y si nos comimos solamente siete fue porque Agustín y Chirola terminaron jugando pegados uno a cada palo y sacando pelota tras pelota de la propia línea. El tercero y el cuarto fueron casi normales. En el quinto había pateado Zamora. La pelota fue al pecho de Achával, quien, dispuesto a complicar todo lo complicable, dejó que el balón le rebotase y le quedara servida a Florentino. En el sexto gol Achával quiso experimentar en su propia piel qué sentía un arquero al despejar un centro con los puños. Fue casi un milagro: logró que sus puños se encontraran con la pelota en el aire. Lástima que el puñetazo lo dio sobre su propio arco, y tan bien colocado que lo sobró a Chirola, que estaba cuidándole el primer palo.
Perder 7 a 3 en nuestro primer desafío fue traumático para nuestros tiernos corazones adolescentes. Pero por lo menos sacamos dos conclusiones importantes: Cachito renunció a sus aspiraciones de ocho gambeteador y se resignó a vivir el resto de la secundaria bajo los tres palos. Y a Achával no volvimos a llamarlo en la perra vida para jugar los desafíos. Quedamos con diez, pero gracias a Dios lo solucionamos rápido. En junio nos cayó Dicroza directamente de los cielos. Le habían dado el pase del ENET para no echarlo. Creo que no hubo un solo año en el que el tipo terminase con menos de veinte amonestaciones. Pero su espíritu belicoso —que según el rector García lo convertía en un individuo “totalmente indisciplinado”— bien orientado por el plantel, bien contenido, bien guiado hacia las pantorrillas de los contrarios, era algo así como una espada de justicia que disuadía a los rivales de peligrosas osadías.
De manera que el debut y despedida de Achával se había producido en mayo de 1981. Y así hubiesen quedado las cosas de no ser porque el pelotudo de Pipino tiene más boca que cerebro. Nos recibimos en diciembre del 85, con una estadística preciosa. Verdaderamente una pinturita. Treinta y dos ganados, seis empatados, dieciocho perdidos. Por supuesto que ésa era la estadística general, de primero a quinto. Pero los parciales también nos fueron favorables. Empezamos quinto año sabiendo que 5º 1a no podía alcanzar a nuestro 5º 2a, salvo que jugásemos doce mil partidos en el año. Igual mantuvimos la distancia. Jugamos ocho, ganamos cuatro y empatamos uno. ¿Qué más podíamos pedirle a la vida? Nada, absolutamente nada. Cuando nos dieron los diplomas colgamos una banderita en el salón de actos. Me dijeron que García, el rector, preguntó qué eran esos números, “32-6-18”, en tinta roja, imitando sangre. Pero ninguno de los del palco sabía una pepa del asunto. Los que sí sabían eran, lógicamente, los de 5º 1a, que sufrieron como viudas toda la ceremonia y que intentaron vanamente quemarnos la insignia una vez iniciada la desconcentración, cuando los invitados se encaminaron hacia el gimnasio para el brindis.
De manera que listo, la vida ya estaba completa. Pero no: va el imbécil de Pipino y se encuentra en Villa Gesell con Riganti y con Zamora, dos de nuestros archienemigos, y los otros lo hacen calentar con que somos una manga de fríos y que por qué no jugamos un Desafío Final a la vuelta de las vacaciones, para “terminar de definir quién era quién en la promoción 85”. Y el inocente, el idiota, el boludo de Pipino, en la calentura del momento les dice que sí, que no hay problema. ¿Puede alguien ser tan inútil? Bueno, sí, Pipino puede.
Cuando en febrero empezamos a contactarnos con la idea de seguir jugando juntos, Pipino se vino con la novedad del desafío que había pactado. Chirola se lo hizo repetir varias veces, para asegurarse de haber escuchado correctamente. Después tuvimos que agarrarlo entre cuatro porque lo quería moler a golpes, pero la cosa no pasó a mayores. Agustín y Matute dijeron que ellos no iban a agarrar viaje, ni a arriesgar un prestigio bien ganado a lo largo de todo un lustro, porque cualquier estúpido se fuera de boca hablando con el enemigo.
