Conociéndola a mi madre, es imposible que me dejara cruzar descalzo. Y si bien yo era chico, y por ende temerario, tampoco era idiota. El asfalto de Mar del Plata, en enero, con ese sol que incendia, no invitaba a semejante prueba de valor. Sin embargo si recuerdo, la alegría al pisar las lajas frescas de la vereda de la sombra. Ya estaba del otro lado, mas cerca, tras haber sometido a los adultos que estaban en nuestra sombrilla para que me llevaran al Pato Donald, mi restaurante. Nunca lo lograba antes de las doce y media, y esto no impedía que durante años arrancara mi súplica hacia las once. No podía ser hambre, porque en la heladerita portátil había para saciar a una legión. Y tampoco un recelo hacia la playa: amaba el mar y los juegos en la arena, y cuando pasaba la manía con el Pato Donald, me dedicaba, con no menos ahínco, a pescar al amable, al paciente que me llevaría al agua. Ser revolcado una y otra vez por las olas, emerger como expulsado de un lavarropas, esos segundos de falsa (y no obstante sentida) inquietud hasta vislumbrar la orilla y finalmente ver la cara familiar, casi siempre la de mi padre, que me mira y sonríe, son todavía hoy el sello indeleble y dulce de mi infancia. La evidencia de que la tuve.
Además andaba atento a toda hora a la labor de los bañeros, por definición figuras imperiales para un niño, siempre esperando que algún tarambana errara su cálculo y tuvieran que entrar a sacarlo. En medio de la fantasía irredenta que son las vacaciones junto al mar, ese era el único acontecimiento real. Porque existía el riesgo de muerte. Esperaba ese momento cada jornada, y por desgracia llegaba muy de cuando en cuando. Conocía como si fuera un manual las escalas de la decisión: el veloz análisis previo, para ver si había que entrar o no; luego el silbato histérico; la gente que se abría; la corrida; los bañeros que se zambullían; el salvavidas naranja enroscado en el brazo del alguno que se sacudía en cada brazada; el encuentro con el nadador desesperado y el regreso lento hacía la playa. Luego los aplausos para ellos, lo mejor, y la vergüenza para el imprudente que todavía boqueaba. Había sido rescatado de los brazos de la muerte para ser humillado en la vida por un montón de desconocidos. Eso debe ser muy triste.
El no va más de esta escena tan infrecuente fue el rescate de un borracho que se había metido en una zona prohibida: en el espigón de la izquierda, el que estaba casi deshecho, donde florecían los hierros retorcidos cuando la ola remitía. Sosa, el bañero, entró enfurecido con sus dos hermanos. El borracho parecía una boya: no sacaba los brazos del agua, cada tanto se hundía y cuando volvía a flote movía la cabeza rítmicamente. O no era del todo consciente sobre lo que estaba pasando o le daba lo mismo. Alguien dijo a mi lado que la esposa lo había dejado. Cuando lo trajeron de vuelta, tenía cortes y gotas de sangre desde el cuello a los pies. Los bañeros intactos, y con un odio que volaban. En la orilla Sosa le pegó dos cachetazos, y la cabeza hizo lo mismo que en el agua: rebotó acá y allá y después se quedó quieta. Se diría que esperaba algo más que al final no llegó. Cuando comprendió que había terminado la función, cual autómata, giro y se hundió entre la nube de sombrillas, tambaleando. Yo me le acerqué y le dije a Sosa: “No tendrían que haberlo sacado”. Él me hizo un gesto olímpico, y algo me habrá dicho, que no recuerdo. Conservo la intención: no podían dejarlo ahí. Y se fue a su casilla, seguido por sus hermanos, con más aplausos que nunca.
Ese espigón era de algún modo mío. Al menos el tramo que corría sobre la arena. A su sombra, pasado el mediodía, había dormido la siesta cuando tenía dos meses, a comienzos de diciembre de 1965. Y tantas otras veces, desde entonces. También era la frontera. Más allá, hacia el Torreón, había una playa cenagosa. En tramos, la arena se hundía, por espasmos; y había vidrios, piedras amenazantes, musgo color clorofila, que de solo verlo te hacían resbalar. Yo estaba seguro que la lógica de las mareas de esa playa era otra: crecía con ansia criminal cuando alguien la pisaba. Algunos niños se aventuraban. En mi precoz concepción de la vida: huérfanos, futuros delincuentes, hijos repudiados a quien sus padres no cuidaban.
