-Y uno de ustedes me traicionará.
Jesús hace el anuncio a la hora de la cena y después trae el pan y lo divide. Pedro recibe su parte, pero una profunda sensación de asco lo invade al probar el primer bocado. No puede creer que exista sabor tan amargo sobre la tierra, y espontáneamente rompe el silencio:
-Señor, esto es sufrimiento.
Los otros once continúan callados y levantan los ojos para mirar a Pedro. Jesús no se mueve; apenas se fija en las migas de pan que desintegra con los dedos y, resignado, confirma:
-Vos lo dijiste, Pedro; eso soy, este es mi cuerpo.
Pedro cae al suelo. Lo desestabiliza la revelación. De la boca de su estómago nace un fuerte dolor que crece hasta el desmayo. Ni él, que es el más cercano, el más leal, está preparado para digerir la carne lastimosa de Cristo.
Mientras algunos intentan ayudar al recién caído, Jesús se retira y es tajante con la orden:
-Síganme. No se preocupen; cuando despierte, sabrá el camino.
Pedro demora unos minutos en recobrar la conciencia. Se reincorpora sin dolores y, al ponerse de pie, siente otro peso en el cuerpo, lo invade una nueva claridad. Ahora sí está en condiciones de comprender el sentido de la última exhortación.
Son las horas definitivas. Jesús, con su carne y sufrimiento, prueba que está en juego el destino del hombre y llama a tomar decisiones precisas, valientes, por muy dolorosas que sean. Ya no es atrás, sino al frente donde necesita a sus discípulos.
Eso, al menos, es lo que entiende Pedro, mientras busca a Jesús con desesperación. La soledad y el vacío del cuarto lo agobian y trata de salir rápido a su encuentro. Quiere enmendar el error, compensar su debilidad. Cuando asoma la cabeza por el horizonte, cree distinguir a lo lejos las ropas de uno de los discípulos, de modo que apura los pasos en la misma dirección.
Al acercarse, Pedro comprueba que no se ha equivocado: se trata de Judas. Pero ahora tiene la extraña certeza de que ambos se encuentran solos, bajo las tinieblas de la noche. Pedro corre, se pone a su lado, lo toma del brazo por sorpresa y pregunta:
-¿Dónde está Jesús?
-Ya es tarde, Pedro.
Desconcertado por la respuesta, Pedro insiste, amenazante:
-Judas, ¿dónde está Jesús?
Y él, sonriente, anuncia:
-Donde debe ser, Pedro. En la cruz.
La respuesta desata una furia despiadada. Con el mismo rechazo de la última cena, Pedro derriba a Judas y lo ataca mortalmente desde el suelo. En los primeros golpes, observa la sangre que brota de la boca, advierte pronto los signos de una muerte brutal e inevitable, aunque nada lo detiene.
Entre llantos y gemidos, Pedro sigue castigando el cadáver hasta que escucha unos pasos. Son los pasos de Jesús y de los otros diez.
Los discípulos se acercan afligidos y acarician la cara destrozada del hombre de Judea como si aún pudiesen reconstruirla. Pedro los mira sin reacción. Permanece inmóvil, arrodillado, con las manos sucias, lastimadas de culpa y tragedia.
Y Jesús, implacable, sonríe y desde lo alto confirma:
-Ese es el traidor.
Bruno Perrone