Pero códigos son códigos, qué se le va a hacer. De manera que cuando se nos pasó la bronca del momento nos dimos cuenta de que no había escapatoria. Agustín insistió todavía con alguna protesta. Nos dijo que pensáramos en el bochorno y en el lugar en el que nos íbamos a tener que meter la bandera si nos ganaban justo ese partido. Nos llamó la atención sobre que el último año del colegio había venido bastante parejo, que nos habían ganado tres de ocho, y que el riesgo de que nos acostaran era grande. Que se hiciera cargo el imbécil de Pipino, a fin de cuentas. Tenía razón. Seguro que tenía razón. Pero ahí habló Pipí Dicroza, nuestro zaguero sanguinario, y dijo que si vos tenés un perro y tu perro muerde a una vieja que pasa por la vereda, al veterinario lo tenés que garpar vos, porque no podés hacerte el otario si el perro es tuyo. Y después lo miró a Pipino, como para que no nos quedaran dudas de la alegoría. Ahí no quedó margen para seguir discutiendo. Había que jugarlo. Jugarlo y punto.
Pero nuestras dificultades recién empezaban. Cuando nos juntamos el sábado siguiente a patear en el colegio, faltaban Rubén, Cachito y Beto. Los esperamos un buen rato, y al final lo encaramos a Pipino, que para expiar parte de su pecado había quedado encargado de convocar a los que faltaban. Con un hilo de voz, muy pálido, nos dijo simplemente que eran “clase 67”. Algunos no entendieron, pero a mí se me heló la sangre. Recorrí las caras que tenía alrededor. Todos eran del 68, menos Dicroza, que se había salvado por número bajo. Así que teníamos a tres jugadores haciendo la colimba. Maravilloso, definitivamente maravilloso.
Agustín trató de mantenerse sereno, preguntándole a Pipino si sabía dónde estaban destinados. Ahí Pipino se aflojó un poco. Evidentemente tenía alguna buena noticia al respecto. Con una sonrisa, nos dijo que Beto y Rubén la estaban haciendo en el distrito San Martín, porque el tío los había acomodado y salían cuando querían. A mí me preocupó un poco que después se quedara callado, porque de Cachito no había dicho nada. Agustín lo interrogó al respecto, sin perder la calma. El otro respondió en un murmullo, tan bajito que tuvimos que pedirle que lo repitiera. “Río Gallegos”, suspiró. Eso fue todo. Nos sepultó la sombra del silencio. Jugarles un Desafío Final y darles a esos turros la posibilidad de puentear la estadística y abrazar la gloria era un desatino. Pero jugarles sin Cachito al arco era como ponernos un revólver en la sien nosotros mismos. Yo me quise morir. Chirola, en cambio, aprovechó la distracción del resto para ponerle una buena mano a Pipino como un modo de sacudirse la angustia. Pero hasta él sabía que de ese modo tampoco arreglaba nada.
De manera que terminamos por tirarnos bajo los árboles a rumiar las peripecias de nuestro plantel, hasta que alguien tuvo la hombría de sumar dos más dos, pensar en voz alta y decir que íbamos a tener que llamarlo a Achával, porque era el único varón disponible. El Tano preguntó si no era preferible jugar con diez, pero Agustín, que es un estudioso, nos dijo que no valía la pena, porque la cancha medía como ciento cinco metros por setenta y pico, y que en semejante pampa un jugador menos se notaba demasiado. “Un jugador ya sé, pero Achával…”, el Tano sacudía la cabeza sin convicción.
Nos pasamos cuarenta y cinco minutos discutiendo en qué puesto ponerlo. Finalmente consideramos que el sitio menos peligroso era ubicarlo delante de la línea de cuatro, como para tapar un poco el aire a la salida del círculo central. A lo mejor era capaz de obedecer un par de órdenes concretas, al estilo de “No te le despegués al cinco” o “Pegale al diez bien lejos del área”. A lo mejor algo había aprendido en esos años.