Con los años nos fuimos alejando del espigón, que tenía algo de recoveco y, por extensión, de basural. Desde que tengo memoria, nuestra sombrilla estaba casi en el centro de la playa, apenas a la izquierda de la bajada. Más de lado del Torreón que de Cabo Corrientes. Llegaba y me sentaba en la arena, mirando el mar, desorientado. Como si dijéramos: ¿de que modo lleno todas las horas que estaremos acá? Luego las llenaba con las rutinas infantiles que preferimos olvidar. No hay modo de recordar eso y no sentir algo de pena por uno mismo. La tarde se me hacía eterna, pero era algo que descubría cada día, no aprendía nada del anterior. Mi objetivo, más allá del mar y la martingala de los bañeros, era llegar hasta las doce y media para ir al Pato Donald. Estaba entregado a cierta magia venidera. Haría su aparición al regreso del almuerzo y me rescataría del tedio, la excitación y la ansiedad.
Tenía identificados los movimientos. Cuando mi madre buscaba la billetera y se ponía el sombrero, era que íbamos. Me paraba, la seguía cuando empezaba a caminar y al segundo la pasaba. Quería llegar cuanto antes a la sombra angosta que arrojaba la empalizada de piedra donde la playa moría. No tanto por el calor, por la arena hirviendo, sino porque ese frescor era la garantía de que estábamos por ingresar a mi mundo. La playa era de todos, de mi familia y de todos aquellos desconocidos que nos rodeaban, y que era automático entender que eran un nosotros repetido. Y ahí, cualquiera, haga lo que haga, está a su aire. No es un espacio que haya que conquistar, darle forma, antes bien, concede un lugar a quien lo busque, por obtuso o necio que se sea.
Subía la escalera a los saltos y la esperaba en la vereda y jamás cruzaba antes que llegara. Pero cruzaba sólo, corriendo. Miraba para ambos lados y cuando no se veía ningún auto a menos de cien metros, corría hasta la vereda de enfrente como un poseso. Cuando llego, espero a que ella cruce. No se trata de llegar antes a nuestra mesa, sino, creo, de esperarla y verla cruzar y que de nuevo me de la mano. Y puede que de algo más. Muchos años después leería en Las olas de Virginia Woolf la observación de uno de los narradores: “He perdido amigos, algunos arrebatados por la muerte, y otros por la simple imposibilidad de cruzar la calle”. Sin saberlo, me estaba preparando para ese peligro entonces impronunciable.
En la vereda me saco las ojotas. Visto desde hoy, con lo aprensivos que todos nos hemos vuelto, es un gesto sacrílego. En aquel entonces, lo público era el registro natural. Pisar las baldosas negras y frías, que mis pies se mezclen con la arena que otros dejaron, compartir esa humedad (y descuento, esas bacterias) no era una elección sino destino.
La secuencia, puesto allí, se monta siguiendo fotos fijas. Estoy parado dentro del local y miro hacia la barra, que está al fondo, paralela a la pared del frente. Hay penumbra, aunque sea el mediodía, como si fuera el fondo de una caverna. La barra es de madera marrón, pesada maciza, y detrás tiene un espejo inmenso, surcado por estantes de vidrio que sostienen botellas de todo tipo y color, del año del jopo. No es exageradamente limpio, es sincero, es auténtico. Flotan partículas en el aire, una nevada casi imperceptible, hecha de los restos del resto del polvo que alguien sacudió a la mañana. Es eso o la ilusión que esa tibia oscuridad produce en mis ojos, acostumbrados al sol cegador del mediodía.
Luego estamos sentados en nuestra mesa, pegada a la ventana. Es de madera oscura, y aquí y allí tiene tajos breves, que parecen hechos con un cuchillo. Es la señal de la impaciencia y de lo habitado, de que antes hubo otros, pero ahora estoy yo con mi madre y ellos no cuentan. Mirando desde allí descubro que extraño el mar, ese mar: lejano, interminable, bañado por el sol y sin sombras. También me pregunto, una vez más, mirando desde esa ventana, si se podrá llegar en bote (en ese bote inflable que pido y pido y no me compran) hasta Sudáfrica. Me han dicho muchas veces que no, y yo dudo. Tengo la impresión de que es perfectamente posible, y que me lo dicen para que no haga el intento. A ver si todavía me voy y no vuelvo. Pero lo cierto es que no me quiero ir.