Lo que no fuimos capaces de calcular era que el punto ese se viniera con exigencias al momento de la convocatoria. Cuando lo llamó Agustín le dijo que sí, que se prendía encantado, pero al arco. Agustín no estaba listo para eso. Y cuando insistió, el otro volvió a retrucarle que no tenía problema en asistir, pero que jugaba sí o sí al arco, que era “su puesto natural”. Cuando Agustín nos contó me acuerdo que Pipí Dicroza se agarraba el pelo con las dos manos y se reía como loco, pero de los nervios. “¿Cómo que el puesto natural? ¿Se le fundieron los tapones al boludo ese?” Yo pensé que tal vez era una venganza, una cosa así. Al tipo nunca lo habíamos convocado en toda la secundaria, y ahora nos tenía en el puño. Se iba a dejar hacer los goles como un modo de castigarnos. Así que me fui hasta la casa a encararlo.
Pero cuando me abrió la puerta me desbarató las intenciones. Salió a darme un abrazo con cara de Virgen María. Estaba chocho. No me dejó ni empezar a hablar, y de movida me informó que se había ido esa misma mañana a comprar guantes y medias de fútbol. Que durante la semana estaba trabajando en Cañuelas en el campito de unos tíos, pero que me quedara tranquilo porque ya había pedido permiso, y el sábado iba a salir de madrugada para llegar cómodo a su casa, descansar un rato y venirse después de comer para el partido. Y cuando me invitó a pasar y tomar unos mates a mí se me había atravesado como una angustia terrible, de pensar cómo carajo le decía a este tipo que lo íbamos a poner de tapón en el mediocampo para que no estorbara. Mientras la pava silbaba me dediqué a mirarlo. Estaba igual que a los trece. Altísimo. Flaquísimo. Con las patitas enclenques y un poco chuecas. La espalda angosta y los brazos largos. Capaz que para el béisbol prometía, qué se yo. Pero lo que era para ponerlo al arco en el Desafío Final contra 5º 1a, ni mamados. No había modo. Pero ahí se volvió a mirarme con una sonrisa de angelito y me dijo: “Ya sé que cuando jugué con ustedes en primer año los hice perder, pero quedate tranquilo. Esperé demasiado tiempo una oportunidad como ésta, y no los voy a hacer quedar mal”.
Si me faltaba algo para terminar de sentirme el tipo más hijo de mil puta sobre el planeta Tierra era eso. Al mono ese lo habíamos colgado hacía cinco años. Nunca jamás lo habíamos llamado para jugar, por perro. Y en lugar de estar tramando una venganza de Padre y Señor Nuestro, el tipo lo único que pretendía era no defraudar a sus compañeros de 5º 2a con un nuevo fracaso.
¿Qué iba a hacer? Me paré, le di un abrazo y le dije que estuviese tranquilo, que sabíamos que no nos iba a fallar. Cuando me acompañaba hasta el portoncito del frente le pregunté, como al pasar, si en estos años había estado jugando en algún lado. Me dijo, con el mismo rostro de beatitud infinita, que no, que en realidad su último partido de fútbol había sido ése, porque el médico le había recomendado que se dedicara a correr y él le había hecho caso.
Cuando me tomé el colectivo para casa pensé que estábamos perdidos. Íbamos a jugar un partido inútil contra nuestros rivales de sangre. Sin necesidad, simplemente porque el Pipino era un imbécil bravucón. Íbamos a jugarlo sin Cachito al arco, porque estaba haciendo la colimba en Río Gallegos. Íbamos a poner al arco a un fulano que no la veía ni cuadrada y que durante los últimos cinco años se había dedicado a maratonista. Y yo era el estúpido que tenía que decírselo a los muchachos.
Cuando nos encontramos para entrenarnos el jueves a la tarde, hice lo único que correspondía hacer en semejante situación. Les mentí como un cochino. Les dije que estábamos totalmente a cubierto, que Achával era una fiera bajo los tres palos, que el tipo se la había jugado de callado todos estos años pero que había llegado hasta la quinta división de Ferro y que estaba esperando club. Paro acá porque me da vergüenza escribir todas las mentiras que dije en ese momento. Para peor las dije tan bonitas, o los muchachos estaban tan necesitados de escuchar buenas noticias, que se abrazaban, saltaban, cantaban cantitos de cancha. Estaban chochos. Alguno hasta comentó como un buen augurio el hecho de que Cachito estuviera haciendo la colimba en el culo del mundo. Yo los dejé. ¿Para qué les iba a amargar la vida? Si bastante se la iban a amargar el sábado a la tarde.
El día señalado estuvimos temprano, después de comer. Pasé lista a las dos y media y estaban todos excepto nuestra nueva estrella. Con los de 5º 1a nos saludamos de lejos. Parece mentira, cinco años en el mismo colegio y había tipos de los que nos sabíamos sólo los apellidos. Pero, qué se le va a hacer, cosas de la guerra.
Cuando llegó Achával, cerca de las tres, hubo un momento de cierta tensión. Los muchachos se pusieron de pie y le estrecharon la mano. Supongo que cuando lo vieron, con la misma pinta de poste de alumbrado de toda la vida, sospecharon que el asunto de la quinta división de Ferro era un invento. Igual fueron cordiales. El que estaba raro era Achával. Les sonrió a todos, es cierto. Pero estaba muy pálido, y nos miraba atento y a la vez distante, como si nos viese a través de un vidrio. “El tipo debe estar más nervioso que nosotros”, pensé. De reojo, vi que los de 5º 1a lo habían localizado, y los más memoriosos debían estar recordándoles a los otros las virtudes arquerísticas de nuestro crack recién recuperado. Tuve un momento de zozobra cuando Achával se sacó la campera y los pantalones largos de gimnasia. Pero cuando lo vi me volvió el alma al cuerpo. Buzo verde y amplio, medio gastado. Pantaloncito corto pero sin bolsillos. Medias de fútbol. Zapatillas bien caminadas. “Arrancamos mejor que la vez pasada”, festejé para mis adentros.
Cuando empezó el partido se notó que los tipos esos de 5º 1a estaban dispuestos a lavar sus desdichas de cinco años en noventa minutos. Se lanzaron a correr como galgos hambrientos. Ponían pierna fuerte hasta en los saques de arco. Se gritaban unos a otros para mantenerse alertas y no mandarse chambonadas. Y nosotros… ¡ay, nosotros! Parece mentira cómo diez tipos que se han pasado la vida jugando juntos, que se saben todas las mañas y todos los gestos, que tocan de memoria porque se conocen hasta las pestañas, pueden convertirse en semejante manga de pelotudos en un momento como ése. Fueron los nervios. Por más que tratásemos de no pensar, la idea se te imponía, me cacho. Les ganaste treinta y dos veces, pero si te ganan ésta, sonaste. Y no importa que Pipino sea un enfermo. Es de los tuyos y arregló el desafío. Así que si perdés, fuiste para toda la cosecha. Como cuando estás en el picado y algún iluminado de tu equipo, que va ganando por diecisiete goles, no tiene mejor idea que decir, para animar el asunto, la maldita frase “El que hace el gol gana”. ¿Pueden existir semejantes otarios? Existen. Juro que existen. Bueno, el Pipino había sido una especie de monumento al idiota de esa categoría. Y yo no me lo podía sacar de la cabeza, y supongo que los demás tampoco. Porque si no, no se explica que hayamos arrancado jugando tan, pero tan, pero tan como los mil demonios. No dábamos dos pases seguidos. Hasta los laterales los sacábamos a dividir, y perdíamos todos los rebotes. Dicroza, sin ir más lejos, estaba hecho una señorita dulce y temerosa, una bailarina clásica, mal rayo lo parta.
A los cinco minutos del primer tiempo yo ya estaba mirando el reloj. A los siete, ellos se acercaron por primera vez seriamente al área. Se armó un entrevero apenitas afuera de la medialuna. Zamora la calzó con derecha, de sobrepique, y la bola salió como si le hubiese dado con una bazuca.
Yo recé. La pelota pegó en el travesaño y picó apenas afuera. Achával, que algo hubiera debido tener que ver en el asunto, la miraba como si se tratase de un objeto extraño y hostil, difícil de catalogar, que atravesaba el aire a su alrededor. Despejó Chirola con lo último de lo último. Cuando iba a venir el córner me acordé del despeje con los puños que Achával había perpetrado en 1981 y sentí profundos deseos de llorar. No sabía si cavar una trinchera, llamar a la policía o retirar al equipo. Daba lo mismo. Ellos lanzaron un centro precioso, al primer palo, para que la peinara Reinoso y la mandara para alguno de los altos en el segundo. Para cualquier arquero era un balón complicado. Para Achával era imposible. Cerré los ojos.