Ahora ya está la comida. La mía, porque mi madre no come conmigo sino con mi padre, mi abuelo y mi hermano menor en la sombrilla. Las piernas me cuelgan. Tengo cinco, seis, siete, ocho o nueve años, y ni de casualidad llego al piso. Pero el ulular de mis pies descalzos e inquietos no es una privación sino una señal de libertad, como si pudieran volar. Todos los días como lo mismo: tallarines con salsa y una coca cola. Miro el plato, deslumbrado. La felicidad es tan grande que tengo la impresión de que todo mi cuerpo es una sonrisa. Yo miro el plato y mi madre me mira a mí. Su felicidad ante la mía me alcanza y recién entonces empiezo a comer.
Siempre vuelvo cabizbajo y en silencio, lo cual es raro en mí, porque lo usual es que no pare de hablar. Supongo que para mi madre es un alivio y también una pérdida. Uno nunca recuerda los momentos de silencio de los niños, lo que permanece son sus palabras, los disparates que dicen, los arrebatos de la percepción inmadura y confundida que los hacen homologar y relacionar lo imposible. Por eso parecen tan creativos.
En la sombrilla, mientras todos los demás almuerzan, miro el mar, tan desconcertado como a la mañana. Calculo cuantas horas faltan para irnos. Unas cuantas, en todo caso, un tiempo imposible de asumir. Sigo callado. Siempre encuentro un palito y dibujo letras y números y una casa en la arena. Como parezco en otro planeta, mi padre o mi abuelo me hacen algún chiste. No me enojo; el desasosiego es tan grande que absorbe hasta que me molesten. Además son cariñosos, me quieren. Lo que pasa es que inútil. En esos momentos, nada ni nadie me puede rescatar.
La sombra de la empalizada va creciendo y eso indica que el tiempo, que parece una mole inmóvil, sin embargo pasa. Mi próxima escala es comer barquillos, pero nunca antes de las seis. Eso no impide que tres horas antes ya quiera subir e insista, fracasando cada tarde. Me la paso comiendo o pensando en comer, y aún así soy flaco como una vara. Antes de los barquillos, va de suyo, me voy a revolcar en el mar unas cuantas veces. Mi madre me dice que después es difícil sacarme la arena del pelo. Sé que tiene razón, pero no entiendo que importancia tiene. No tengo nada que hacer, ¿qué más da estar en la bañadera otros quince minutos?
Desde el mar me la paso mirando que el barquillero no se vaya. Porque un día sin barquillos es como una vida perdida. Cuando subo, me inquieta la duda de si mi abuelo me va a consentir y comprar cuatro. La suerte tiene su parte. El barquillero tiene algo parecido a una ruleta. Se hace girar un cilindro y depende del número que salga, son los barquillos que se ganan. Hay mayoría de unos y dos, un número respetable de tres, algunos cuatros y un cinco perdido, que nunca, en todos los años que estuve, saqué. En general saco dos, y me deprimo de una manera horrorosa. Mi abuelo invariablemente me compra otros dos. Ese no es el problema. La cuestión es que el barquillero gana y le resulta indiferente. Me vence y ni me mira. Y las pocas veces que saco cuatro y gano, le da lo mismo. Busco su mirada, para que admita la derrota y ni repara en eso. Llevo muy mal descubrir que para la mayoría de las personas no soy nada especial.
Una vez que tengo los barquillos, hay que bajar. Las cosas se comparten, los barquillos se comen en la sombrilla. Lo de compartir me parece bien (o al menos lo tolero), pero lamento no quedarme ahí con mi abuelo, mirando el hotel en ruinas que corona la barraca en la vereda de enfrente. Es el Hotel Centenario, y no lo recuerdo funcionando. Cada año está un poco peor. Hay algunos moradores: ropa colgada en las ventanas del primer piso, alguien que aparece y desaparece. Es un poco turbio y uno de mis terrores es estar ahí solo, de noche. Pienso que si hago algo imperdonable, el castigo que me espera es ese. Ignoro de donde viene esa fantasía descabellada, aunque es seguro que me impidió cometer más de una locura.