Cuando los abrí, el área se estaba vaciando de gente. Chirola pedía por derecha y Agustín por izquierda. Ellos volvían de espaldas a su propio arco. Y ahí, en el borde del área chica, con la pelota bajo un brazo, las piernas apenas abiertas, el chicle en la boca, la mirada altiva, estaba Juan Carlos Achával. El amor de Dios es infinito, pensé. Nacimos de nuevo.
Lástima que el asunto recién empezaba. Supongo que todas las chambonadas que no cometimos en cinco años de secundario estábamos decididos a llevarlas a la práctica en esa tarde miserable. A los veinte les dejamos libre el camino para el contraataque y quedó Pantani cara a cara con Achával. Encima ese Pantani es más frío que una merluza. En lugar de patear al voleo lo midió, le amagó y se tiró a pasarlo por la derecha. Lo escribo y todavía no me lo creo. Achával, con su metro ochenta y pico a cuestas, estuvo en el piso en una fracción de segundo, hecho un ovillo en torno de la pelota. Ahí los nuestros sí que le gritaron. Y el tipo, cuando se levantó, estaba radiante. Era como si cada cosa que le salía derecha le fortaleciera las tripas, porque de a poco se soltaba en los movimientos y le volvían los colores a la cara. Cuando a los treinta minutos se colgó del aire y sacó al córner, con mano cambiada, un tiro libre de González, yo ya casi no me extrañé. Era como si simplemente lo hubiese estado esperando. Como cuando tenés fe ciega en tu arquero. Como en los mejores días de Cachito. Y al terminar el primer tiempo, cuando le tapó otro mano a mano al nueve de ellos, yo mismo, que soy más callado que una planta, me encontré felicitándolo a los alaridos.
Cuando a los tres minutos del segundo tiempo le sacó un cabezazo a quemarropa a Zamora mientras los otros malparidos ya gritaban el gol, yo me dije: “Hoy ganamos”. Esas cosas del fútbol. Cuando te revientan a pelotazos durante todo un partido y no te embocan, por algo es. A la primera de cambio los vacunás. Dicho y hecho. Por supuesto que no fue un golazo. Con la tarde de mierda que teníamos todos, como para andar convirtiendo goles inolvidables. Fue a la salida de un córner, en medio de un revoleo descomunal de patas. Le pegó Pipino, se desvió en uno de los centrales, pegó en el palo y entró pidiendo permiso. Por supuesto que lo gritamos como si hubiese sido el gol del milenio. La bronca que tenían esos tipos no se puede explicar con palabras. Pero guarda: estaban recalientes pero no desesperados. Faltaban treinta y cinco minutos. Y si nos habían metido diez situaciones de gol hasta ese momento, calculaban que cuatro o cinco más iban a tener de ahí en adelante.
Se equivocaron, pero porque se quedaron cortos. Yo conté catorce. Y paré ahí porque no quería saber más nada, aunque deben haber sido como veinte en total. Nosotros nos metimos atrás como si fuéramos Chaco For Ever ganando uno a cero en el Maracaná. De giles, qué se le va a hacer. Pero el asunto es que con esa táctica lo único que logramos fue cortar clavos como beduinos. Nuestro delantero de punta estaba parado a la salida del círculo central, pero del lado nuestro. A la cancha faltaba ponerle una de esas señales de tránsito negras y amarillas, con el autito por la subida, para indicar que el pasto estaba en pendiente pronunciada contra nuestro arco. La revoleábamos de punta y a los cielos, y a los veinte segundos la teníamos de nuevo quemándonos las patas.
Menos mal que estaba Achával. Sí. Aunque parezca increíble. En medio de semejante naufragio, el único tipo que tenía la cabeza fría y los reflejos bien puestos era él. Se cansó de tapar pelotas, de gritar ordenando a la línea de cuatro, de calentar a los delanteros de ellos para hacerles perder la paciencia. Vos lo veías esa tarde y parecía que el tipo había nacido en el área chica, debajo de los tres palos. A los quince del segundo cacheteó una pelota por encima del travesaño que a cualquier otro, incluso a Cachito, se le hubiese metido. A los veintidós cortó un centro abajo cuando entraban cuatro fulanos de 5º 1a para mandarla a guardar, y sin dar rebote. A los treinta se lanzó como una anguila para sacar un puntinazo que se metía en el rincón derecho contra el piso. Más le tiraban y el tipo más se agrandaba. Le llovían los centros y Achával los descolgaba como si fueran nísperos.
Nunca en la perra vida vi a un tipo atajar lo que esa tarde le vi atajar a Juan Carlos Achával. La cara se le había transformado. Estaba rojo de la alegría, de la tensión y de la manija que le dábamos nosotros con nuestro aliento. Gritábamos sus tapadas como si fueran goles. Estábamos en sus manos enguantadas, y el tipo lo sabía. Lo malo era que no lo ayudábamos para nada. Lo único que hacíamos era pegotearnos contra el área y hacer tiempo en cada ocasión que teníamos. Pero el reloj parecía de goma.
A los treinta y cinco yo sentía que íbamos por el minuto ciento quince. Me acuerdo de que iba justo ese tiempo porque Agustín acababa de gritarme que faltaban diez, que parásemos la pelota en el mediocampo. Pero no tuve ni tiempo de contestarle porque lo que vi me dejó helado. El nueve de ellos acababa de pasar a los dos centrales y estaba entrando al área recto al arco. Por primera vez en la tarde, Achával, aunque le achicó bien, erró el zarpazo cuando el otro se tiró a gambetearlo. Estábamos listos, porque el petiso acababa de dejar a nuestro arquero en el piso a sus espaldas. Supongo que Urruti (el mismo que le había embocado el primer gol en aquella jornada fatal del 7 a 3) debe estar todavía el día de hoy preguntándose qué cuernos pasó que terminó pateando el aire en el lugar en que debía estar la pelota. Seguro que no vio (no pudo ver, porque nadie pudo verlo) la manera en que Achával se incorporó y desde atrás se tiró como una lanza, con el brazo arqueado por delante de los pies del otro, para tocarle apenitas la bola hacia el costado, sin rozar siquiera el pie del delantero. Poesía. Esa tarde Achával fue poesía.
Después de esa jugada pareció como si el partido hubiese terminado. En los minutos siguientes se jugó muy trabado en el mediocampo, pero ellos no volvieron a posiciones de peligro. Era como si pensaran que si no habían hecho ese gol, no podían hacer ninguno. Supongo que nosotros también nos relajamos, porque de lo contrario no puede entenderse el córner estúpido que les regalamos cuando faltaban dos minutos. Zamora lo tiró bien, el muy turro. Podrido como estaba de que Achával le descolgara todos los centros, esta vez lo lanzó muy pasado y muy abierto. Nosotros, que, como ya expliqué, no parábamos ni a un caracol anciano, la miramos pasar por arriba con expresión de vacas. Lo terrible fue que del otro lado la estaba esperando Rivero, el arquero de ellos, parado en posición de diez, un metro afuera del área. Yo supongo que si lo ponés a Rivero a pegarle setecientas veces a un centro que baja así de pasado, trescientas veces le pifia al balón y las otras cuatrocientas la cuelga de los árboles. Pero esta vez el muy mal parido la calzó como venía y la escupió abajo contra el palo derecho. Ya dije que Achával era lungo, flaco y torpe. Pero la mancha verde de su buzo pegándose a la tierra me indicó que iba a llegar también a ésa. La pelota traía tanta fuerza que, después de rebotar contra las manos de Achával, volvió al centro del área. Cuando González, el maldito que mejor le pegaba de los veintidós presentes, pateó como venía con la cara interna del pie zurdo hacia el palo izquierdo del arco nuestro, necesariamente estábamos fritos. Por más que Achával estuviese en una tarde de epopeya, no podía levantarse en un cuarto de segundo junto al palo derecho y volar al ángulo superior izquierdo para bajar semejante bólido.