El hotel tiene una escalera a la izquierda, como si fuera una escalera de incendios pero de material, y hay una gotera eterna, que baña el césped delantero. Como me cuesta creer que sean tan vagos y durante años nadie cierre la canilla, alguna vez pienso que por un milagro en la circulación del agua esa gotera es en realidad agua de mar que sube por algún tubo subterráneo, llega hasta el techo y baja de a gotitas por la escalera. Un manantial de agua salada. Un día lo descarto: si fuera agua salada el césped se habría arruinado. Y está lo más bien.
El hotel, yo lo sabía, lo había expropiado el gobierno peronista. Esto lo había dicho mi padre, que estaba de acuerdo. Mi abuelo comparte la opinión. De modo que yo pienso lo mismo. Bien expropiado. El dueño anterior era injusto con los trabajadores y eso no está permitido. Ahora el gobierno va a hacer un buen hotel para todos. Sin embargo, pasan los años y es lo que es: primero un hotel lozano aunque vacío; luego una pensión con huéspedes clandestinos, cada vez más descuidada; al año siguiente un antro que mete miedo, con perros y vagabundos, y el último verano que recuerdo en Playa de los ingleses, un asco liso y llano. No soy capaz de cuestionar a mi padre y a mi abuelo (no a ese punto), y no obstante sospecho, muy tímidamente, como quien lee algo en otro idioma y cree haber entendido el significado de las palabras, por más que ignore todo sobre ese idioma, que las verdades evidentes no necesariamente explican la realidad.
Con la playa pasa algo similar, y en última instancia sublime. En Mar del Plata no había entonces playas privadas, y en la práctica Playa de los ingleses, como todas las otras, era una playa pública. Sin embargo, es (era entonces) una playa corta, de no más de treinta o cuarenta metros entre la empalizada de piedra y la orilla. Y hay sombrillas, que se alquilan, en todo el espacio útil para acampar. Nadie puede llevar su propia sombrilla: alquila o a la vereda. No es una playa privada, y al mismo tiempo es una perfecta sustracción de lo público. Era un como si, es decir, como descubriría más tarde, peronismo distraído.
Pero un verano, que puede haber sido en febrero de 1974 o 1975, nos enteramos que la fiesta termina. Al año siguiente, no más sombrillas de alquiler. Fin del paraíso. Mi padre acepta el cambio de manera natural: se viene lo que siempre debería haber sido. Nos lo comunica Sosa, el mayor, que no acusa bien el golpe. Dice que es el último año que vienen. Él y sus dos hermanos son de Santiago del Estero, y viajan cada temporada para hacer de bañeros. Ya no más. No será lo mismo y no les interesa. Yo no entiendo porque es tan grave, aunque fuera de mi familia hay un consenso de que es una catástrofe. Y al final me convenzo de que el verano próximo será un abismo. La playa se va a llenar de una gente rarísima, o cuanto menos distintos. Cada uno traerá su sombrilla y no será como ahora, que todas son verdes, del mismo tamaño y armonizan. Hay vecinos de sombrilla que llevamos años saludando y que ya no van a estar. Habremos perdido nuestro lugar, y por ende no podré comer más en el Pato Donald. Al barquillero seguro lo mantengo, porque va por la rambla de una punta a la otra y es imposible no cruzarlo. No alcanza. Todo se organiza alrededor del Pato Donald, de los tallarines, la penumbra, la arena mojada y esa sensación intransferible de estar cada día donde se quiere volver día al siguiente. Y así eternamente.
Son días tristes y el final es peor. Es carnaval, el anteúltimo día, que es también el fin de una quincena. Hacía las siete y media, cuando el sol se ha puesto, y mientras corremos persiguiendo a las chicas, una mujer grita. No alcanzo a ver la sangre. Dice que un niño perseguía a una niña para mojarla y se le escapó el balde y le cortó la ceja. Cualquiera diría que le pegaron un balazo. Grita como una descocida, y todos guardamos nuestras armas de carnaval. Mi madre dice que es una exagerada, y yo estoy de acuerdo. Aunque no ignoro que para mi madre casi todos son unos exagerados, y que a mi ese rasgo me encanta.
Lo más lamentable es la actitud de Sosa, que demuestra ser un pusilánime, un cobarde, un sumiso, una vergüenza de bañero. Le dice a mi padre que lo que pasó es grave, lo cual es evidente una mentira, y que los festejos de carnaval se suspenden. Al día siguiente está prohibido jugar con agua. Lloro, por la furia y la decepción. Me alegra que no vengan más de Santiago del Estero, y confío en que se mueran de aburrimiento, porque en Santiago del Estero no hay mar y el calor es de infierno. Alguna vez me dijo que en el verano hacía más de cuarenta grados y que tenía un desierto. Ojalá se quede preso ahí, encerrado en una choza de adobe, transpirando, anhelando el mar, arrepentido por su cobardía.
Al día siguiente ni lo saludo, yo, que lo primero que hacía cuando llegaba era reportarme a él y sus hermanos, como si fuera un bañero más. La playa es una tumba. La exagerada que el día anterior fue lastimada no vino. Claro: se repone de su herida de guerra. Fugazmente se me ocurre proponerle a Sosa que levante la prohibición, porque la mujer no está y no se va a enterar. Lo descarto. Jugar al carnaval es una cosa más, la decepción que yo siento es definitiva. El día, lo tengo muy presente, no se me hace largo. Porque estoy todo el tiempo mascullando mi ira y las horas pasan volando. Aunque seguro hice lo de siempre (el mar, el Pato Donald, los barquillos), me veo únicamente bajo la sombrilla, reconcentrado, furioso. Solo me quiero ir, olvidar todo eso, volver a mi casa, enterrar esas vacaciones.
Nos despedimos como cada año, con el novedoso interrogante de si el año que viene nos encontraremos allí. Es una formalidad. Nadie siente demasiado la despedida. En unos días los unos para los otros seremos una anécdota para repetir, hasta gastar, en la sobre mesa. Como cada tarde, hacemos nuestro rito. Subimos mi madre, mi hermano y yo, y esperamos sentados en la baranda de piedra. Detrás vienen mi padre y mi abuelo con baldes llenos de agua salada. Es para sacarnos la arena antes de ponernos las zapatillas. Así no se ensucia el departamento, donde espera mi abuela, a quien la playa le resulta un opio y la arena la enerva. Como siempre, digo que para qué lo hacemos. Si al final cuando barren el departamento hay arena por todos lados. Mi padre, que debe estar harto de escuchar la misma cantinela, me dice que me calle y me limpie. Hago caso.
Volvemos caminando. Mi hermano es chico y va de la mano de mi madre. Mi abuelo y mi padre conversan de política con gesto serio. Yo, solito atrás, voy pensando. Pienso que algo se ha terminado y que no sé que es. De hecho, es la primera vez que siento que algo termina y no entiendo muy bien qué quiere decir eso. ¿Qué es perder algo? ¿Se sufre mucho? ¿Se olvida? ¿Se vive encadenado a su recuerdo? ¿Se puede superar? No conozco la respuesta, aunque comprendo que si me hago todas esas preguntas la cuestión debe ser complicada. Me asalta el vértigo, el pánico y cuando cruzamos la plaza Colón, me prometo que no voy a olvidar nada. Que voy a recordar cada almuerzo, la cara del barquillero, la gotera del Hotel Centenario, otra gotera (que quizás por una conexión milagrosa sea la misma) que está en la galería del Hotel Bella Vista, la primer pisada tan fría al entrar al Pato Donald, mis pies colgando en la silla, el sol que pretende aplastar el mar y fracasa. Todo, y separado. Cada recuerdo en un eslabón, que se conecta al otro y la felicidad, entera, compacta, perfecta, revive.
No lo logro, naturalmente. En su lugar, es un único e imperfecto recuerdo, como si varios años se fundieran y naciera de ellos una semana. Con algunos hechos inconexos, que incluso en la capciosa sucesión que construyo no tienen lugar. Y bastantes lagunas donde la memoria se hunde, sorprendida en su inocencia. Es curioso como un hecho sobrevive a todo, y otro, que en su momento parecía capital, desaparece sin dejar rastro. Solo vuelve por el relato de los otros, sin que estemos obligados a creer en esos que nos dicen que pasó. Salvo que allí nos reconozcamos.
Es curioso y es exacto. La memoria va y viene, se gusta a si misma, inventa su propio placer, parece un dominio sin límites, que depende de su mera voluntad para recuperar la angustia que nos asaltó en una mañana lluviosa o el sabor de un buñuelo valenciano que comimos el atardecer del 5 de enero de 1973. No es tan cierto: lo que se olvida, se olvida para siempre.
Fernando Fagnani