Gracias a Dios, esta vez no cerré los ojos. Porque lo que vi, estoy seguro, será uno de los cinco o seis mejores recuerdos que pienso llevarme a la tumba. Primero la bola, sólo la bola, subiendo hacia el ángulo. Pero enseguida, por detrás de esa imagen, un tipo lanzado en diagonal, con los brazos todavía pegados a los lados del cuerpo para mejorar la fuerza del impulso. Después, los brazos abriéndose como las alas de una mariposa volando con un buzo verde, las manos enguantadas describiendo dos semicírculos perfectos, armónicos, exactos. Y al final dos manos al frente del vuelo, encontrándose entre sí y con una bala brillante y blanca, que de pronto cambia de rumbo y se pierde veinte centímetros por encima del ángulo del arco.
Cuando terminó, lo primero que quise hacer fue ir a encontrarme con Achával. No fui el único. Todos tuvimos la misma idea al mismo tiempo. Lo rodeamos cuando se estaba sacando los guantes al lado del palo y lo levantamos en andas como si acabase de hacer un gol de campeonato. Achával nos sonreía desde su modesto Olimpo y se dejaba llevar.
Cuando se liberó de los últimos abrazos, me acerqué para saludarlo cara a cara. No sabía bien qué iba a decirle, pero le quería pedir perdón por haberlo borrado todo ese tiempo, por haber sido tan pendejo de no ofrecerle otra oportunidad después de aquel debut de catástrofe. Cuando le tendí la mano y me largué a hablar, me cortó en seco con una sonrisa: “No tenés de qué disculparte, Dany. Está todo perfecto”. Y cuando insistí, me repitió: “Quedate tranquilo, Daniel, en serio. Yo quería esto. Gracias por invitarme”.
Le pedimos cincuenta veces que se quedara con nosotros a tomar unas cervezas, pero dijo que tenía que rajarse enseguida para Cañuelas. Le dijimos que no, que no podía, porque a la noche habíamos quedado en la pizzería de la estación con las chicas del curso para salir todos juntos. Volvió a sonreír. Nos dio un beso y se despidió con un “Bueno, cualquier cosa después los veo”, pero a mí me sonó a que no pensaba pintar por la pizzería ese sábado a la noche.
Llegué a casa como a las siete, con el tiempo justo para comer algo, pegarme un buen baño, vestirme y volver a salir, porque habíamos quedado en encontrarnos a las nueve. Pasé por lo de Gustavo y después nos fuimos los dos hasta lo de Chirola. A una cuadra de la pizzería vimos que Alejandra y Carolina venían caminando para el lado nuestro.
Cuando estuvieron cerca nos quedamos de una pieza: las dos venían llorando a mares. Gustavo les preguntó qué pasaba.
—¿Cómo…? ¿No saben nada? —La voz de Alejandra sonaba extraña en medio de los sollozos. Nuestras caras de sorpresa significaban que no teníamos ni la más remota idea—. Juan Carlos… Juan Carlos Achával… se mató en un accidente en la ruta 3, viniendo para acá.
Yo sentí que acababan de pegarme un martillazo encima de la ceja.
—¿Cómo viniendo? Yendo para Cañuelas, querrás decir… —en medio de mi espanto escuchaba la voz de Gustavo.
—No, nene —Carolina siempre le dice nene a todo el mundo—, viniendo para acá, esta madruga- da…
Chirola me miraba con cara de no entender nada y Gustavo insistía en que no podía ser.
—Te digo que sí —Alejandra porfiaba entre sollozos—, hablé con la hermana y me dijo que se había venido temprano en la chata del tío porque a la tarde tenía el desafío de ustedes contra el otro quinto… ¿no es cierto?
Supongo que de la tristeza me habrá bajado la presión de golpe. Para no caerme redondo me senté en el cordón de la vereda. No entendía nada. Las chicas tenían que estar equivocadas. No podía ser lo que decían. De ninguna manera.
Pero entonces me acordé de la tarde. De la bola que Achával había cacheteado, arqueado hacia atrás, por encima del travesaño. De la otra, la que había sacado con mano cambiada del ángulo derecho. De la que le había afanado de adelante de los pies al petiso Urruti. Y por encima de todo me acordé del doblete con Rivero y con González. Me vino la imagen de Juan Carlos Achával lanzado de un palo al otro, sostenido en el aire a través de los siete metros de sus desvelos, con las alas verdes de su buzo de arquero y todo el aire y la bola brillante y la sonrisa. Y entonces entendí.
Eduardo Sacheri